Avance de South Park: Retaguardia en Peligro
Anti todo.
South Park es un milagro. Tras veinte temporadas completas (y una vigesimoprimera en camino, con su estreno previsto para el día 13 de este mismo mes) arrojando bilis en todas las direcciones imaginables y sobreviviendo a modas, gobiernos e ideologías, creo que es razonablemente seguro decir que Trey Parker y Matt Stone supieron dar en el clavo. No está nada mal para una pareja de enfants terribles más que capaces de presentarse a una ceremonia de entrega de los Oscar travestidos y hasta las trancas de LSD, solo para lamentar después que la idea de decorar sus fosas nasales con restos de azúcar se les hubiera ocurrido tarde. "Hubiera sido una manera estupenda de gritar "que os jodan"", aseguraba un desternillado Stone con ambos anulares apuntando bien alto, y creo que ese es su secreto: negarse a capitular, caiga quien caiga, y seguir metiendo el dedo en la llaga aunque las cámaras de medio mundo te apunten y estés a punto de recibir un premio. No comprometer su particular sentido de la ética, aunque sea una construida en base a dildos gigantes y juegos de palabras sobre genitales, y trasladarla a una espartana mentalidad de trabajo que les ha permitido estar siempre de vuelta de todo: pase lo que pase en el mundo, Cartman y su pandilla de pequeños inadaptados lo habrán desmenuzado con una clarividencia escalofriante un par de días después. Sucedió con el huracán Katrina, con la cienciología, con los juegos free to play y más recientemente con el ciberacoso, la gentrificación o el ascenso de Trump a la Casa Blanca. Como sus creadores, South Park no hace concesiones ni prisioneros, ni está dispuesta a casarse con ninguna línea ideológica identificable: si te resulta ofensivo es tu maldito problema. No es extraño que suceda, ni que ese episodio desternillante que se burlaba del partido republicano dé paso a una punzada en el orgullo que descoloca tu línea de flotación y cuestiona tus creencias más firmes. Ese es su otro secreto: conseguir que todo el mundo piense que se está riendo de los demás. De nuevo, no está nada mal para una serie basada en chistes de pedos.
The Stick of Truth fue otro milagro. Y no me refiero solo a su ejecución, aunque aquel spin off jugable en el que los niños se disfrazaban de magos y de princesas para reproducir Juego de Tronos en el patio trasero de Cartman sigue siendo un ejemplo más de esa clarividencia que comentaba. Al prescindir de cualquier tipo de posibilidad adicional que brindara la tecnología y apostarlo todo al mismo universo de cartulinas y fotografías mal recortadas The Stick of Truth se convirtió en la mejor adaptación posible no ya de South Park, sino de cualquier otra serie imaginable. Era una temporada más, una reproducción 1:1 de lo que veíamos por la tele, y aun así su verdadero mérito va más allá de todo eso. Su verdadero mérito está en existir. En presentarse en el seno de una industria tan profundamente puritana como la nuestra, salir tambaleándose de la limusina, y desencadenar un tipo de caos que de nuevo ignoraba deliberadamente la posible reacción del resto de los invitados; en ser fiel a sus principios y no traerse solo la estética, sino las cerillas y el bidón de gasolina. No le salió barato: el juego fue censurado, claro, aunque años después de terminar la versión íntegra sigo preguntándome qué posible baremo pudo emplearse para decidir dónde meter la tijera. Puestos a recortar la única opción razonable hubiera sido arrojar todo el metraje a la hoguera, y por eso hoy, con una primera versión de su secuela en las manos, no he podido evitar jugar a un pequeño juego: ir anotando mentalmente las escenas con más posibilidades de no ver la luz jamás.
Apenas fueron tres horas de partida, porque al juego aún le queda un mes escaso en el horno y no es necesario jugar mucho más para hacerse una idea de lo que nos espera en términos mecánicos y de ambientación, pero puedo decir que ya tengo unos cuantos candidatos prometedores. Creo que es acertado entrar por aquí, porque si esta breve sesión de prueba me ha demostrado algo es que Retaguardia en Peligro (lo del subtítulo castellano ya lo hablamos otro día) sigue siendo un juego de rol correcto, incluso notable, en el que lo realmente importante sigue siendo todo lo demás. El rol aquí es una base, la estructura de pan y pan que se necesita para armar un bocadillo y que la tortilla no se te desmenuce en las manos; dentro están los momentos, los diálogos, las escenas y la inteligencia. De esta hablaremos más tarde, pero por el momento me quedo con el valor de plantear un enfrentamiento contra dos jefes finales que visten sotana y dan a su rosario una doble función: la de un látigo con el que fustigarnos (y fustigarse a sí mismos), y otra que no revelaré con menores delante. Reconozco que reí a carcajadas porque para bromear con curas de manos largas somos todos la mar de enrollados, pero la verdadera prueba del algodón llega cuando le toca el turno a las identidades de género. Es una prueba que el juego supera mediante una llamada telefónica, una furgoneta llena de rednecks y toneladas de mala uva, pero finalmente una nueva muestra de inteligencia, y hasta aquí puedo leer.
La base sigue estando en los turnos, pero en esta ocasión South Park recuerda un poco menos a un Final Fantasy y un poco más a un Fire Emblem con grandísimas reservas. Para empezar por lo reducido de cada escenario, apenas un puñado de casillas con las que jugar, y sobre todo por la importancia del factor geométrico.
También es frecuente encontrarse con trastadas más inocentes, más inofensivas, como un personaje que colecciona ilustraciones Yaoi diseminadas por todo el pueblo o una pelea en lo que vendría a ser una versión desquiciada del Hooters local. Y digo que son inofensivas no por algún repentino rastro de corrección política, sino por la ausencia de un punto que demostrar. Si algo puede echársele en cara a estas primeras horas es precisamente eso: centrarse en lo escatológico o en la provocación por la provocación, y olvidarse por momentos de establecer un objetivo en concreto. Están los pedos, pero echamos en falta a Trump. Si hay una temática identificable, más allá de la chufla evidente hacia ese circo de tres pistas en que se han convertido las franquicias de superhéroes (fenómeno que por supuesto analiza con precisión quirúrgica, y no hace falta más que echar un vistazo a la pizarra de Cartman), es el impacto de las redes sociales y la pleitesía absoluta que niños y no tan niños rinden a su propio perfil personal. En lo mecánico, y dejando de lado los clásicos puntos de experiencia por combate superado, es nuestro principal medio de desarrollo, porque ahora el nivel del héroe se corresponde con su reconocimiento como influencer: más seguidores en Coonstagram implica más nivel, y más nivel implica nuevos espacios en nuestra ficha donde colocar artefactos místicos (un spinner +15, por ejemplo) que potencien nuestras estadísticas. En lo social, sin embargo, lo que nos deja es una incesante sucesión de selfies vacíos y de amigos de mentira que solo aceptarán fotografiarse con nosotros si hacerlo no daña su propia reputación. Y todo esto sin apartar el foco del componente humano ni echarle la culpa a la tecnología una sola vez, porque South Park tiene mil veces menos piedad que Black Mirror.
Pero estábamos hablando del rol, y aún resta por tratar un combate que introduce como gran novedad el desplazamiento más o menos libre por el terreno de juego. La base sigue estando en los turnos, pero en esta ocasión South Park recuerda un poco menos a un Final Fantasy y un poco más a un Fire Emblem con grandísimas reservas. Para empezar por lo reducido de cada escenario, apenas un puñado de casillas con las que jugar, y sobre todo por la importancia del factor geométrico: aquí lo importante no son las distancias, sino la configuración exacta del dibujo que cubre cada hechizo o habilidad. Estas vendrán determinadas por la clase escogida, un batiburrillo de topicazos del cómic de superhéroes que lo mismo puede otorgarnos la fuerza sobrehumana de una versión de papel de aluminio de La Cosa que la velocidad de Flash o la capacidad de proyectar rayos de colores de Cíclope o Iron Man. Una vez optemos por una de las tres clases (es solo un comienzo, en nuestra partida llegamos a desbloquear más) podremos disfrutar de sus habilidades, que sumadas a las de nuestros compañeros de equipo conforman un arsenal respetable: hay ondas caloríficas que achicharran a una fila de enemigos, habilidades en forma de diamante que roban vida a quienes habitan esas casillas y hechizos de curación que de propina permiten intercambiar nuestra posición con la del afectado. Utilizadas con inteligencia conforman un sistema con ciertas reminiscencias del ajedrez, un baile de subidas y bajadas desde territorio enemigo que implica tener siempre en cuenta las posibles líneas de ataque contrarias y posicionarse en consecuencia, aunque hay que decir que al menos en su nivel de dificultad "estándar" (el entrecomillado tiene su aquel) la mayoría de enfrentamientos son realmente asequibles y no permiten sacarle excesivo jugo a su potencial. Algo ligeramente preocupante, aunque a cambio mencionar que hay un ataque especial que nos permite invocar a Moisés mediante una Estrella de David hecha con macarrones.
Es exactamente el tipo de ocurrencia que una espera de South Park, y el tipo de material que el juego regala a manos llenas. Por eso, como fan, no puedo ocultar mi amor incondicional: el juego es más de lo mismo, y no podrían ser mejores noticias. Sin embargo es ese mismo fan el que me aconseja prudencia, porque South Park me ha educado a esperar lo mejor. A esperar truenos, pedos y carcajadas, pero también un cuchillo entre los dientes del que absolutamente nadie está a salvo. De lo primero vamos sobrados, y lo segundo no dudo que llegará: South Park es el punk, y el punk es algo más que volcar papeleras. Es el verdadero espejo oscuro en el que mirarnos, y esa bofetada de vuelta hacia una realidad de la que ya solo queda burlarse. Son como niños, cantaban Eskorbuto. Niños aplastados bajo la rueda de un camión. En fin, que se lo pregunten a Kenny.