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Análisis de South Park: Retaguardia en Peligro

Juego de niños.

Eurogamer.es - Recomendado sello
Quedarse en la irreverencia es un error: hay chistes de pedos, pero también una inteligencia que solo rivaliza con la de la propia serie.

Nota del editor: Con motivo del lanzamiento de South Park: Retaguardia en peligro en Switch, recuperamos nuestro análisis original publicado el pasado octubre.

Hace ya unos cuantos años que tuve ocasión de ver "Be Kind Rewind", y rápidamente la pequeña obra maestra de Michel Gondry se convirtió en una de mis películas favoritas. Para el que no tenga el gusto la cosa iba de superhéroes, y más concretamente de una pareja de ellos: Mos Def, rapero reconvertido a actor (otro más) y encargado en la ficción del sobradamente superheroico papel de mantener a flote un videoclub de toda la vida, y de su amigo Jack Black, un cantamañanas conspiranoico que tras sufrir un accidente intentando sabotear unas antenas de alta tensión sufre un ligero traspiés y queda magnetizado de por vida. Así arranca una comedia sobresaliente y sobre todo un manantial de creatividad y buenas ideas concentradas precisamente en torno al cine, a su legado en la cultura popular y a su manifestación física en esas pequeñas bobinas de cinta magnética que no se llevan demasiado bien con las habilidades de un Magneto de los suburbios. Con sus poderes fuera de control y todo el catálogo de la tienda arruinado, a la pareja no le queda otra que hacerse con una cámara de vídeo doméstico y reproducir una a una, en su mismo patio trasero y con un descacharrante despliegue de efectos especiales caseros, todos los hitos del cine palomitero de las últimas décadas: hay una versión demencial de Hora Punta en la que Black hace de Jackie Chan, hay un Robocop de cartón y papel de plata y al final lo que realmente te atrapa en la butaca tiene menos que ver con el argumento en sí y más con como se las habrán ingeniado para reproducir Los Cazafantasmas.

Retaguardia en Peligro propone exactamente el mismo juego, y subrayo bien fuerte la palabra juego porque creo que esa es la clave. La película de Gondry se hacía querer porque en esencia hablaba de un par de chavales jugando a las películas, y pese a ceñirse a un género en concreto (las franquicias de superhéroes) este South Park se basa en los mismos principios, esto es, en el papel de plata, en las cajas de pizza vacías que unidas dan forma a un dragón y en los montones de piezas de lego rojas desparramadas frente a la puerta de casa que a todos los efectos funcionan como un imponente foso de lava. Es una simbología nueva, o al menos unas más que merecidas vacaciones frente al aburrido fotorrealismo; también es un apasionado canto a lo cutre, sin duda, pero sería un error quedarse en la superficie. South Park lo resuelve todo, siempre lo ha hecho, con cuatro cartulinas mal puestas e imaginación a manos llenas, y trasladar ese tipo de soluciones a su propio mundo, al juego que juegan los niños, no solo resulta meta en su manera de referenciar el estilo visual de la serie.

Porque la clave, como decía, es que los niños saben que están jugando. En que las piezas de lego lo son también para ellos, pero las reglas son las reglas y tendrán que pasar un buen número de horas hasta que descubramos como retirarlas para continuar. Nadie se plantea apartarlas sin más ni más porque en su imaginación la lava quema de manera dolorosamente real, y siguiendo las bases que sentó Obsidian el propio tejido del sistema de turnos que articula el combate es objeto de las mismas chuflas y a la vez se respeta de manera reverencial: si tardamos en decidirnos por un movimiento en concreto nuestro objetivo se impacientará y hará un montón de chistes sobre el asunto sin moverse un centímetro del sitio, y tanto si peleamos contra otros críos como si toca enfrentarse a rednecks, traficantes de metanfetaminas o a las horas de inmigrantes mal pagados de Butters todo el mundo se aparta ordenadamente de la carretera cuando pasa un coche para volver después a su posición original. Está feo citarse a uno mismo, pero intentando desmigar el tipo de comedia que vertebraba el descacharrante Thimbleweed Park recuerdo haber hablado de complicidad con el jugador, y de reglas inquebrantables que limitan el alcance de todo el universo y que solo conocemos nosotros y los propios protagonistas. Retaguardia en Peligro es ese tipo de material, y por eso es endiabladamente divertido.

De alguna manera el RPG que encierra Retaguardia en Peligro se las arregla para hacerse menos profundo que el original siéndolo mucho más, y supongo que se trata de un asunto de experiencia, de equilibrio y de saber hacer colocando cada numerito en su sitio.

Pero la cosa no se queda ahí, porque ese conjunto de reglas no solo sirven a la comedia. En el plano jugable un sistema de turnos que es solo eso, un sistema, que queda desenmascarado como tal, permite un montón de diabluras, porque a los personajes de un Final Fantasy no les queda otra que esperar pacientemente el tajo agresor pero Cartman es un gordo cabronazo y podría decidir hacer trampas. Es solo uno de los ejemplos de cómo el estudio prueba sus límites, y de cómo la variedad llega en forma de situaciones que toman lo que hemos aprendido y nos lanzan bolas curvas constantemente: por ejemplo, una stripper de nalgas mayúsculas que se pasa los turnos por el arco de triunfo y recorre casilla tras casilla intentando aplastarnos en un aterrador tiempo real, o un padre encabronado que cuenta con el especial más potente de todos: mandarnos a la cama castigados sin postre. Así, de la mano de ninjas de alquiler que deciden llamar a más esbirros porque no quieren perder el trabajo o de primos caprichosos que se empeñan en jugar con nosotros y apropiarse de nuestros turnos, el juego matiza sus reglas en caliente y tiende a robarnos la merienda, jugueteando con la injusticia de una manera que resultaría peligrosa si nosotros no tuviéramos jugarretas de cosecha propia.

Las más evidentes puede que sean los pedos (qué queréis, estamos hablando de South Park), esa proeza gastrointestinal que forjó la leyenda del Niño Nuevo y que en esta ocasión regresan por partida doble: por un lado están los que afectan al propio combate, un surtido de sortilegios digestivos de tal potencia que pueden doblar los límites del tejido espacio temporal. Fuera de los enfrentamientos hablamos de un conjunto de trucos que permiten resolver puzles retrocediendo en el tiempo, pausándolo del todo para atravesar las mismas puertas automáticas desmelenadas que en Dead Space o avanzando unas cuantas horas hasta que se haga de noche, y dentro de el de otras tantas artimañas que amén de regalarnos un par de segundos de movimiento y ataque libre pueden salvarnos el físico anulando un turno especialmente letal del rival. Por otro lado, y como en la vida es importante tener amigos, fuera del combate el martillo de Thor rebotando en el escudo del capi se transforma aquí en un minijuego de ventosidades encadenadas que nos permiten alcanzar posiciones elevadas con la colaboración de la cometa de Kyle, o en una cruel sucesión de pedos en la cara que convierten a Scott Malkinson, el Capitán Diabetes, en una bestia fuera de control que puede derribar obstáculos a voluntad. Hay unos cuantos más (algunos, como el de Butters, especialmente desagradables), y tras presentarlos de manera más o menos controlada el juego tiende a desmelenarse en su tramo final con una sucesión incesante de puzles que requieren la coordinación de todo el equipo y un uso constante de esa visión detective que permite resaltar objetos clave en el escenario. Ninguno es especialmente memorable en lo intelectual, pero el juego lo compensa de sobras sustituyendo los bloques y las palancas por un vigilante descamisado que guarda un bote de lubricante sospechosamente cerca de los monitores de seguridad.

Por lo demás, el sistema en sí es exactamente lo que esperábamos: un avance respecto a lo visto en el primer juego, un experimento interesante que tiene en el movimiento libre su principal carta de presentación y una demostración de que el prestigio que Obsidian se ha ganado haciendo juegos de rol no les tocó en una tómbola. De alguna manera el RPG que encierra Retaguardia en Peligro se las arregla para hacerse menos profundo que el original siéndolo mucho más, y supongo que se trata de un asunto de experiencia, de equilibrio y de saber hacer colocando cada numerito en su sitio. La muestra más sensible es su curva de dificultad, una montaña rusa que lo mismo aburre con decenas de enfrentamientos sin desafío alguno para aturdir pocos minutos después con situaciones que cruzan con ambos pies esa línea de la injusticia de la que hablábamos antes. Afortunadamente no hay demasiado por lo que alarmarse: el juego trae un hermoso selector de dificultad accesible en cualquier momento si es que queremos poner las cosas interesantes, y en lo estrictamente mecánico hace suficientes cosas bien como para que tengamos ganas de aprovecharlo.

Retaguardia en Peligro vuelve a ser un festival del cameo que conjuga su hilo narrativo principal con una nutrida colección de secundarias que hagan brillar a todas esas estrellas invitadas.

La mayor parte de ellas tienen que ver con eso, con la gestión del espacio, con ese movimiento maestro que nos permite vapulear a tres o cuatro enemigos de un solo golpe y, por qué no decirlo, con el ajedrez. Es una referencia inmediata y lo que dota de interés al grupo, porque cada pequeño héroe no se diferencia solo por sus habilidades y su clase canónica (hay DPS, tanques y personajes de apoyo, aunque el juego se empeñe en llamarlos de otra manera), sino en las casillas que puede cubrir. Así surgen las sinergias, y por eso Token, con su Tupperware en la cabeza y su capacidad de alterar su posición con la de cualquier otro y obtener una protección temporal a cambio se convierte en una pieza esencial. Son caballos, torres y alfiles, sanadores que atacan en línea recta y pueden curar en cualquier parte del mapa y elementalistas que infligen congelación a todos los enemigos en un área con forma de T. Para salpimentar un poco más las cosas cada ataque y cada bloqueo implica un pequeño juego de habilidad y una sucesión de pulsaciones sincronizadas que de tener éxito aumentan el daño o lo absorben, rellenando de paso una barra de especial que guarda el verdadero tarro de las esencias: cada personaje tiene el suyo propio, algunos tan simples como un pedo de dimensión planetaria y otros tan retorcidos como la auto inmolación de Kenny o ese flashmob que Call Girl (Escort en la versión castellana, de nuevo la traducción arrasando con cualquier doble sentido posible) puede convocar con los cientos de teléfonos que lleva cosidos a la cintura. Los millenials, qué queréis.

Pero no solo de medirse el lomo vive el RPG, y en cuanto al resto de sistemas lo que tenemos es una encomiable adaptación de las normas del original a un mundo, el de los superhéroes, en el que irse a comprar una espada bastarda +5 a la tienda de armamento local ha dejado de tener sentido. El resultado es un sistema de progresión basado en cumplir decenas de pequeñas metas independientes, que regala experiencia a cambio de selfis, de ninjas vapuleados y de puzles resueltos y la hace confluir en una cadena de ADN que representa tanto nuestro genoma mutante como la clásica pantalla de selección de equipo. No es que esta no exista, pero es meramente cosmética, y más allá de los gorritos y los disfraces de rapero católico venido a menos lo que realmente parte el bacalao son otros tantos pequeños potenciadores que iremos situando en los huecos libres de dicha cadena (más nivel, más huecos) y que irán redondeando una cifra de poder global que, bendita sea, recuerda un montón a Destiny. El looteo, por tanto, pasa a ser un factor, aunque como no podía ser de otra manera la ubicuidad de estas pequeñas piezas de configuración y de la chatarra que suele acompañarlas está estirada hasta resultar obscena, irrelevante y un chiste en sí misma. Acceder a una nueva casa, a un nuevo garaje o a una nueva clínica abortiva nos recompensa con cientos de ítems de descripciones absurdas y totalmente intercambiables, con frascos de loción espermicida y suscripciones a revistas de armamento y DVDs interactivos y juguetes sexuales usados que en el fondo no son nada más que una burla y gasolina para un sistema de crafteo igualmente cómico: podemos fabricar cartas de invocación con cartulina y macarrones, y las recetas de burritos para recuperar salud se las compramos a Morgan Freeman.

No es la única aparición estelar, porque Retaguardia en Peligro vuelve a ser un festival del cameo que conjuga su hilo narrativo principal con una nutrida colección de secundarias que hagan brillar a todas esas estrellas invitadas. No quiero desvelar demasiado, pero si el breve episodio reservado para Kanye West y su desquiciada reinterpretación de Flappy Bird no conquista inmediatamente vuestro corazoncito quizá haga falta hacer los deberes: Retaguardia en Peligro asume como pocas otras adaptaciones el conocimiento absoluto y enciclopédico del material original, y aspira a formar parte del canon hasta el punto de resolver aquí arcos planteados en la serie o de incluir en el menú principal un enlace directo al último capítulo disponible en la red. Puede que por eso los cameos que más recordaremos serán los de su propio universo: a ese Randy borracho rayando su propio coche, o a ese PC Principal aleccionándonos para interrumpir las microagresiones verbales en cualquier momento de cualquier combate mediante una buena somanta de palos que, de nuevo, vuelve a saltarse los turnos a la torera.

Puede que vaya contra las reglas, pero al fin y al cabo son solo unos cuantos niños jugando. Y por eso, más allá de todos los dioses antiguos y todos los sacerdotes de manos largas y todo el ruido y la furia, resulta conmovedor que el juego sepa encontrar hueco para regalar estampas tan bonitas como la de ese Niño Nuevo que ignora la consola que permanece semanas actualizándose en la tele de su cuarto para bajar a la calle a jugar. A jugar con un montón de compañeros terriblemente maleducados, seguro, pero ojalá mis hijos algún día jueguen así. Con esa imaginación inabarcable, con esas ganas, con esa inocencia que en el fondo tienen los críos más malhablados. Críos que se siguen empeñando en jugar en un mundo de locos, y que como el Niño Nuevo se escapan cada noche sorteando los restos de un salón destrozado por los adultos. Quizá sea eso lo que hace South Park. Quizá sea eso lo que seguimos haciendo nosotros.

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