Análisis de Splatoon 2
Caligrafía.
Salmon Run, uno de los añadidos de relumbrón de este Splatoon 2, es un modo horda de manual. En un principio, nuestro papel pasa por reproducir el día a día de una cuadrilla de trabajadores, un grupo de jornaleros sin contrato en regla ni plus de peligrosidad que deben enfrentarse a mil y una pesadillas para volver a puerto con un puñado de huevas en el petate. Lo de las pesadillas no es figurado: el grueso de las fuerzas salmónidas está compuesto de una masa informe de escamarras, salmoches y cenutrines, todos ellos seres razonablemente inofensivos unidos por su andar patizambo y su dudosísimo corte de pelo, pero eso es solo el principio. Porque el pez grande se come al pequeño, y según avanzan las rondas eso es exactamente lo que vamos a ver. Vamos a ver grandes serpientes de diseño modular que recorren el frente propulsadas por cien grifos de tinta letal, y colosos de varios metros de altura que proyectan un chorro del que nadie está a salvo, y salmones voladores que atacan con un par de morteros; vamos a ver sombreros explosivos y un maldito ser del abismo que surge de las profundidades y tiene la horrible costumbre de aparecer siempre desde el suelo que estamos pisando. Todos tienen sus nombres, pero no tardaremos en ponerles los nuestros: la torre, el gordo, el cabrón del paraguas. Cada uno de ellos suele dejar caer unas cuantas huevas al perecer, y superar la ronda es tan sencillo como agotar el cronómetro con un miembro de la escuadra en pie y el cupo de capturas completo: si el patrón pide cinco huevas habrá que llegar cinco veces cargado a la cesta, adoptando la forma de calamar y navegando por las vías de tinta que nos deje ese Vietnam firmado por Jackson Pollock. Como decía al principio, es un modo horda de toda la vida, uno en el que no desentonaría ver aparecer a un Locust de trescientos kilos riendo con voz socarrona cada vez que aprieta el gatillo de su lanzagranadas. Con la única salvedad, claro, de que puede jugarse en los pasillos de un aeropuerto mientras rezas por que el vuelo que esperabas continúe sufriendo problemas técnicos. A veces es refrescante sentirse como el chico de los anuncios.
Puede que su potencial para entablar conversación con desconocidos siga sin estar probado, pero es evidente que Splatoon 2 basa gran parte de su encanto en esa faceta de revisión portátil, y negar su peso sería una injusticia mayúscula. No me refiero solo a los gráficos: siguen siendo excelentes, por descontado, y observar como un chorretón de tinta naranja se desliza pared abajo reflejando la luz que se cuela entre dos plataformas móviles sorprende en sobremesa y maravilla en la palma de la mano, pero hasta ahora, hablando de Switch, nos hemos centrado solo en eso. En los gráficos de mayores en la mesa de los pequeños, y no en esas experiencias que hasta ahora solo asociábamos a un sofá y cantidades obscenas de comida china. Cacerías de monstruos aparte, Splatoon 2, o más concretamente ese Splatoon 2 que sacas de la mochila y conectas a la primera red disponible para librar un par de rondas y arañar otro par de niveles, representa el futuro. Y solo por eso está plenamente justificado.
El concepto de base sigue siendo estelar, pero en su estado actual Splatoon 2 es una tormenta de ideas geniales que sin embargo sufre para hacerlas valer por igual.
Puede que por eso las propias rondas sean tan breves, y que por el mismo motivo su jugabilidad sepa concentrar en un abrir y cerrar de ojos toda esa ensalada de épica, tensión y comedia involuntaria que siempre ha vertebrado el multijugador competitivo tradicional. En su vertiente online Splatoon 2 es, como ya lo era el original y a pesar de su tono simpaticote, una experiencia adrenalínica, un Quake de colorines en el que veinte segundos tontos bien pueden suponer un par de muertes y una partida perdida. Esto es así en absolutamente todos sus modos, pero quizá el que mejor sigue encarnando ese espíritu es la guerra territorial, esa frenética competición de salpicaduras que regresa prácticamente inalterada, porque lo que funciona es mejor no arreglarlo: la base del juego sigue siendo cubrir todo el terreno disponible con nuestro propio color, acudir raudo a repintar las zonas cubiertas por el contrario e intentar anotarse unas cuantas bajas por el camino. El punto de giro, claro, lo dan las armas, y una colección de niveles de los que personalmente destacaría las Torres Merluza, porque renacer con una visión panorámica del desaguisado y una posición elevada para arreglarlo siempre pone las cosas interesantes. Otros, como el Tiburódromo o el Puerto Jurel, ponen de manifiesto la clave de todo el diseño, una que de cuando en cuando se torna en debilidad: Splatoon sigue siendo un multiplayer orientado a las distancias cortas, las encerronas y las puñaladas por la espalda, y por los mismos motivos sigue siendo difícil sacarle partido a muchas de sus herramientas cuando se juega sin coordinación.
Evidentemente el matchmaking es una jungla, pero sucede algo muy parecido cuando juntas a unos cuantos amigos sin posibilidad de comunicarse. Hablaba en el avance, por ejemplo, de los snipers, y de cómo su diseño clásico y su elegancia en el desplazamiento explotaba con la nueva posibilidad de conservar la carga de cada disparo mientras nos transformamos. Lo sigo firmando, pero atreverse a sacarle partido mientras todo el mundo hace la guerra por su cuenta es otro cantar, y finalmente la opción sensata suele ser la de siempre: confiar en la enloquecida cadencia de disparo del aerógrafo pro, tirar de rodillo cuando nos sentimos especialmente generosos para con el equipo, o calzarse los atomizadores duales para recorrer los niveles enlazando volteretas y bajas como en una película de Chow Yun-Fat. Lo mismo sucede con esa nueva ametralladora portátil que convierte a quien sabe usarla en un ejército de un solo hombre, o con especiales como las minas deslizantes o el propulsor: aumentar el blindaje de todo el equipo temporalmente puede sonar tentador, pero sembrar la muerte mientras levitamos por el escenario es mucho más divertido. El concepto de base sigue siendo estelar, pero en su estado actual Splatoon 2 es una tormenta de ideas geniales que sin embargo sufre para hacerlas valer por igual. Quizá hubieran hecho falta más cambios estructurales, o un par de modos nuevos que supieran sacarle punta a todo lo que Splattoon 2 pone encima de la mesa. Quizá nos toque esperar.
Splatoon 2 sería mejor pudiendo jugar a cualquier cosa en cualquier momento, y las rotaciones forzadas nos siguen recordando por las malas que a veces los caminos de Nintendo son un puntito más inescrutables de lo que a todos nos gustaría.
Por fortuna, los que regresan siguen funcionando como un cañón. Es el caso de Pintazonas, Pez Dorado y Torre, el triunvirato de modalidades basadas en rango al que podremos acceder una vez superado cierto nivel. El primero vuelve a ser algo así como combate de territorios cronometrado y por parcelas, y en el segundo un captura la bandera en el que la bandera es un bazooka con la forma de una merluza. En cuanto a Torre, mi favorito personal, la idea vuelve a ser defender con uñas y dientes una posición móvil de un par de metros de altura ideal para duchar de tinta a los incautos que compitan por la posición, con la particularidad de que ahora hace paradas por el camino, algo fenomenal cuando se sufren problemas del corazón. Centrándonos en lo que hay y no en lo que podríamos echar de menos todo funciona estupendamente, y los enfrentamientos siguen conservando ese espíritu vibrante y amistosamente agresivo del modo original, dejando de paso algo más de cancha a mis adorados snipers. Si acaso, el pero de siempre: Perla y Marina son adorables, pero alguien debería acabar con su mano de hierro a la hora de decidir los horarios de modalidades y campos de juego. Splatoon 2 sería mejor pudiendo jugar a cualquier cosa en cualquier momento, y las rotaciones forzadas nos siguen recordando por las malas que a veces los caminos de Nintendo son un puntito más inescrutables de lo que a todos nos gustaría.
Por lo demás, la manera de enlazar todo este mejunje, de darle una coherencia interna, de construir un mundo y de seguir generando toneladas de fans por el camino continúa siendo para enmarcar: una plaza, un montón de tiendas de fusiles y complementos de moda y de nuevo Perla y Marina, grabando su programa tras una gran cristalera a la vista del público porque sí, porque esas cosas importan. Si a todo esto le unimos un sentido de la progresión ejemplar basado en decenas de chapitas que otorgan ventajas sutiles y conjuntan de fábula con nuestras nuevas bambas y a un tipo que se llama Adolfrito regentando un mostrador de multiplicadores de experiencia, lo que nos queda es lo de siempre: un juego en el que apetece quedarse a vivir. Un juego que incita a mejorar, y un desafío constante tanto en su vertiente online como en solitario. Sobre esta última, me temo, no podemos leer mucho más allá de lo que revelamos en este avance, pero podéis descansar tranquilos: puede que Nintendo le haya cogido el gusto a eso de salpicar tinta, pero sigue sin saber escribir con borrones.