Skip to main content

Avance de Splatoon 2

Nada en el tintero.

Desde el momento mismo de su anuncio, los destinos de este Splatoon 2 y de la versión Deluxe de Super Mario Kart 8 parecen haber recorrido caminos parejos. Pese a su condición de secuela directa, y al peso que descansa sobre los hombros de un equipo encargado de demostrar que el original no fue una anomalía y que los benjamines de la vieja Nintendo no son un reclamo publicitario, los paralelismos simplemente son demasiados. Por un lado está lo evidente: ambos títulos fueron éxitos fulgurantes dentro del catálogo de una consola que no compró nadie, y los dos cartuchos más inmediatos dentro de una escopeta que Nintendo parece decidida a disparar dos veces. Switch es, si todo sigue como hasta ahora y las líneas de producción son clementes, su oportunidad de brillar de cara al gran público, su baño de masas, y volver a presentarse al examen con la lección aprendida debería bastar. También son títulos que basan gran parte de su atractivo en una adaptación portátil, y títulos basados en el contenido: más pistas, más vehículos, más armas, más arenas, más camisetas y gorras. Ofrecer más de todo esto y echarse a dormir sonaba como la opción más sensata, y en ese sentido todo el material centrado en rodillos que ahora permiten salpicar en vertical y parejas de entintadoras que permiten dar volteretas no han ayudado demasiado: el nuevo Splatoon, pese a ese 2 con forma de calamar que adorna su portada, olía a Splatoon Deluxe, algo que tampoco hubiera sido necesariamente dramático. Sin embargo, con tres de los mundos que articulan su modo historia superados creo que es razonable echar mano de otro referente, uno que también lucía ese número en la camiseta. Hablo, claro, de Super Mario Galaxy 2.

Hay mucho de Galaxy en este Splatoon, o más concretamente en su vertiente para un jugador. Es fácil recordarlo cuando accedemos volando hasta un nuevo mundo, cuando aterrizamos en él y orbitamos la cámara estudiando el archipiélago de islas flotantes que lo componen, o cuando superamos cada uno de esos pequeños retos y un pequeño propulsor aparece en escena para catapultarnos hasta el siguiente. Son señas de identidad que nos maravillaron en Wii, y que repetían en su secuela, uno de los mejores juegos de la historia y un título al que nadie en su sano juicio se atrevería a acusar de derivativo. El motivo, de nuevo, estaba en el contenido, pero en uno que poco tenía que ver con las deportivas y los gorritos: Super Mario Galaxy contenía ideas, a cientos, a miles, y cada una duraba exactamente lo que tardaba en aparecer la siguiente. Era creatividad pura, y eso nunca se agota: continuar era tan sencillo como seguir encontrando nuevas aplicaciones a una base imperecedera. Splatoon 2 hace exactamente eso, y por eso merece la pena.

Supongo también que por eso es tan difícil dejar de jugar. Como Galaxy, como su secuela, Splatoon 2 insiste en desechar constantemente conceptos por los que otros matarían, y cada aterrizaje en un nuevo nivel (tres en el primer mundo, seis por cabeza en los dos siguientes, y hasta aquí podemos leer) se siente como desembalar un cartucho nuevo. El único punto en común es el objetivo, en la mayor parte de ocasiones un pequeño siluro eléctrico encadenado en algún punto del mapa, y un santo y seña que sigue pasando por reinterpretar los lugares comunes del shooter en tercera persona y devolverlos traducidos a tinta de colores y con sus posibilidades jugables multiplicadas. Así, hay elementos completamente nuevos y otros que se repiten, hay robots que devoran tinta y pasarelas que la absorben para desplegarse y globos que explotan tras un par de impactos y lo ponen todo perdido, pero solo son ladrillos con los que construir. Sobre ellos, y en recorridos que raramente alcanzan los diez minutos de duración, el juego edifica persecuciones, o tensísimos enfrentamientos de snipers, o misiones de sigilo de dos colores o complejos puzles basados en ventiladores e islas flotantes. Incluso la manera de acceder a cada desafío es un puzle en sí misma: cada mundo parte de un hub central, y de un ramillete de puntos de acceso escondidos que podrían revelarse, o no, si encadenamos un par de saltos calculados y entintamos bien la pared de enfrente.

Como en el original, la palabra clave es diseño, seguida muy de cerca de interacción. Splatoon 2, su campaña, es un conjunto de ideas geniales que unidas son mucho más, y un corazón de mecánicas realmente simples que parecen no agotarse nunca. Tomemos los railes, por ejemplo: podemos transitarlos a salvo en forma de calamar y desplazarnos a velocidad de vértigo de plataforma a plataforma, o adoptar la forma humana y recorrer el nivel grindando y vomitando metralla como lo haríamos en Sunset Overdrive. Puede que desde allí alcancemos un globo, y un globo rodeado de esponjas podría abrir caminos insospechados. De la misma manera, un devorador de tinta industrial puede suponer una inmensa amenaza, pero también la única salida si acertamos a subir a su chepa para guiarlo a chorrazos. Y así llegan los interruptores giratorios, y las esferas de transporte, y cien cosas más, porque Splatoon 2 se sienta constantemente en el barro para jugar con sus propias reglas. Tampoco muestra reparos en arrojarlas por la ventana cuando toca, y dividir, por ejemplo, ese gran siluro preso en ocho más pequeñitos para darle salsita a niveles de tipo deathmatch contra la inteligencia artificial. Y hablando de morir rápido, para el recuerdo quedan también los jefes, aunque por el momento solo podemos hablar de dos: una inmensa panificadora industrial y un samurái tentacular armado con un rodillo. Sobre su funcionamiento sí podría contaros cosas, pero no quiero ser ese tío.

Pero aunque Splatoon 2 intente ser todos los juegos en uno al final la cosa va de pegar tiros, y en las herramientas para hacerlo radica gran parte de la diversión. Aquí había que volcarse, y de nuevo el equipo no decepciona: sí, todas hacen más o menos lo mismo, pero en ese más o menos está la clave. Recordemos que hablamos de un juego en el que la cobertura facilita el desplazamiento y genera la propia recarga: Splatoon siempre se ha basado en el equilibrio, en las sutilezas, y cada una de las piezas del arsenal vuelve a ser una pequeña gran lección de diseño. El cubo, por ejemplo, claramente cubre el rol de la recortada: no cubre grandes distancias, pero desenfunda más rápido que nadie en los encontronazos, salpica un montón y nada dice te quiero como un litro de tinta roja en la cara. El atomizador dual, o la pareja de uzis para los amigos, combina su velocidad de respuesta con la capacidad de realizar volteretas hacia los lados o hacia delante, factor muy a tener en cuenta en labores de reconocimiento. El rodillo vuelve a ser el rodillo, aunque mucho ojo con la nueva salpicadura porque poder alcanzar a rivales lejanos lo convierte en un arma temible, y atención también a esa nueva minigun que sí, nos deja algo vendidos mientras cargamos pero podría convertirse en la favorita de los fans de las bajas múltiples. En cuanto al nuevo sniper, el turbofusil, qué decir: su manera de traducir el disparo a larga distancia en grandes vías de tinta que permitan alcanzar posiciones de tiro sigilosamente sigue siendo una pequeña poesía, y su renovada capacidad de retener el tiro cargado mientras nos sumergimos define casi a la perfección los principios y las intenciones de esta secuela.

Pero la cosa no acaba aquí. En absoluto. También hay armas secundarias, y blindajes de asalto, y terroríficos especiales que en la campaña encontraremos en cajas y que permiten, por ejemplo, levitar sobre el escenario sembrando muerte y colorines o adquirir unos cuantos blancos, disparar y olvidar. Hay granadas de mano y cortinas de tinta, pero también pequeñas esferas de pulverización que no matan pero molestan y un inmenso chorro que por algún motivo atraviesa paredes. Hay un montón de cosas, y por supuesto también hay tiendas de camisetas. Supongo que habrá quien prefiera centrarse en ellas, pero sería hacerle un flaco favor a un juego lo suficientemente seguro de sí mismo como para presentarse a esta reválida sabiendo que no necesita una gran revolución, sino cientos de revoluciones pequeñas.

También te puede interesar