Análisis de Splatoon 2 Octo Expansion
Sudar tinta china.
Comúnmente reconocida como una de las mejores películas de Kung fu de todos los tiempos, Las 36 cámaras de Shaolin es una fábula sobre el entrenamiento. Es un entrenamiento brutal, despiadado, y también una nueva vuelta de tuerca a esa mitología del viaje iniciático, del camino del héroe que, tras recibir unas cuantas palizas de campeonato y llevado en volandas por la sed de venganza, consagra cuerpo y mente al estudio y tras soportar las condiciones más duras imaginables emerge renacido al final de la cinta, preparado para el enfrentamiento final. Es Mark Lenders disparando trallazos contra las olas, es dar cera y pulir cera, es una narrativa que hemos visto en Rocky, en Dragon Ball, en Kill Bill, en Whiplash y en cierta película sobre un oso panda, una historia sobre el valor del esfuerzo y la disciplina que se ha contado mil veces y que la película de Chia-Liang Liu estructura de manera casi matemática: tras presenciar el asesinato de su padre a manos del sanguinario general Tien Ta un joven estudiante decide ingresar en un templo Shaolin con la intención de convertirse en un maestro de las artes marciales, y para hacerlo deberá superar las 35 (sí, solo 35) estancias del monasterio.
Dejando de lado las patadas en la boca, los extras con peluquín y el indiscriminado abuso de los efectos de sonido, esta Octo Expansion de Splatoon 2 responde exactamente a los mismos esquemas e incluso diría que busca la misma finalidad. No es otra que endurecernos, poner a prueba nuestros límites y nuestra entrega y enseñarnos Kung fu a golpe de bastonazos en la cabeza, descomponiendo cada técnica y cada secreto de la disciplina en una serie finita de pruebas que toman a reclutas timoratos e inexpertos por un extremo y tras un centrifugado a conciencia escupen maestros por el otro lado. Así, estas 80 cámaras de Splatoon funcionan como algo parecido a un glosario de armas y habilidades, planteando un circuito de pruebas de duración breve y estructura variable que no perdona a quienes lleven regular los ascensos por paredes verticales o no dominen los tiempos del cargatintas. Si queremos sobrevivir no podemos tener flaquezas, y aquí no vale dejarse asignaturas para septiembre; si queremos sobrevivir, deberemos convertirnos en el jugador total.
A nivel de diseño estamos ante un ejemplo más de la escuela Nintendo, un monumento a la idea de usar y tirar que propone niveles basados en railes o colchonetas con la misma naturalidad que enfrentamientos sobre plataformas destructibles o desafíos cronometrados que nos exigen reventar treinta globos, pero lo importante aquí es la dificultad: igual que pasaba en las estancias del monasterio, las diferentes pruebas de la expansión siempre se guardan un as en la manga, una pequeña dificultad extra o un obstáculo envenenado que nos lleve realmente al límite. De la misma manera que los monjes situaban cuchillas bajo los brazos del pobre aprendiz y le obligaban a cargar con cubos de agua o a reventar sacos de arena a cabezazos, aquí vamos a encontrarnos encerrados en esferas llenas de tinta solo para comprobar unos metros más tarde que el trazado del nivel está lleno de barreras giratorias que nos empujan fuera del escenario, o nos va a tocar lidiar con francotiradores colocados por el mismísimo Satanás que entorpezcan nuestra progresión por una serie de plataformas desplegables de timing absurdamente preciso. Los márgenes siempre son estrechos, el espacio para saltar siempre es ajustado, la diana a la que disparar siempre se encuentra en el límite del alcance del arma. Si una prueba concreta incorpora un cronómetro es señal inequívoca de que ya sería dura sin él, y nunca van a sobrarnos más que unas pocas centésimas. Si me golpeas una sola vez, me arrodillaré y te llamaré maestro.
No es lo que uno suele esperar de Nintendo. Pese a su aparente amabilidad, pese a esa estética amistosa y desenfadada que literalmente lo inunda todo de colores básicos y sustituye las metas y los anillos por calamares a la romana y pese a ese instructor implacable que en esta ocasión se llama Capitán Jibión y por algún motivo es rapero, que nadie se llame a engaño: Octo Expansion es una prueba de fuego, y en ocasiones resulta frustrante. Es muy sencillo enfadarse con un juego con una tolerancia tan baja al error, y querer mandarlo todo a la mierda cuando una partida perfecta se va al traste a segundos de la vitoria final porque un solo globo ha escapado fuera del alcance del lanzatintas. Peor aun: es muy sencillo enfadarse con un juego que, en ocasiones, disfruta planteando retos intencionalmente equívocos. Situando plataformas frente a nosotros a las que no podemos llegar por milímetros solo para descubrir unas cuantas muertes más tarde que ese no era el camino, o planteando cazas de objetivos contra el reloj que solo son resolubles siguiendo un camino concreto. No es algo que ocurra en todos los niveles, por supuesto, pero en lo personal me sorprende ver a Nintendo caer en ese tipo de dificultad basada en dejar al jugador sin posibilidades, u obligándole a bajar los brazos y dejar de jugar, un pecado capital, porque la situación ya no tiene remedio y es preferible esperar a que se consuma el tiempo. Voy más allá, y esto sí que pensé que no lo escribiría nunca: el trabajo de localización es como siempre adorable, pero es la primera vez que pierdo cuarenta y cinco minutos golpeándome contra un muro debido a una pista falsa fruto de una licencia del traductor.
A estas alturas supongo que haya gente asustada, así que puede ser un buen momento para hablar de una estructura general que de nuevo aprieta, pero no ahoga. Una estructura que, como corresponde a un chiflado y bastante intrascendente factor narrativo que sitúa la acción en algo parecido a un metro fantasma, divide y organiza estas pruebas en torno a líneas de colores a las que acceder mediante el mapa de transportes de nuestro ¿teléfono?. El truco está en que el metro cuesta dinero, y por eso a las puertas de cada estación encontraremos un torno que pondrá precio a cada intentona: 200 pepinopuntos (se llaman así, lo juro) para los test más sencillos de la línea A, 500 para esa maldita secuencia de supervivencia sin armas, 2000 para una estación final de dificultad salvaje que quizá nos permita abrir una nueva línea... es una traba más, un precio de matrícula que el juego utiliza para castigar con dureza el fallo pero también para dirigir nuestra progresión y asegurarse de que los atajos no salgan gratis.
El trazado de cada línea está dispuesto con inteligencia, y como en la vida real un trasbordo a tiempo puede ahorrarnos unas cuantas estaciones de paso hasta nuestros objetivos finales, cuatro intercambiadores que encierran las piezas que necesitamos para volver a la superficie, pero por norma general tomar el camino corto implica enfrentarse a pruebas más duras para nuestros reflejos y para nuestra cartera. Es una economía de riesgo y recompensa que a su vez devuelve ingresos más jugosos cuanto mayor sea el precio de entrada de la misión, y que incluso nos permite redoblar la apuesta: cada nivel, salvo contadas excepciones, puede afrontarse con una selección de dos o tres armas, e ignorar la recomendada para lanzarse a la acción armado con un inoperante rodillo reduce nuestras posibilidades pero permite embolsarse un dinerito extra si es que conseguimos salir victoriosos.
Todo está bastante bien calculado, y si una prueba en concreto se nos atraganta y nos quedamos sin liquidez siempre podremos volver sobre nuestros pasos e intentar hacer caja en estaciones más económicas. Además, y aunque resulte profundamente humillante, fallar dos veces consecutivas en cualquiera de las misiones desbloqueará la opción de superarla a golpe de talonario pagando una nueva cuota a Perla y Marina, que hackearán el sistema para asegurarse de que podamos pasar. Una mancha en nuestro expediente que dejará la estación en gris y uno de los "recuerdos" coleccionables inaccesible, pero que no debería preocuparnos demasiado salvo que planeemos presidir la Comunidad de Madrid.
Es un balón de oxígeno que no me avergüenza reconocer que he utilizado en dos o tres ocasiones: Splatoon 2 Octo Expansion es muy difícil, pero también demasiado imaginativo como para que salga a cuenta encallarse en la misma zanja durante más de unos pocos minutos. Hay demasiadas ideas, demasiado color, demasiados juegos pequeños encerrados en cada nivel como para no querer verlos todos. Es lo que impulsa a avanzar, aunque el amor propio y el orgullo herido puede que también tengan algo que ver. Por eso puede llegar a obsesionar, como los buenos juegos difíciles, y por eso encantará a ese tipo de jugador que no se arruga, que adora ponerse a prueba y que como en la película no tiene problemas a la hora de derribar muros a cabezazos cuando realmente busca vengarse. Esta expansión es para ellos, para los iniciados, para el experto, para quienes dominaron el juego hace tiempo, y si algo puede echársele en cara es no reservar ni un solo rincón para los simples mortales. Ese era el cometido de la cámara 36: acercar el Kung fu al mundo, enseñarle sus rudimentos a los civiles y los campesinos, a un gran público que simplemente no estaba preparado para encarar las otras 35. Por suerte esa cámara ha existido desde el principio, y su nombre es Splatoon 2.