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Análisis de Story of Seasons

De sol a sol.

La franquicia Harvest Moon regresa con un título no carente de encanto pero demasiado repetitivo a la larga.

Un buen día, una risueña granjerita se encaminaba de vuelta a casa tras finalizar la tarea matutina. Sobre su cabeza llevaba un cubo de leche recién ordeñada, y dentro de ella multitud de planes peleaban por captar su atención. Con tanta leche, pensaba la granjerita, tendré un montón de nata, que utilizaré para elaborar una deliciosa mantequilla por la que me pagarán muy bien en el mercado. Con los beneficios podré comprar unos cuantos huevos, que con el tiempo se convertirán en pollitos. Cuando crezcan, volveré a llevarlos al mercado, sacaré unos buenos cuartos, y me encargaré hacer un vestido nuevo, uno verde con lazos y tirabuzones, y las demás chicas se morirán de envidia. Todos se girarán al verme pasar, y el hijo del molinero no tendrá más remedio que invitarme a la fiesta mayor. Pero le diré que no, por lo menos al principio. Le miraré fijamente y negaré con la cabeza, "¡así!".

Probablemente a estas alturas el lector avispado haya reconocido la que es una de las lecturas fundamentales en la educación de cualquier infante. Hablo, claro, de la fábula de la lechera, esa tierna y aparentemente inofensiva introducción al capitalismo para niños que además de servir de recordatorio de los peligros que conlleva vender la piel del oso antes de cazarla, quiere la casualidad que sirva de descripción prácticamente milimétrica de la propuesta jugable de esta última entrega de la saga Harvest Moon. Sin quererlo, el bueno de Esopo escribió en el siglo VI antes de Cristo la mejor review posible del título de Marvelous Inc, por lo preciso en la descripción de sus mecánicas, y más aún por finalizar el cuento con una moraleja más certera que cualquier cosa que pudiera escribir un servidor. Todos sabemos lo que sucedía con el cuenco de leche tras la enérgica cobra que la granjerita propinaba al hijo del molinero, y la lección debería estar más que aprendida: distraerse pensando en el final del camino sin prestar atención a como lo recorremos suele traer consecuencias funestas.

En este caso, ese final del camino no viene representado por un bonito vestido con lazos y tirabuzones, sino por representar con precisión obsesiva todo el catedralicio entramado de transacciones y operaciones de compra-venta necesario para llegar hasta él. Y quien dice un vestido dice una nueva ampliación del establo, un puestito en el mercado o una regadera último modelo. Todo el juego es un tremendo entramado de elementos interrelacionados de una u otra forma, pequeños engranajes de un ciclo productivo que lleva invariablemente no a un resultado final, sino a producir más pasteles en menos tiempo para maximizar los beneficios, reinvertirlos, y vuelta a empezar. Es una rueda prácticamente infinita y en cierto modo carente de sentido, pero sin embargo funciona, igual que funciona en Civilization, en Sim City o en cualquier otro juego de gestión. Supongo que en cierto modo somos animales analíticos, y a todos nos gusta sentarnos ante un sistema que no funciona y buscar la manera de optimizarlo.

Siempre he pensado que a la hora de analizar un juego resulta interesante intentar el ejercicio de eliminar todo lo accesorio e imaginar su funcionamiento basado exclusivamente en cifras desnudas y polígonos sin texturizar. ¿Sería Star Wars Battlefront igual de efectivo sustituyendo los stormtroopers por señores de Huesca?. En este caso, y no sin cierta ironía, lo que nos queda tras eliminar los sacos de patatas y los bucólicos paseos por la campiña de Villarobledal es un palo con una zanahoria al final. Tras un pequeño tutorial se nos entregan las llaves de una modesta granjita, y cosecha a cosecha iremos amasando los recursos necesarios para convertir nuestra pequeña parcela en un imperio agropecuario con el que doblegar a la competencia, un variopinto grupo de adorables campesinos de ojos saltones que lo mismo nos piropean por ese pañuelo tan chulo como negocian cual perros de presa a la hora de adjudicarse la explotación de las tierras comunales.

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El juego sabe distribuir muy inteligentemente las diferentes metas volantes, y si queremos hacernos con ese nuevo cultivo necesitaremos vencer en la feria, produciendo mejores hortalizas gracias a un semillero que desbloquearemos tras vender un montón de tortillas elaboradas con patatas cultivadas con un abono de una calidad determinada. En todo momento tendremos sobre la mesa un objetivo claro, frecuentemente varios, y esa distribución de metas a corto plazo activa los mecanismos de la adicción de la misma manera que ha hecho toda la vida. O lo haría, si no pasara por alto un problema vital: que todos estos procesos, todas estas pequeñas tareas que apila constantemente una sobre otra, requieren de una intolerable cantidad de trabajo real.

Y hablo de trabajo en el sentido más estricto de la palabra. Tan estricto como levantarse a las seis de la mañana, ordeñar a las vacas, recoger la cosecha del día y regar uno por uno nuestros diecisiete sembrados de hortalizas de temporada, para posteriormente recorrer medio pueblo a caballo y repetir exactamente la misma operación unos kilómetros más allá. Son tareas que pueden tener su encanto en un primer momento, pero que sin duda pierden punch cuando el juego se empeña en estructurarse alrededor de repetirlas cientos de veces. Así, van pasando los días, y salvando ciertos eventos aleatorios o días señalados para festivales y concursos que aportan algo de variedad, o los cambios estacionales que nos obligarán a sustituir nabos por melocotones, el juego se instaura en un tedio basado en la repetición de las mismas rutinas ( cosecha-visita al pueblo-pesca-recolección-regadío y vuelta a empezar) que en cierto modo arruina el potencial de su faceta de gestión al hacernos ganar con el sudor de nuestra frente literalmente cada patata que la tierra nos da. Entiendo que la vida en el campo es así, y también lo es trabajar en una oficina, pero trasladar ambas cosas al videojuego de una manera tan literal no parece una buena idea, y me cuesta imaginar un Football Manager que nos obligara a recoger cada día los conos del entrenamiento.

Supongo que hasta cierto punto la propia saga es consciente de ello, y para aligerar un poco el asunto el juego vuelve a incorporar un componente social que al menos intenta funcionar como una vía de escape al trabajo de sol a sol. Y no me refiero al componente multijugador, estructurado aquí en torno al clásico sistema de visitar granjas de amiguetes y dejarse regalitos, sino a la interacción con el resto de habitantes, esos tiburones de las finanzas agrarias que, parece, también tienen tiempo para el amor. El problema, de nuevo, es que el ladrillo fundamental de la interacción con nuestros semejantes vuelve a ser la repetición, en la forma de constantes visitas y charlas clónicas con los que elevar un medidor de afinidad que podremos acelerar si acertamos con un regalo concreto en un día señalado. Así, si los cultivos necesitan de un regado constante y un abonado ocasional, nuestra vecina Eda necesita una palmadita en la espalda todas las mañanas y un pastel de calabaza el día de su cumpleaños. Parece que no soy el único que gusta de desnudar los elementos del juego hasta que sean cifras vacías, pero el problema es mayor cuando debería tratarse de personas. Cualquier sistema que las trate como barras y medidores es, por definición, un mal sistema.

Aun así, entiendo que puede tratarse de un problema de preferencias personales, y no me resulta tan extraño pensar en un tipo de jugador que pueda encontrar relajante acometer estas tareas con pausa, aprovechando sus viajes de metro para ver crecer poco a poco su imperio mientras se distrae en el trabajo pensando lo que hará cuando por fin consiga producir sus propias semillas. Al fin y al cabo, no sería la primera vez que millones de personas pierden la cabeza por cuidar de sus granjas virtuales, y entiendo que aquellos con un tipo especial de paciencia y una mayor tolerancia a la repetición puedan disfrutar de sus numerosas virtudes. Para los demás, y volviendo a echar mano de la sabiduría popular, reza el dicho que tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe. Y en este caso va muchas, muchísimas veces.

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