Análisis de Strafe
Infierno noventero.
Como en el Doom original, el protagonista de Strafe camina tan rápido que es casi cómico cuando uno se para a pensarlo. Pero el juego no tarda en enseñarnos que recorrer los niveles con prisa nos llevará a una muerte casi instantánea, y para sobrevivir al viaje que nos espera tendremos que tomárnoslo con algo de calma. Los escenarios, con su estética noventera y llena de polígonos, están repletos de enemigos que, si bien no son muy variados, tienen características lo suficientemente únicas como para determinar por completo el ritmo, la estrategia y las armas con la que nos aproximamos a ellos. No hay nada en el apartado visual de Strafe que no nos llene de nostalgia de los juegos de disparos de hace dos décadas, y presumiblemente fue este sentimiento el que hizo que su Kickstarter tuviese éxito hace ya tres años. Quienes apoyasen el proyecto buscando una versión renovada de Quake o Wolfenstein 3D probablemente estén satisfechos, porque la inspiración y la referencia impregnan cada centímetro de este juego.
Pero no estamos en el año 1996 sino en 2017, y en los pasillos estrechos de Strafe es fácil dejarnos arrastrar por la añoranza. Para que los gráficos low poly no nos hagan pensar que hemos viajado atrás en el tiempo, el título nos ancla al presente añadiendo un ingrediente a la mezcla que le encuadra en una tendencia más reciente: la dinámica roguelike, con muerte permanente y generación procedural, que hará que cada partida sea distinta, tanto en enemigos como en diseño de niveles y objetos.
En una primera aproximación, es fácil pensar que tiene sentido combinar esos dos géneros: el shooter y el roguelike. Sus premisas son diferentes, pero tienen en común algunos matices: son géneros que requieren cierta habilidad por parte del jugador y se basan en gestionar elementos del gameplay de una forma u otra. En los juegos de disparos solemos gestionar munición y salud, y en los roguelikes, además de la vida, obtenemos una serie de recursos que nos servirán para progresar en el juego, que en general aparecen de forma aleatoria en el escenario y necesitaremos saber optimizar para poder avanzar.
La cosa se complica cuando tras unas pocas partidas nos damos cuenta de que en Strafe la gestión y el balance de estos elementos es prácticamente inexistente y no está en nuestras manos en casi ningún momento. Comenzamos la aventura con demasiada munición como para tener que preocuparnos por ella durante, como mínimo, los tres primeros niveles, pero la salud es tan escasa - sólo nos aparecerá ocasión de reponer una pequeña cantidad aleatoria de ella en un único punto de cada nivel - que cuando se te arrebata, es difícil no asumir esta pérdida como algo permanente. De este modo, una buena parte de las situaciones a las que nos enfrentamos sólo pueden solventarse con nuestra habilidad. No tiene ningún sentido intentar asesinar más enemigos para que nos recompensen con algo de vida que nos permita seguir adelante un rato más, porque estos drops simplemente no existen, y hay poco o ningún aliciente para librar más enfrentamientos de los necesarios.
El principal problema del título es que se esfuerza en introducir el elemento procedural cuando no tiene ninguna necesidad de hacerlo.
Esta dinámica hace el juego mucho más exigente, pero de una forma que no está bien entendida. Porque la absoluta falta de recursos durante la partida, y la gran cantidad de situaciones casi insalvables que nos encontraremos por una mala pasada del posicionamiento de enemigos o la estructura de niveles crean en el jugador una sensación de frustración ante la muerte, que en innumerables ocasiones no se percibe como si fuese culpa tuya, sino del juego. Ha sido él y no tus errores los que no te han dado posibilidad de seguir adelante. En un juego en el que los pasos en falso se pagan tan caros porque cada fin de partida nos devolverá al principio y eliminará nuestro avance, que las muertes se sientan injustas es prácticamente imperdonable, porque de este modo el jugador no aprenderá nada de ellas: al fin y al cabo, no había nada que pudiera haber hecho distinto.
En esencia, el principal problema del título es que se esfuerza en introducir el elemento procedural cuando no tiene ninguna necesidad de hacerlo. El diseño aleatorio de niveles, emplazamientos de objetivos y mejoras no aporta prácticamente nada y tan sólo funciona en detrimento de una experiencia que, de otro modo, mejoraría sustancialmente. Con niveles prediseñados, con una estructura más cuidada y coherente y más interesantes de explorar, y enemigos y objetos posicionados estratégicamente, no adolecería de la falta de motivación para seguir jugando que nos causa con sus muertes arbitrarias. Al final, la introducción del género roguelike en este título solo consigue que el jugador sea más conservador de lo necesario y no quiera arriesgarse a experimentar en un juego en el que experimentar es una de las cosas más interesantes que puedes hacer.
Porque, en realidad, Strafe es dichosamente divertido de jugar. Las armas y el gunplay, si bien son algo limitadas al principio, se hacen más interesantes conforme progresas y puedes aprender a combinar las diferentes modificaciones. En lo que a ritmo respecta, el juego equilibra bastante bien las situaciones controvertidas con los momentos de relativa calma, y la atmósfera oscura y opresiva, como si hubiésemos descendido al mismísimo infierno, añade cierto dramatismo a las ya de por sí teatrales ejecuciones de nuestros enemigos.
Strafe es un juego imperfecto que nos deja entrever pequeños fragmentos de lo que aspiraba a ser: algo frenético, brutal y adictivo que nos hiciese sentir como si estuviésemos jugando a Doom por primera vez.
Hay que concederle a Strafe que sí hay un aspecto que del género roguelike que sabe desarrollar con muchísimo éxito: la casi absoluta opacidad respecto al funcionamiento de sus mecánicas. Estamos hablando de un tipo de videojuego pensado para jugarse muchísimas veces seguidas, que reutiliza y reconfigura sus elementos constantemente, así que una de las herramientas que usa para mantener el interés es no explicar absolutamente nada. Ni cómo funcionan las armas, ni para qué sirven las mejoras, ni cómo se desbloquean las habitaciones secretas (o el hecho de que éstas existen, siquiera). Cada partida nos lanza a un universo nuevo y desconocido que tendremos que desentrañar poco a poco, y conforme progresemos comenzaremos a ver patrones y referencias, a extraer significado de símbolos o señales que antes no significaban nada para nosotros. En este sentido, el título toma bastantes riesgos: hay armas ocultas y algunos minijuegos dentro del propio Strafe, e incluso un modo de juego secreto que sólo se desbloquea ejecutando una acción específica dentro de una de las pantallas - que, a juzgar por los logros de Steam, algo menos del 30% de los usuarios han encontrado - y que ha terminado resultándome mucho más satisfactorio de jugar que el modo principal.
Y es en ese tipo de instantes, en los segundos de fascinación tras descubrir un secreto, o cuando terminamos de limpiar un nivel de enemigos por completo y la música da paso al silencio, donde Strafe nos deja entrever pequeños fragmentos del juego que aspiraba a ser: algo frenético, brutal y adictivo que nos hiciese sentir como si estuviésemos jugando Doom por primera vez de nuevo. Y lo que ha terminado siendo es un juego imperfecto que, incluso estando deliberadamente diseñado para no ser bonito sino macabro, nos deleita con momentos de belleza inesperados. De esos que te hacen pararte a reflexionar durante un instante y pensar que "wow, este juego es divertido de verdad" y lamentar un poco que sus defectos y unos cuantos fallos de performance puedan hacerlo inaccesible para la mayoría.