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Análisis de Super Mario Maker 3DS

El árbol y el bosque.

Eurogamer.es - Recomendado sello
Como port es incontestable, pero la falta de un modo para subir niveles a Internet limita al que podría haber sido el Mario Maker definitivo

La muerte de Kurt Cobain fue una desgracia que sacudió a toda una generación. Tras permanecer cerca de tres días tendido en el suelo en la soledad de su casa de Seattle, el cadáver de uno de los mayores talentos de la historia de la música moderna era descubierto por un instalador eléctrico una mañana de la primavera de 1994, y a las pocas horas los adolescentes de medio mundo lloraban desconsolados, intentando sin éxito encontrar una explicación. Las causas concretas de su muerte continúan siendo un misterio y hay teorías para dar y tomar, aunque para entender los motivos por los que un tipo que lo tenía todo podría decidir volarse la tapa de los sesos con una escopeta de caza no hacía falta ir muy lejos: a unos cuantos centímetros del cuerpo, una nota de suicidio garabateada apresuradamente en un papel levantaba acta de un descenso a los infiernos alimentado por la necesidad de crear, de seguir escribiendo música, y la incapacidad para seguir sintiéndola sincera. "Yo no soy Freddie Mercury", escribía Cobain, al intentar explicar el rechazo que le provocaba subir al escenario a defender sus temas delante de miles de personas que le admiraban por los motivos equivocados. Es una problemática, la de la creación como necesidad y el público como validador de esa misma creación, que se ha abordado innumerables veces en el propio arte, y ejemplos como el reciente The Beginner's Guide o la imprescindible Amadeus de Miloš Forman han arrojado más luz sobre el tema que cualquier cosa que humildemente pudiera escribir yo aquí.

Sin embargo, y por no alejarnos de la figura de Cobain, me gustaría poner sobre la mesa otro ejemplo que viene al pelo: hablo de Last Days, la libérrima adaptación cinematográfica con la que Gus Van Sant intentó aproximarse a los últimos día de vida de la estrella, y concretamente de su escena más recordada. En ella, y tras despachar con unos cuantos gruñidos apenas audibles a un compañero que le pedía consejo sobre una chica, un Michael Pitt en las últimas arrancaba de cuajo un par de cuerdas de su guitarra e improvisaba, en total soledad, una de las canciones más desgarradoras de la historia del cine, respondiendo por el camino la eterna pregunta: ¿Si un árbol cae en el bosque y no hay nadie para oírlo, realmente hace algún sonido? Super Mario Maker, o más concretamente su versión para 3DS, es esa canción. Puede que no esté pensado para jugarse en batín y con el pelo cayendo en caóticos mechones sobre la cara, pero en su forma portátil hablamos de una potentísima suite de creación, una traslación prácticamente directa del original a la que sin embargo alguien ha decidido arrancarle un par de cuerdas, segando de raíz la posibilidad de compartir el fruto de nuestros desvelos con el mundo exterior. Es una guitarra pensada para tocar en soledad, una fábrica de estatuas de hielo que nos da todas las herramientas para expresarnos pero a la vez no nos permite hacerlo, o al menos no nos permite llegar a un público mayor que aquellos con los que podamos conectar de manera directa. Porque sí, en el ajustadísimo salto hacia esta nueva plataforma Mario a topado con algo y ha aterrizado más pequeño, perdiendo la posibilidad de subir mapas a Internet, y planteando por el camino unas cuantas preguntas interesantes.

La más evidente empieza a tomar forma en tu cabeza a los pocos minutos de trastear con su editor de niveles, una colección de herramientas que pese a haber perdido alguna de sus características y cameos más exóticos debería ser más que suficiente para cualquiera que pretenda hacer niveles mínimamente serios y no comedietas del todo a cien. Y precisamente por ahí viene la cosa: ¿Es realmente necesario compartir para que tenga sentido crear?. Voy más allá: ¿Hasta qué punto el factor Internet no viciaba la gran mayoría de las creaciones del original?. Como sabrá cualquiera que le haya dedicado unas cuantas horas a este, o más concretamente a bucear entre la miríada de mapas creados por la comunidad, sabrá que uno de los mayores problemas que acarrea un Mario hecho por la gente es que normalmente la gente es como es. En que en la competición por los favoritos y las estrellitas, el impulso creador suele perder la partida frente a la chincheta en la silla del profesor, que en términos jugables viene a ser ese foso infinito que navegamos subidos a una plataforma de un píxel mientras cien cañones alados disparan goombas en llamas. Quien eche de menos ese tipo de creaciones no debería temer, porque por fortuna la posibilidad de descargar niveles de la versión madre sí está de vuelta, pero el nuevo escenario descarta el factor gamberro y deja al jugador a solas con la página en blanco: nadie va a hacerse famoso, pero quien realmente haya sentido alguna vez el impulso de sentarse a crear niveles también va a tener muchas menos distracciones innecesarias.

Por eso, y aunque pueda parecer que intento hacer pasar una feature eliminada por una buena noticia (nada más lejos de mi intención), puede que mirando el lado positivo hayamos salido ganando. Porque más allá del propio editor, el núcleo jugable a largo plazo de la versión de Wii U pasaba sí o sí por una sartenada de bromas pesadas, reproducciones a escala del sprite de Bowser y niveles autojugables que podían hacer mucha gracia, pero en absoluto juegan en la misma liga que los cien niveles de verdad que Nintendo ha precocinado dentro de esta versión portátil. Ahora por fin es posible encender la consola y pasar varias horas seguidas jugando a cosas bien hechas, y tras comparar las dos experiencias es imposible no sentir un renovado respeto por las mentes detrás de esos sopletes sincronizados y esos saltos milimétricamente medidos. Sí es verdad, sin embargo, que pese a tratarse de una colección de obras de ingeniería que podrían mirar sin ruborizarse a cualquier nivel de cualquier título canónico se aprecia en todas ellas un marcado carácter didáctico, y también que a causa de ello, y de la necesidad de mostrar las posibilidades que ofrece el modo de creación, en ellas abunda una tendencia a frivolidad y el Koopa hiperdimensionado. Aun así, el reto que supone superar sus 18 mundos ya justifica cualquier inversión, y más si tenemos en cuenta que después vienen las medallas, esos dos desafíos (uno de ellos es siempre un secreto) que encierra cada nivel y que obligan a pensar las cosas desde una perspectiva diferente: puede que sea el truco más viejo del libro, pero en esta ocasión su finalidad no es solo alargar la vida útil del juego, sino también servir como notas a pie de página. ¿Has entendido el nivel? Ahora intenta superarlo sin retroceder ni una sola vez.

Y si las medallas y los secretos no son suficiente acicate para lanzarnos una vez mas al rescate de la princesa, puede que el nuevo sistema de desbloqueos ponga las cosas más interesantes. Un sistema con el que, a diferencia de la entrega original, Nintendo nos dice que confía en nosotros, entregándonos tras cada mundo superado un nuevo set de herramientas de creación sin obligarnos a punta de pistola a pasar unos cuantos días practicando con lo que ya teníamos. Supongo que se trata de una decisión cuestionable, porque los resultados dan pie a pensar que Nintendo tenía parte de razón entonces, pero qué queréis que os diga: pegarse un buen atracón de Mario y encontrarse a la salida con un montón de nuevos juguetes es mi definición de la felicidad, y poder elegir desde un buen principio el skin de Super Mario World da mucho gustito. Así, hacerse con un conjunto de instrumentos a la altura de las circunstancias no lleva ahora más de un par de horas (desbloquearlo absolutamente todo es otro cantar), y el que se aproxime al juego centrado sobre todo en su apartado creativo no se ve obligado a jugar demasiado para poder levantar niveles interesantes. Todos salen ganando, aunque pronto topamos con el verdadero muro, uno mucho más escarpado que cualquier enemigo final: nuestra propia mediocridad.

Porque hacer buenos niveles es difícil, extremadamente difícil. No construirlos, porque el editor vuelve a ser a prueba de manazas y es sorprendente la cantidad de vueltas de tuerca que admiten sus reglas sin requerir no ya una línea de código, sino ningún input más complejo que sacudir una tortuga en el aire: hay enemigos voladores con diferentes patrones, y raíles, y curvar sus trayectorias no implica más que un toque de stylus; también hay tuberías que llevan a zonas secretas, e incluso puertas que comunican con otras puertas y se identifican mediante símbolos en sus pomos; por haber, incluso hay efectos de sonido para que podamos recompensar al jugador que supera un salto puñetero con una lluvia de vítores nada más tomar tierra. Hay de todo, aunque el verdadero desafío vuelve a ser usarlo con tino, y es ahí donde entran las lecciones: un curso de choque impartido por Yamamura el palomo, que pese a resultar exactamente igual de fascinante como suena termina antojándose corto. Hay un total de diez lecciones, cada una dividida en fase básica y avanzada, y solo en estas últimas está la verdadera chicha: los consejos, los truquitos, y todos esos principios de diseño que van más allá de cómo colocar un bloque y te hablan de por qué colocar un bloque. Supongo que quedarse con ganas habla a favor de lo jugosos que resultan, pero sin duda había material para más.

Y ya que hablamos de lecciones, seguramente sea esa la más importante que nos han enseñado hasta ahora estas dos versiones de Mario Maker: que, como le sucedía al maestro Salieri, no basta con sentir la imperiosa necesidad de crear, sino que también hay que tener el talento para hacerlo. Por eso, y porque hemos dejado fuera la posibilidad de limitarse a sacar la lengua a los coches desde la ventanilla del autobús, creo que este Mario Maker es un arma poderosísima, pero solo en las manos adecuadas. Las manos de aquellos con verdadero talento como para no frustrarse, y también con las suficientes ganas como para sentarse en una silla, tomar su instrumento y, en soledad, someterse al juicio más duro de todos: el de uno mismo.

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