Análisis de Super Mario Maker
Do it yourself.
En los primeros meses de 2013 un equipo de diseñadores liderado por Robin Rath, por entonces ya un veterano en la industria con más de 12 años de experiencia, lanzaba en Kickstarter un proyecto que se hizo instantáneamente con los corazones de todos los que hemos crecido con un pad en las manos. El experimento se llamaba Pixel Press, y la idea que lo movía era una de esas que asustan de puro sencillo, una obviedad tan evidente que se sentía como una pequeña deuda para con los jugadores en la que la industria no había reparado y que por fin alguien venía a llenar. Armado únicamente con unas cuartillas, unos lápices de colores y la cámara de una tablet, aquel prototipo nos permitía recrear nuestros propios niveles de un juego de plataformas, olvidándose de complejos tutoriales y complicadísimos sistemas de rutinas y triggers para atacar directamente una realidad tan cierta como encantadora: las versiones alternativas de Super Mario 3 que todos hemos recreado en los márgenes de nuestros libros de ciencias naturales.
Evidentemente, la campaña fue un éxito fulminante, y hoy Rath lidera una pequeña startup tecnológica que toma el nombre y la filosofía de aquel prototipo para crear experiencias de juego creativo que estimulen ambos hemisferios del cerebro de los más pequeños. Un caso de éxito de manual basado en la certeza de que todos los niños del mundo han soñado en algún momento con dedicarse a crear videojuegos, y que contrasta enormemente con esos documentales a medio camino entre Bambi y La Lista de Schindler que muestran el desarrollo independiente como un infierno de sueños rotos, facturas apiladas y hamburguesas de un dólar a medio comer. A fin de cuentas, todos hemos oído hablar de esa estampa de un joven Miyamoto sudoroso y descamisado, fumando paquete tras paquete encerrado en su cubículo mientras trataba de sacar adelante Super Mario Bros. Las cuartillas y los lápices de colores eran los mismos, así que habrá que buscar la explicación en otra parte. Schiller escribió que el trabajo nace de la privación, y cuando todas las necesidades están satisfechas y la vida brota a borbotones, entonces llega el juego. Más tarde, en 1985, el pensador anarquista Bob Black lo expresó de una manera mucho más elocuente: mientras los trabajadores de la granja se parten la espalda en los campos, sus jefes con aire acondicionado se pasan el fin de semana cultivando tomates. Realmente, es tan simple como eso.
Y ese es precisamente el regalo que nos hace Nintendo con Super Mario Maker. El de convertirnos en uno de sus trabajadores, entregándonos las llaves del cubículo de Miyamoto, sin tener que preocuparnos en ningún momento de pagar las facturas o presentarnos a las ocho de la mañana para fichar. En lugar de celebrar el treinta aniversario de su icono más legendario con una ración de merluza en la forma de ese Super Mario Universe que no sabemos si llegará, la compañía ha decidido enseñarnos a pescar, y aunque en cierto sentido nos hemos quedado con hambre, poniendo las cosas en perspectiva puede que hayamos salido ganando. Como todos y cada uno de los títulos en que se basa, y que han elevado la franquicia al estatus de merecer semejante homenaje, Super Mario Maker vuelve a ser un ejercicio de diseño puro, que deja en nuestras manos la labor de crear la magia para aplicar su visión y su claridad de ideas en ofrecernos un conjunto de herramientas de una simplicidad suficiente para, esta vez sí, acercar el sueño de crear videojuegos a cualquiera con un mínimo de ilusión, dos manos y cinco minutos libres. Es una traslación del concepto de Rath a una tablet que parece haber nacido únicamente con este propósito, y aunque el juego incorpora un breve manual (de lectura imprescindible, pero por motivos bien distintos) y unos cuantos vídeos explicativos, basta la simple curiosidad y las ganas de tocar botones, de probar combinaciones, y en definitiva, de enredar, para eliminar cualquier tipo de barrera. Se me ocurren pocas definiciones de juego más certeras que esta.
Todo en el editor es físico, inmediato, y ante todo increíblemente autoexplicativo. Si queremos una hilera de bloques, no habrá más que pintarla con el stylus. Si uno de ellos debe contener una flor, la arrastraremos dentro, y si preferimos un champiñón volador, colocarlo en su lugar de partida y plantarle un buen par de alas será más que suficiente. Un toque al botón de play lo pondrá todo en movimiento, y otra simple pulsación transportará el mundo a cualquiera de sus cuatro versiones (Mario clásico, Super Mario 3, World y New Super Mario) con sus inercias y movimientos correspondientes. En este sentido, el juego se beneficia enormemente de compartir con el jugador una gramática y un set de reglas universales y grabadas a fuego durante tres décadas, abriendo por el camino aún más espacio para la experimentación. Porque una vez tras las bambalinas, todos sabemos que las tuberías pueden esconder plantas piraña, pero ¿y si queremos que escupan monedas?.¿Qué sucederá si juntamos un Goomba y un champiñón?. Lejos de limitarse a seguir religiosamente sus propias reglas, el juego parece disfrutar de su condición de fiesta de aniversario, poniéndose constantemente la corbata en la cabeza para ofrecer un festival donde lo mismo cabe un cañón que dispara tortugas que una torre hecha de Bowsers, y que se dsuelta el pelo con los disfraces para permitirnos recorrer los niveles encarnando a otros personajes míticos de Nintendo, incluyendo entre ellos al bloque de interrogación. Es un ambiente festivo que sin duda apetece, pero que a la larga, y aquí empiezan las malas noticias, puede convertirse en el mayor de los torpedos apuntados a su línea de flotación.
Porque como padres orgullosos que somos, una vez puesta a punto nuestra criatura llegará el ansia por enseñársela a todo el mundo, y esta vez en un sentido absolutamente literal. Tras un pequeño trámite que nos exigirá demostrar a los mandos que el nivel es realmente completable, un par de toques de stylus nos permitirán compartir el juego con la comunidad, mediante un sistema de una sencillez envidiable que demuestra que poquito a poquito Nintendo va aprendiendo como funciona ese asunto de Lo Social. El número de niveles a compartir es limitado, y será la propia interacción de los usuarios la que decida cuales permanecerán accesibles y cuales deberían volver a la mesa de dibujo, creando un juego de interacciones de lo más adictivo que nos verá abriendo cada día la pestaña de notificaciones ansiosos de recibir nuevos comentarios sobre por qué esa plataforma llena de Goombas no acaba de funcionar. De la misma manera, el verdadero núcleo de nuestras horas de juego real vendrá del mismo lugar, y aunque existen unos cuantos niveles prediseñados y algunos desafíos relacionados que estaría feo desvelar, la verdadera chicha estará en el testeo de niveles ajenos en busca de nuevas ideas y alguna joya atemporal. Y es entonces cuando, asomados al gran abismo de Internet, recordaremos un instinto tristemente humano, que es el que impulsa la gran mayoría de las creaciones que encontraremos en el bazar: el de dejar un chicle pegado en el asiento del autobús.
Es ese gusto por la gamberrada, ese escribir chistes guarros en la puerta del baño y sentarse a esperar que pase el siguiente, el que unido a la flexibilidad de reglas que comentábamos antes acaba resultando en un grueso de niveles de una dificultad desmedida, más preocupados en colocar catorce Lakitus sobre un manantial de lava que de plantear puzles interesantes o un reto mínimamente medido. Evidentemente hay de todo, y entre los niveles más votados podemos encontrar virguerías como niveles que se juegan solos, reinterpretaciones del shoot em up o recreaciones a escala de la Master Sword, pero en general las listas aleatorias son una jungla que si algo trae de positivo es poner de relevancia el verdadero reto que encierra este Super Mario Maker: crear un nivel que, más allá del artificio y la vuelta de tuerca desmelenada, pudiera formar parte de alguna entrega oficial.
Un reto que puede llegar a obsesionarnos, y que hace del juego el testamento definitivo para poner en valor el verdadero genio de la compañía y el arte que encierra el diseño de niveles como disciplina. Si decidimos ponernos el mono de trabajo y portarnos bien, el juego es un manantial incesante que nunca termina de dar, y la posibilidad de alternar en cualquier momento entre editor y juego real ofrece las herramientas de sobra para, iteración tras iteración, salto tras salto, ir puliendo cada pequeño detalle hasta conseguir algo que realmente nos haga sentir orgullosos. Es una manera de entender el juego que viene reforzada por una decisión que sin duda levantará ampollas, la de limitar los elementos y skins disponibles desde un principio para irlos desbloqueando a lo largo de un total de nueve días. ¿Nintendo llevándonos de la mano de nuevo?. Es posible, pero antes de volar uno debe aprender a caminar.
Al final, todo se reduce a una cuestión de responsabilidad. Nintendo nos ha regalado algo parecido a la chispa de la vida, y lo que creemos con ella depende única y exclusivamente de nosotros. Y si algo nos ha demostrado Internet, y los speedruns, y las wikis, y los vídeos de señores terminando Dark Souls con una tostadora, es que además de crear monstruos innombrables posee la capacidad de organizarse sola, y afrontar cualquier reto obteniendo un resultado inesperado en un plazo mucho más inesperado aún. Por eso podemos estar seguros que dentro de alguna de las copias de Super Mario Maker, en algún pueblo perdido de Ohio, se encuentra la verdadera continuación de Super Mario World. Y eso no pasa todos los días.