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Avance de Super Mario Party

Aunque me haya roto la pierna.

Como sabrá cualquiera que haya intentado llegar hasta un chiringuito playero acompañado de un par de primos y una balsa neumática, hay pocas actividades de cooperación más abocados al fracaso que el remo sincronizado. Supongo que ahí está la gracia, y supongo también que por eso vimos un ejercicio similar en el reciente A Way Out y lo vemos hoy en una de las modalidades secundarias que estructuran Super Mario Party, un juego que podría parecer en las antípodas de la aventura carcelaria de Hazelight pero que sin embargo bebe de los mismos principios de diseño: retorcer los moldes del cooperativo tradicional, plantear ideas de usar y tirar que mantengan la fiesta animada al otro lado de la pantalla y sobre todo insistir en la comunicación, el error y la colleja a destiempo como pilares de la diversión. Con ambos lados de la embarcación en manos de remeros inexpertos (la pareja protagonista en el caso de la secuencia de los rápidos de A Way Out, hasta cuatro jugadores idealmente borrachos en el que nos ocupa), un inmenso pedrusco en mitad del camino y una corriente suficientemente rápida como para acelerar la toma de decisiones, elegir entre el camino de la izquierda o el de la derecha y posteriormente ejecutar el plan sin fisuras no solo resulta mecánicamente elegante, sino que trabaja el mismo tipo de comedia compartida e involuntaria que el típico cruce entre dos desconocidos que caminan en direcciones opuestas y no saben hacia qué lado apartarse. Yo al menos me río con ganas cada vez que me sucede en la calle, así que en Nintendo no deben de ir desencaminados.

Es cierto que en principio se trata de una modalidad menor, de un pequeño aperitivo que simplemente busca organizar los minijuegos de una manera más inocente y directa y que palidece frente al verdadero rey de la fiesta, un modo principal que como de costumbre plantea unos cuantos tableros y bebe directamente del juego de mesa tradicional, pero si he decidido empezar por aquí es porque Torrente de Aventuras, que así se llama la modalidad, encapsula en cierto modo toda la filosofía que alimenta la serie. Lo hace ante todo por lo obvio, por entender que la diversión no debe detenerse nunca y que en una fiesta promedio el activo más voluble es la atención del espectador: una simple lista de minijuegos implica tiempos muertos inaceptables, y a falta de dados, tenderetes y casillas sorpresa qué mejor que amenizar el proceso de decisión con bifurcaciones que convierten el descenso en una suerte de Out Run en la que cada participante tira del volante a la vez. Y es justo ahí, en el caos y las confusiones aseguradas, donde reside el verdadero germen del juego y el motor de la práctica totalidad de las pruebas que están por venir: tanto a bordo de la balsa como de vuelta a los minijuegos, la colaboración solo es otra forma de competir.

Me arriesgaría a decir que así funcionan todos y cada uno de los desafíos colaborativos que tuvimos tempo de probar, los que amenizan nuestros paseos en barca y también los que de cuando en cuando rompen la agresiva competición de la modalidad principal. En el segundo caso la cosa suele ser asimétrica, con un solo competidor en ligera ventaja enfrentado a un equipo de tres que intenta, por ejemplo, gobernar sin éxito una aspiradora menos potente que a cambio cuenta con tres mangueras, pero los principios son equivalentes, y siempre se basan en crear un caldo de cultivo idóneo para la confusión: Minería de Riesgo nos pide dirigir una carretilla empujando desde sus cuatro extremos a través de una gruta llena de plantas carnívoras y escapes de gas, Pesca Sincronizada plantea un caudal variable de pececillos y una red que solo asciende si los cuatro participantes realizan el gesto de manera simultánea, y Laberinto de Cristales le lanza un guiño a Bomberman diseminando las piezas del puzzle en diferentes corredores e impidiendo que dos personajes puedan atravesar el mismo pasillo a la vez.

También hay retos más reposados, pero incluso la aparentemente inocente prueba de memorización de naipes que propone As de la Memoria se convierte pronto en una guerra fratricida porque este as de picas lo había visto yo primero. De ahí los equívocos, los tropiezos y los errores que dan al traste con el trabajo de todo el equipo, aunque todo en Super Mario Party tiene una lectura positiva al final: el juego nos pide constantemente que nos arranquemos la piel a tiras, pero también nos permite ganar un pequeño bonus si al final de una ronda exitosa todo el equipo asciende los mandos para chocarla. Parece una tontería, pero solo un auténtico desalmado podría negarse.

Son alianzas que no duran, y lo mismo sucede, ahora sí, con una modalidad principal que como de costumbre pasa el diseño clásico del parchís o la oca por una coctelera que incluye dados modificados, desvíos por tuberías y por supuesto champiñones para avanzar unas cuantas casillas extra, porque al fin y al cabo estamos hablando de Mario. También hay un montón de tableros temáticos, aunque por exigencias del guión la sesión de prueba se limitó a diez rondas sobre el terreno de Paraíso Megafrutal, un archipiélago de islotes en forma de piña o sandía que situaba cuatro grandes masas de tierra en cada esquina del tablero y un par de puentes colgantes al centro, asegurando la libre circulación de los participantes hasta que un derrumbe fortuito o un calamar cabreado cortaban dicha comunicación.

Los minijuegos vuelven a permitir lucirse a una Nintendo tan sobrada de ideas como de costumbre

El levolution al estilo Nintendo, una nueva variable que contemplar y sobre todo una nueva fuente de confusiones y vuelcos en la clasificación de cara a un podio final que vuelve a medirse en monedas y estrellas: las segundas son las que realmente cuentan de cara a hacerse con la partida, y las primeras permiten hacerse con unos cuantos ingenios de apoyo si es que tenemos la suerte de caer en una de las múltiples tiendas y, en última instancia, comprar las susodichas estrellas. No hay una meta como tal, ni otro objetivo que no sea perseguir a Toadette, la portadora de las estrellas, hasta que un encuentro exitoso nos permita desembolsar diez monedas, subir un tanto a nuestro marcador y volver a barajar la posición de la comerciante. Suena sencillo, pero como de costumbre hay un montón de sistemas dispuestos a alterar la ecuación en nuestro beneficio si actuamos con inteligencia: casillas que nos permiten robar estrellas a nuestros competidores, tuberías doradas que nos teleportan a una posición cercana a cambio de un precio y, como no, los dados de seis caras que mencionábamos antes y que lo mismo podrían incluir cuatro seises que un par de caras que no adelantan ni una casilla y de propina nos restan monedas.

Así se definen los personajes, y un sentido del riesgo y la recompensa propio del rol de tablero que nos permite jugar de manera conservadora o apretar en los momentos finales con dados delirantemente trucados. Hay muchos factores más, pero quizá sea el momento de volver a poner el foco sobre el ingrediente principal de la mezcla, unos minijuegos que además de servir como principal fuente de ingresos para el competidor más habilidoso vuelven a permitir lucirse a una Nintendo tan sobrada de ideas como de costumbre. Los estrictamente competitivos dejan momentos para el recuerdo, como un extraño billar con imanes o una versión de los San Fermines que sustituye a los toros por una estampida de fantasmas con guantes de boxeo, pero pocos de estos desafíos consiguen hacerle sombra a los que mezclan competición y cooperación. A los que sitúan a tres jugadores a los mandos de un cangrejo gigante que debe aplastar a Mario, o los que nos piden derribar castillo armados con tres cañones ridículos y reservan la munición pesada para el cuarto jugador en discordia. No me gusta entrar en comparaciones faltonas, pero ojalá algunos títulos que en el pasado prometieron revolucionar el jugador online hubieran demostrado la claridad de ideas que este Mario Party parece dilapidar sin esfuerzo.

Y probablemente la más contundente y a la vez anecdótica prueba de todo esto sea ese otro modo alternativo que servía de cierre a la sesión de prueba y que permitía juguetear con las posibilidades que Switch plantea en el modo portátil. Evidentemente no hablo de jugar en solitario en el autobús, sino de ese valor añadido que prometían los primeros trailers del hardware y que aquí se encarna en una serie de minijuegos de carácter más experimental que explotan la pantalla táctil y trasladan la acción a una doble pantalla, ya sea para pedirnos que alineemos correctamente unas secuencias de plátanos o para plantear una batalla de tanques bastante más estimulante en la que la configuración del terreno la elegimos nosotros: hay dos o tres mapas por defecto, pero el truco está en combinarlos situando ambas consolas en posiciones imaginativas que, por ejemplo, formen una L que deje sin salida a cierto rival o alarguen el terreno de juego en nuestro beneficio.

El proceso de conexión y comunicación entre ambas pantallas es totalmente transparente y a falta de conocer el número exacto de minijuegos que explotarán el sistema se hace evidente que hay potencial aquí, aunque quizá el precio a pagar sea especialmente alto tratándose de un juego que, por definición, exige de condiciones previas para encontrar sentido: juntar a cuatro colegas con los que organizar una timba ya es complicado, y exigir dos consolas solo duplica las posibilidades de que esta modalidad acabe cogiendo polvo en algún rincón. Y es que quizá, volviendo a aquellos trailers tan entusiastas, toda la idea se base en esa realidad que intentaban vender, ese mundo paralelo en el que nadie salía de casa sin llevar una Switch en el bolsillo y la consola se convertía en el foco de atención sobre el que giraban las fiestas en azoteas y los viajes en furgoneta. Creo que todavía no hemos llegado a ese punto, pero a juzgar por aquella tarde de risas, traiciones y juramentos que no reproduciré aquí creo que Super Mario Party es un paso en la dirección adecuada.

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