Análisis de Super Monkey Ball Banana Blitz HD
En pelotas.
Cuando nada más abrir la pantalla de título un juego me recibe con un montón de colores vívidos y una cancioncilla alegre tiendo a sentir que su espíritu es un poco retro, como si trajese de vuelta el espíritu de los arcades. No sé si de verdad había tanta diferencia en el alma de los juegos de entonces, o si soy yo, que los interpreto como tiempos más sencillos, pero este Super Monkey Ball me da esta sensación por completo en sus primeros niveles. Esta entrega en realidad es una remasterización del Super Monkey Ball: Banana Blitz (2006) de Wii, que marcaría la séptima entrega dentro de la saga; un juego un poco puñetero pero bastante gracioso que pone los huevos en la cesta adecuada y consigue que pulses constamentente el botón de reintentar incluso cuando alguna pantalla se te queda atascada.
Pero nos estamos adelantando. A pesar de ser una nueva versión, remozada estéticamente con bastante buena mano, de un juego ya conocido, y de una saga tampoco particularmente oculta, no está mal explicar aun así su premisa. Cuenta la leyenda que cuando Toshihiro Nagoshi - sí, el mismo que creó la saga Yakuza. Yo que sé - ideó el primer juego de la franquicia Monkey Ball, quería que fuese un videojuego que pudiera controlarse con una sola mano. No está muy claro si su aspiración última era que pudiésemos sostener un cigarrillo mientras nos echábamos una partida, o que se le ocurrió que dentro de unos años a los millennials como quien os escribe se les iban a cansar los deditos, poco acostumbrados a machacar botones en una máquina gigante, pero el caso es que este hecho se convirtió en el principal propósito que movió el diseño del juego.
En lo estético, es tan típico que no deja de ser entrañable: tenemos a un mono metido dentro de una pelota de colores - imposible no pensar en los premios de un gachapon japonés - que transita unos niveles cortitos y obtiene puntos y vidas recogiendo plátanos. La vuelta de tuerca especial, supongo, es el hecho de que en el juego no controlamos exactamente al monete sino al propio escenario. Cuando movemos la palanca direccional, el escenario se inclinará hacia un lado u el otro, y el resto es un juego de gravedad y físicas que hace que la pelota acompañe a la inclinación de éste y que podamos superar las distintas carreras de obstáculos en las que consisten los niveles del juego.
Y así ha sido, más o menos, hasta el día de hoy. No es del todo cierto que podamos jugarlo con una sola mano en los tiempos que corren - a posteriori se añadieron mecánicas de salto - pero sí el Monkey Ball original y este mismo Banana Blitz comparten una aspiración a la sencillez de concepto y de movimiento. Y si es verdad que el título, igual que en su momento, no innova particularmente en nada de lo que propone, lo hace todo lo suficientemente bien como para que no nos importe. El gameplay es dinámico, intuitivo y agradable, y los menús y las interfaces están diseñadas con muchísimo tiento para manejarse con rapidez y no tener que perder más de medio segundo dándole al botón de reintentar cuando nos quedamos sin vidas, o volviendo al principio del nivel si nos falla el equilibrio y nos caemos al vacío.
Porque, eso sí, que su espíritu blandito, colorido y agradable no os engañe: aunque tarda un rato en sacar las zarpas, Super Monkey Ball: Banana Blitz es un juego que no nos da tregua en muchas ocasiones. Durante las primeras fases, el juego no nos pide mucho más que caminar cuesta abajo, hacer un poco de equilibrios sobre puentes estrechos y dar algún saltito, pero conforme avanzamos los niveles se van complicando hasta el extremo, y acaban pidiendo de nosotros que planeemos de antemano nuestros movimientos y que los ejecutemos con muchísima precisión. Cada uno de sus ocho mundos está dividido en diez fases y un jefe, y si bien es verdad que ocasionalmente nos toparemos con fases complejas, que nos requieren cinco o seis intentos hasta que entendemos exactamente cómo superarlas, es en los jefes donde encontraremos el verdadero reto, y también, de alguna manera, el punto débil del juego.
No es tanto que los jefes estén mal diseñados como que realmente no aportan nada. Que están ahí porque tienen que estar, porque un arcade no es un buen arcade sin un enemigo gordo a final de pantalla, o eso parece, y aunque tienen buenas ideas e intentan poner cosas nuevas sobre la mesa, no están tan bien diseñados como para que la cantidad de veces que estamos obligados a morir nos merezcan la pena. Si digo que los jefes son el punto débil del juego es porque realmente no respetan las reglas de éste: que nos piden saltos y movimientos que no habíamos necesitado nunca antes. Incluso en ocasiones concretas rompen dinámicas que nos habían enseñado previamente como concesión hacia nosotros, pequeño regalo para no hacer tan frustrante tener que enfrentarnos a esos retos no necesariamente mastodónticos, pero al menos con la mala leche suficiente para alejarnos durante un buen puñado de minutos del flujo normal del juego.
Porque, eso sí, el juego fluye genial en todo lo demás. Los niveles más largos duran apenas dos o tres minutos, y es difícil no entrar en un bucle eterno de jugar solo-una-pantalla-más. Incluso si nos salimos del modo principal, tenemos un buen puñado de minijuegos - para uno o varios jugadores, incluso con modo online - que sin salirse de las mecánicas le dan un pequeño giro, permitiéndonos hacer carreras de obstáculos, niveles de habilidad o incluso unos niveles de snowboarding bastante adictivos.
Lo que nos queda es un juego evidentemente diseñado para aprovechar el control de movimiento de Wii, pero que tampoco pierde mucho sin él. Al final, rodar cuesta abajo es rodar cuesta abajo, independientemente de la plataforma: una experiencia bastante simple, pero que no por ello deja de ser emocionante.