Análisis de Tales of Berseria
Una historia de violencia.
En su reseña de Hymn to the Inmortal Wind, sin lugar a dudas la obra cumbre de la banda japonesa de post rock Mono, la publicación online Pitchfork acusaba al cuarteto de manufacturar sin descanso trabajos cortados por el mismo patrón, obedeciendo a una fórmula extremadamente estudiada que se resiste al análisis crítico porque trabaja en el terreno de lo inefable: sus discos, afirma el texto, solo buscan hacer sentir. Manipulación emocional de primer orden eran sus palabras exactas, basada según el autor en cerca de diez años (hoy llevan unos cuantos más resistiendo irreductiblemente al invasor) firmando canciones que empiezan sonando bajito y acaban en una tormenta perfecta de caos, ganancia y melodías que apuntan a donde duele, tal y como lo haría la mismísima Celine Dion. Incluso para el fan más entregado resulta realmente complicado desmontar una sola de esas afirmaciones, aunque huelga decir que servidor se encuentra en ese grupo: igual que me sucede con las películas, siempre he sentido debilidad por las bandas que van a lo que van, que se marcan un objetivo, aunque sea modesto, y se aferran a él con uñas y dientes sin dar un duro por absolutamente nada más. Algo tendrán los japoneses, porque si me paro a pensarlo son exactamente los mismos motivos por los que la saga Tales siempre tendrá un lugar en mi corazoncito.
Pero empecemos por el principio. Porque si algo ha distinguido a la saga desde sus inicios, aparte de la mencionada vocación de apisonadora sentimental y la mal maquillada intención de reciclar una y otra vez los mismos clichés de la misma manera que Los Ramones reutilizaban sus famosos tres acordes, es la evolución constante de un sistema de combate que vendría a ser, y espero no buscarme la ruina con esto, algo parecido a un oasis para quienes gustamos del JRPG clásico pero también de enlazar un combo de cuando en cuando. Más tarde lo trataremos en profundidad, porque hay cambios (vaya si los hay), pero por el momento me gustaría detenerme en el más significativo de todos ellos: el sistema de almas, y más concretamente el modo Break Soul. Una vez desencadenado, nuestra protagonista se libera de los vendajes que cubren su brazo y saca una grotesca mano demoniaca a pasear, abandonándose a una furia homicida que le permite, entre otras cosas, pasarse la limitación de movimientos encadenables por el arco de triunfo e ignorar formalidades como los estados alterados o la propia defunción. En esencia, permaneciendo en este modo somos invulnerables, y todo va bien mientras dispongamos de un suministro constante de nuevas víctimas, de nuevas almas, que alimenten a la bestia y nos permitan entrar y salir de ella a capricho. Sin embargo, si se nos va la mano y quedamos atrapados ahí dentro sin ningún infeliz en pie sobre el que descargar el demoledor finisher que ponga punto final al combo, nuestra propia salud empieza a disminuir a velocidad de vértigo, hasta devolvernos a la forma humana con un miserable punto de vida y los pantalones en los tobillos. Esto es enormemente significativo porque define por completo el combate, pero aún más porque hace lo mismo con el personaje y con el propio tono del juego: Velvet, nuestra protagonista, es una máquina de odiar, un personaje roto que solo busca vengarse y que pasará por encima de quien haga falta para conseguirlo. Y si eso implica la autodestrucción, bienvenido sea.
Por eso, aunque la simpática coletilla con la que el estudio tradicionalmente suele matizar las intenciones de cada una de sus entregas sea en esta ocasión "RPG sobre descubrir tus propias razones para vivir", en mi modesta opinión creo que algo como "RPG sobre tener cero escrúpulos y una mala ostia de concurso" sería considerablemente más certero. Así están las cosas, y como el lector podrá comprender es un cambio de tono que resulta refrescante cuando uno lleva veintitantas entregas acostumbrado a los clásicos papanatas inocentones y buenistas que suelen encargarse de los papeles principales. Como digo, y aunque todo el mundo tenga sus razones y Berseria en absoluto olvide la clásica apuesta de la saga por dotar a sus personajes de una evolución y unos arcos narrativos en condiciones, creo que resulta razonable decir que esta vez, al menos en un principio, nos toca encarnar a los malos. O al menos caer en un espacio moral que se aleja varias tonalidades de gris de los parámetros clásicos de la saga, y convierte al juego en algo así como el anti Tales: una historia tan conscientemente enrevesada como siempre, que se retuerce sobre sí misma con la misma facilidad de antaño, pero también una que nos hace replantearnos nuestras lealtades a cada paso, porque a Velvet la han hecho daño, sí, pero Velvet no se la coge con papel de fumar. Velvet roba, Velvet mata y Velvet utiliza a la gente de manera sistemática, sin mostrar signo alguno de arrepentimiento. Y sus compañeros no se quedan atrás.
Porque como decía aquí cada uno hace la guerra por su cuenta, cosa que ayuda bastante a explicar por qué este grupo de gente que se conoce de hace cinco minutos decide hacer el petate y marchar de la mano hacia la desolación y el fin del mundo. En esta ocasión lo que tenemos sobre la mesa es un grupo de parias, de inadaptados, unidos por la fuerza de la conveniencia en una misión en la que cada uno tiene sus propias cuentas que saldar. Y resulta irónico, porque al eliminar de la ecuación los Sugus de colores y las amistades forzadas (al menos en un principio, porque el roce hace el cariño) lo que ha quedado es un elenco para el recuerdo y probablemente el grupo de protagonistas con más carisma desde el intocable Tales of the Abyss. Puede que tenga que ver con que por una vez todo resulte creíble, o con la solidez de un guión que muchos se empeñarán en tachar de tópico y ñoño porque es lo que toca. De nuevo, puede que escribir esto no me convierta en el tipo más popular del insti, pero en lo personal llevaba años sin cruzarme con un juego de rol japonés con semejante nivel de escritura, y no me refiero solo a los acostumbrados giros argumentales.
Evidentemente esos giros han vuelto, y me atrevería a decir que en mejor forma que nunca, con lo que el que acuda a Berseria esperando un nuevo culebrón de dimensiones intergalácticas debería empezar a frotarse las manos, porque en ese terreno el juego es un festival. Sin embargo, la verdadera fuerza de la saga siempre ha estado en conjugar lo grande con lo pequeño, y en hacer convivir esas grandilocuentes revelaciones con momentos de desenfado, con fugaces charletas a la salida de una posada en las que la construcción del mundo y los personajes coge carrerilla y nos enteramos de cosas sobre los Empireos, pero también de que Bienfu colecciona novelas eróticas baratas. Aquí la estrella vuelve a ser el sistema de skits, esos pequeños interludios en formato visual novel que articulan las conversaciones demasiado casuales para merecer una cinemática independiente y que esta ocasión se han hipervitaminado y se representan mediante gloriosas animaciones a pantalla completa. Por eso sus personajes son grandes: porque Rokurou es un espadachín con una deuda de honor y Eizen un pirata maldito con una moneda que siempre cae mostrando la cruz, pero los dos son unos borrachos que se inventan un juego de beber para desempatar su concurso de pesca.
Así, entre motes ridículos y duetos cómicos improvisados con los que lanzarse a actuar en tabernas, se van dibujando unas personalidades que, como es costumbre, cincuenta horas después se han convertido en algo parecido a tu familia. El guión engancha por los motivos de siempre, y es una artimaña de agradecer porque prepara las cosas para golpear bien duro cuando ya estás demasiado implicado: como en todos los Tales, bajo las acostumbradas toneladas de almíbar, de desahogos cómicos y de diseños kawaii se esconde un argumento que no se corta a la hora de tocar temas que merecen tocarse, al hablar de cosas que importan: en esta ocasión, por ejemplo, el racionalismo, el bien común contra la libertad individual o la construcción de la propia identidad. Entiendo que pueda hacerse cuesta arriba dar crédito a esto cuando una de las protagonistas lleva una falda hecha de libros, pero juzgar a esos mismos libros por los dibujos de la portada siempre ha sido una actitud muy fea. Me he reído mucho jugando a Tales of Berseria, pero los temas que trata no deberían tomarse a broma.
Pero habíamos quedado en hablar del combate, porque al canónico Linear Motion Battle System de la saga (lo que viene siendo el partirse la cara con los muñecos en tiempo real, para los no iniciados) le ha crecido un nuevo apellido, Liberation, y si la intención era liberarnos del clásico nudo gordiano del que tiraban con la misma fuerza sus dos encarnaciones más clásicas creo que podemos hablar de un éxito, aunque con matices. El más evidente es que pese a haber partido la baraja por la mitad el balón ha caído un poco más cerca de los partidarios de Tales of Graces F, uno de los ejemplos más celebrados de la filosofía que arroja los puntos de técnica por la ventana y lo confía todo a la capacidad para crear cadenas. En un primer vistazo incluso el panel de configuración de artes es similar, aunque hay dos diferencias importantísimas: que en esta ocasión los combos los configuramos al gusto, creando nuestras propias sucesiones de hasta cuatro ataques y asignando cada una a un botón frontal, y que los puntos que gobiernan nuestra capacidad de encadenarlos ya no se refrescan solos, sino que dependen de la cantidad de almas que hayamos conseguido coleccionar. Por definición (aunque puede aumentarse) cada personaje puede almacenar hasta cinco, y infligir estados alterados, esquivar un ataque a tiempo o dar el golpe de gracia a un enemigo suele liberar una nueva esfera con la que alimentar nuestro contador. El truco es que esto funciona en ambas direcciones, y nuestros enemigos también pueden arrebatárnoslas bajo las mismas condiciones: si un sopapo nos deja serenos, puede que el contador baje a uno y quedemos incapacitados para enlazar más de una patada ridícula durante buena parte del combate.
Esto es solo la punta del iceberg, porque por encima de estas reglas básicas se espolvorean un sin fin de pequeñas matizaciones y subsistemas que complican las cosas tanto como uno quiera, y que generalmente suelen girar en torno al balance riesgo recompensa; por ejemplo, llevar cinco almas encima nos permite entrar a los combos como un marinero de servicio, pero con la cartera llena los impactos que nos llevemos hacen mucha más pupa. Nada que no pueda solucionarse aporreando botones, como siempre, aunque si uno quiere jugar bien entran en liza un montón de factores, y el juego no oculta sus preferencias: por diseño, la única opción razonable termina siendo alcanzar tres o cuatro almas y lanzarse a atacar con todo, fundiéndote los ahorros en un Break Soul que alargue el combo hasta el infinito alimentado por sus propios daños masivos. A las pocas horas, de hecho, te descubres a ti mismo navegando ese infierno de deflagraciones y áreas de efecto guiado exclusivamente por el ruido que hacen las almas al caer. Es visceral, es contundente y, como decía, deja las cosas bien claras. Por eso es tan satisfactorio.
El problema es que, como Mono, como Los Ramones, Tales of Berseria se concentra tanto en sus propios objetivos que termina importándole un pito todo lo demás. Y ya no hablo de intentar reinventar la rueda, sino de mantener un nivel digno de 2017 en apartados sin los que el fan puede vivir, pero que dan pie a dolorosas comparaciones. El primero es el aspecto gráfico, que vuelve a dejar ver un problema heredado de Tales of Zestiria: la intención de ofrecer una cámara libre es loable, pero los valores de producción no le aguantan el ritmo a los 360 grados, y el acabado general sufre por ello; no en los personajes ni en los diseños, que cumplen más que de sobra, pero solo hay que orbitar la cámara en un templo cualquiera para viajar demasiados años al pasado. Desgraciadamente es el menor de los problemas, porque ni las texturas más avanzadas del mundo camuflarían unas mazmorras trazadas con desgana, llenas de pasillos larguísimos y puzles triviales que en el mejor de los casos aspiran a cumplir el expediente, y en el peor (atentos a la antesala del enfrentamiento final, de órdago) suponen un tedio considerable. Por suerte, el juego es plenamente consciente, tanto como para regalarnos más o menos hacia la mitad algo así como un patinete místico con el que surcar esas enormes nadas a buen ritmo e ir rapidito al turrón.
La buena noticia es que todo esto ya lo sabíamos, y dudo que a estas alturas nadie se acerque a este tipo de conciertos buscando punteos espectaculares. Pese a sus más que evidentes defectos Tales es otra cosa, o un conjunto de cosas que podríamos resumir en su argumento, sus personajes y su solvencia a la hora de repartir galletas. Tres elementos que a lo largo de su historia ha mezclado con diferente fortuna, y por eso, cincuenta horas después y tras un final que me va a costar gestionar emocionalmente, no me tiembla la mano al escribir algo que pensé que no escribiría nunca: el rey ha muerto, larga vida al rey. Porque por fin alguien ha superado a Abyss, y para hacerlo se ha valido del único arma que cuenta en la saga: la manipulación emocional de primer nivel. La misma que empuja a tanta gente a los directos de los japoneses, donde generalmente rompe a llorar. Como escribían en aquella reseña, no hay de qué avergonzarse: se llama disfrutar de la música.