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Análisis de The Division: Subsuelo

Solo no puedes, con amigos sí.

La aleatoriedad y un loot especialmente goloso no levantan el vuelo de un MMO que sigue enganchando por los motivos equivocados.

Acercaos al fuego, porque os voy a contar una historia. Un cuento que narra las desventuras de nuestro héroe, un analista cualquiera, a la hora de enfrentarse al análisis de Subsuelo, la primera expansión con nombre propio del MMO de Ubisoft. Tras armarse de valor y recuperar una partida que llevaba demasiado tiempo olvidada en los altillos de algún trastero, el primer golpe de realidad no tardó en llegar: Nueva York no había perdido el tiempo, y la misión introductoria nos lo recordaba con una sonora bofetada en la cara en la forma de pandilleros y francotiradores de élite que hacían prácticamente imposible progresar hasta el contenido real. Sin embargo, aquel contratiempo pasajero no era más que una nueva excusa para llevar a la práctica una idea con la que llevaba un tiempo jugueteando: la de volver a reunir a la banda, y aprovechar la publicación del nuevo contenido para rememorar esas noches de gloria limpiando las calles junto a sus viejos compañeros de armas. Dicho y hecho: un par de llamadas de teléfono y una nueva visita a la Store más tarde otro agente se sumaba a la operación, aportando la potencia de fuego necesaria para facilitar nuestro periplo hacia un gear score mínimamente competente. Todo parecía ir viento en popa, hasta que un frío cuadro de texto en la puerta de acceso principal volvía a quebrar nuestras esperanzas: por algún motivo, y pese a haber pagado religiosamente, el sistema no reconocía su compra. No puedes pasar. Volvíamos a ser un lobo solitario, así que decidimos probar suerte con el matchmaking: cerca de una hora después aquello seguía sin funcionar, con lo que irse a la cama acabó imponiéndose como la opción más sensata.

A la mañana siguiente una nueva llamada de teléfono renovaba mis esperanzas. Ubisoft había decidido dar por bueno el dinero de mi amigo, y por fin podía progresar más allá de aquel maldito ascensor. Entusiasmados, nos preparamos para nuestra primera cacería. Accedimos al suburbano, avanzamos un par de metros, y decidí tomar un pequeño desvío para investigar el contenido de una mochila en un pequeño cuarto de mantenimiento. Craso error: mi personaje se trastabilló, la cámara vibró un par de segundos, y acabé atrapado tras una puerta sin otra posibilidad que reiniciar por las bravas.

A día de hoy, tras la esperable avalancha de quejas y community managers encogiéndose de hombros todos estos problemas parecen haberse solucionado, pero es una serie de catastróficas desdichas que debería arrojar dos mensajes significativos: por un lado, que Ubisoft sigue siendo un gigante con pies de barro, un conglomerado de estudios capaz de sacarse de la manga con regularidad pasmosa proyectos de ambición y escala titánica y que sin embargo no consigue sacudirse el fantasma de los lanzamientos chapuceros. Y en este caso duele especialmente, porque no hablamos de un verdadero debut, sino de un paquete de contenido que lleva funcionando cerca de un mes en otras plataformas y que aun así reproduce punto por punto los problemas asociados a su anterior lanzamiento. Polémicas aparte, es la segunda lectura la que debería servir de verdadero aviso a navegantes: Subsuelo no es en absoluto un DLC enfocado al jugador casual, y menos al que tenga intención de recorrer sus túneles en solitario. A diferencia de otros ejemplos recientes que buscaban maximizar el beneficio incorporando alternativas para el ascenso rápido o incluso personajes precocinados, hablamos de un contenido que presupone que hemos seguido ahí, que llegamos con los deberes hechos y que nuestros agentes pueden con la tarea. Una decisión que parece poner al verdadero fan en lo más alto de la lista de prioridades, pero que también condena a los que terminaron el juego con lo justo y cayeron pronto presa de la repetitividad de su endgame a unas cuantas horas de metódico grindeo antes de poder disfrutar de sus mieles. Como digo, parece una decisión honesta, aunque mucho me temo que no la mejor en términos comerciales si lo que uno busca es reflotar la franquicia. Por poner un ejemplo chusco, si tu pareja te ha dado boleto porque te gusta demasiado darle a la botella, puede que una gran borrachera no sea la mejor manera de celebrar que habéis vuelto.

Por fortuna, las recompensas saben estar a la altura. Y cuando hablo de recompensas lo hago de una manera literal: el loot que esconden los túneles del metro neoyorkino es verdaderamente jugoso, y tanto a nivel de estadísticas como de frecuencia de desbloqueo Ubisoft parece realmente decidida a hacernos sentir que nuestro tiempo vale la pena. Me estoy refiriendo obviamente a las Operaciones, esa nueva modalidad que viene a completar la oferta principal de modos de juego y que funciona como una mezcla entre las secundarias de toda la vida y algo así como una Zona Oscura PvE libre de contaminación. Tras pasar por caja, nuestro centro neurálgico se ampliará con un nuevo hub multijugador gobernado por una mesa de guerra en la que salpimentar al gusto misiones de configuración libre, y un nuevo sistema de experiencia independiente (el tercero, sí) gobernará la cantidad de ingredientes a nuestra disposición: dificultad, número de etapas... incursión tras incursión iremos ganando acceso a nuevas posibilidades, coronadas por un sistema de modificadores especiales que vendría a recordar a las calaveras de Halo: encarar las misiones sin indicadores o con el refresco de las habilidades severamente reducido puede reportar pingües beneficios, aportando de paso un puntito de variedad en las estrategias que refresca considerablemente el conjunto. Además, se trata por lo general de salidas breves, de apenas quince minutos de duración, que consiguen reforzar el efecto bolsa de pipas: es realmente difícil no jugar una partida más, aunque solo sea por comprobar qué cae al final.

Una vez sobre el terreno, The Division es aquí más Diablo que nunca. El mérito es sobre todo de su novedad más publicitada, una aleatoriedad en la construcción de los propios mapas que viene a atajar el problema de la repetición con una solución salomónica: si vamos a jugar una y otra vez los mismos mapas, al menos que las habitaciones y las coberturas cambien de sitio. La ejecución es realmente efectiva, y aunque con el tiempo se le acaban viendo las costuras y los bloques de Lego se terminan haciendo identificables, resulta portentoso comprobar como ese particular sentido de la ambientación no baja un solo peldaño pese a haber quedado en manos de una calculadora. De nuevo, alguien debería levantar un monumento a su mastodóntico equipo de artistas, aunque quizá una solución más sensata sería meter tijera y derivar una pequeña parte del presupuesto a contratar diseñadores de misiones menos perezosos. Porque sí, el marco vuelve a ser incomparable, pero para lo que realmente hacemos en mitad de esa orgía de atrezzo se me ocurren un montón de comparaciones: desactivar tres válvulas, hablar con el Sargento Random, disparar a unas cajas con droga... hay incorporaciones, e incluso los propios mapas aportan un renovado sentido de la verticalidad, pero no nos engañemos: bajo el asfalto, The Division sigue siendo una trituradora de carne a la que acudimos para ver numeritos más grandes y pistolas de colores que hacen más pupa. Es una estrategia que activa los mismos resortes mentales de siempre, pero cabe preguntarse si inflar los números de una hoja de cálculo tiene verdadero mérito.

La guinda del pastel, al menos en el sentido del contenido real, viene con el nido del dragón, una nueva incursión de altos vuelos y aun más exagerada dificultad que si consigue algo es subrayar bien fuerte la advertencia que cuelga de la puerta de este DLC: puedes intentarlo tú solo, pero buena suerte con eso. Y no me refiero únicamente a su nivel de exigencia: los enemigos son duros como el demonio y Cleaners para más señas, pero más allá de incontables quemaduras de tercer grado y de un enfrentamiento contra los cuatro pirómanos del apocalipsis el verdadero desafío llega en su parte final. No querría desvelar nada, pero se trata de una experiencia que de confiar exclusivamente en el matchmaking pronto se vuelve traumática: sin un equipo altamente coordinado y una constante comunicación por voz, aquí no eres más que pasto para las llamas. Y hablando del tema, tampoco quisiera despedirme sin enviar un afectuoso saludo a los artífices del nuevo juguete cleaner, un pequeño vehículo a radiocontrol programado para penetrar sin ser visto y eliminar de un petardazo a todo nuestro escuadrón. Para parir algo así hace falta un tipo especial de maldad.

Hay más novedades, claro, y sin duda las incorporaciones al arsenal o los nuevos sets de equipamiento harán las delicias del respetable, pero no puedo evitar volver a pensar lo mismo. Que se trata de atajos, de añadidos artificiales y numeritos inertes sin un verdadero peso real. Aquí lo que importa, o lo que debería hacerlo, son los modos de juego, y por eso a la hora de enfrentarme a la valoración final voy a optar por una aproximación radical: matizar su significado con esa herramienta milenaria que se llama texto. Y hacerlo dibujando una línea que divide dos grupos: los que se habían cansado de The Division, y los que nunca lo abandonaron. Si eres de los segundos, creo que es razonable hablar de una compra casi obligada. Es evidente que la apuesta del juego te convence, y sería un crimen dejar pasar algo que recompensa tu esfuerzo y aporta por fin un poquito de variedad. En cuanto a los demás, sin embargo, y a ese balón de oxígeno que debería servir para volver a seducir a las masas y atraer a las ovejas descarriadas de vuelta al redil, las sensaciones son agridulces. Hace cosas bien, y las estaciones son realmente bonitas, pero para coger nuestro tren parece que tocará seguir esperando.

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