Análisis de The Elder Scrolls Online: Elsweyr
Juguemos a Engatusados.
Pese a medir su duración real en centenares de horas y haber dado lugar a una cantidad de ports, adaptaciones y versiones remasterizadas mucho mayor de las que el ser humano promedio podría recordar, los primeros quince minutos de Skyrim son difíciles de olvidar. El juego no parecía dispuesto a perder el tiempo, y sabedor del potencial icónico que tiene un reptil gigante recortando sus alas contra el horizonte (puede que aquel plano fuera lo único rescatable de aquel capítulo final, pero quizá sea mejor no volver a mencionar el tema) nos situaba bien temprano frente al mortal enemigo, jugando con un inicio a priori tan mundano como un viaje en carretilla para dinamitarlo todo segundos después, mientras los cascotes ennegrecidos llovían sobre el fango de aquel poblado y el jugador se veía obligado a saltar al vacío desde lo alto de un torreón en llamas.
La bestia era imponente, agresiva, casi seductora en su enormidad, y prácticamente lo mismo podría decirse de todas las que vinieron después: más tarde llegaron los bugs, los errores de bulto, los vídeos de dragones ancianos volando hacia atrás y ese puntito de comedia involuntaria que de alguna manera se ha convertido en marca de la casa y de la franquicia, pero ni el jugador más cínico ha podido reprimir jamás esa punzada de pavor cuando uno de esos cabrones alados aparecía de la nada, sobrevolando su posición con la solemnidad de un halcón acechando a su presa. A Skyrim se le podrán afear muchas cosas, pero desde luego los dragones no eran una de ellas.
Desgraciadamente, no creo que Elsweyr pueda presumir de lo mismo.
El asunto es que podría tratarse de un espejismo, una de esas malas pasadas que la memoria nos juega a veces, dulcificando pasajes que en el fondo hacían aguas por todos lados y dibujando un pasado que solo era superior en nuestro recuerdo. Por eso no me cuesta reconocer que he dedicado la mayor parte de la mañana a esta empresa, enlazando vídeo tras vídeo hasta que, incrédulo, no me ha quedado otra que asumir lo que hemos perdido por el camino. Y quizá sea cosa del MMO, de las ataduras del género, o de esa regla no escrita que estipula que cuando juegas a los elfos y los enanos rodeado de desconocidos toca conformarse con menos. Concentrados en el Multijugador y el Masivo, el Rol parece quedar relegado al papel de una mera comparsa, y fruto de ese desinterés en vender la experiencia nacen unos encuentros maquinales e inertes, fenomenales barullos que concentran a decenas de jugadores en torno a la figura de un animal que pasa a ser un mero dispensador de daño.
Vistos con los ojos de 2019 los dragones de Skyrim no eran el colmo de la fidelidad gráfica, pero se retorcían sobre el campo de batalla con la malicia de una serpiente, como algo amenazador y antiguo, como un rival hecho de fuego, huesos y carne; por el contrario, los de Elsweyr dejan caer su panza en el centro de alguna plaza o revolotean pesadamente hasta una posición también prefijada, y desde allí hacen llover un vendaval de números acompañados de algún desganado coletazo hasta que por fin la barra se agota y toca recoger unos cuantos objetos. No son dragones, son cifras, y ni siquiera los aldeanos que se resguardan del fuego como pueden cuando la historia principal nos obliga a cruzarnos con ellos parecen verdaderamente asustados. Todo es artificio y mecánica. Todo es una representación.
Y pica un poquito más de la cuenta, sobre todo porque desde un comienzo Elsweyr parece tener poco más que contar. Aquí los líos entre casas antiguas, los semidioses, los meteoros que amenazan con devorarlo todo y los interesantes paralelismos que podían trazarse entre la política fronteriza de Summerset y ciertos asuntos de actualidad dejan paso a una sencilla misiva, un reclamo buscando aguerridos aventureros para enfrentarse a la infestación de criaturas aladas que por algún motivo asola el hogar de los Khajiitas, esos seres de aspecto y costumbres felinas que ejercen aquí de segundo gran pretexto en lo argumental. Nadie parece preocuparse demasiado en explicar qué se nos ha perdido a nosotros en todo esto, y así, mediante un nuevo tutorial y con la motivación de una campaña de lápiz y papel de las perezosas, pronto nos vemos inmersos en una quest principal que puede extenderse decenas de horas, porque aquí el contenido nunca se ha puesto en duda. Afortunadamente las cosas no tardan en complicarse, y tras medirnos con el primer gran lagarto y hacer sonar un cuerno místico de la manera más anticlimática imaginable comienzan las presentaciones, y tras ellas un desfile de personajes con los que el juego intenta armar algo parecido a una intriga política.
Hay una guerra civil, y por supuesto una resistencia, y a su alrededor revolotean antiguos generales, y asesinos, y magos, y zombies, y la acostumbrada colección de lugares comunes que en este caso parece gravitar en torno a una pareja de medio hermanos con intereses dispares en lo tocante al conflicto. No diré mucho más, aunque en justicia me costaría hacerlo: tanto la narración como sus propios protagonistas se presentan a borbotones, abusando de esa impostada complejidad tan propia de la franquicia que a veces bordea la autoparodia, y bajo esa cascada de nombres compuestos y lore de garrafón todo suele redundar en un nuevo pretexto para hacernos cumplir recados: investiga estas cuatro descargas de energía mística, cruza el mapa a caballo para entrevistarte con nosequién, recorre un campamento buscando documentos cruciales en cajas y sacos. Pese a la pretendida épica del asunto cuesta meterse en cualquier otro papel que no sea el de un repartidor mal pagado, y por eso lo mejor es tomárselo con humor. Un humor que, quien lo diría, viene a rescatar un texto que fracasa con cierto estrépito cuando intenta ponerse solemne.
Su vehículo son las secundarias, un compendio de encargos repartidos por sus caminos que parecen querer servir de desahogo frente a esa grandiosidad que saben de cartón piedra. No son en absoluto revolucionarias en lo mecánico, pero puestos a saquear campamentos de manera aleatoria siempre va bien hacerlo porque seguimos la pista de un tipo que lleva una olla en lugar de casco, o para echar una mano a una nigromante en prácticas que solo intenta resucitar a su gato. Así, desde las tareas más informales hasta las grandes cadenas de quests que experimentan con conceptos como la investigación o el seguimiento de rastros en campo abierto, estos entremeses suelen acertar en tono e incluso en ritmo, dando algo más de enjundia a los grandes núcleos urbanos y permitiéndonos descansar por un momento de la afectación de la trama para ayudar a un predicador cubierto de pústulas dedicado a propagar la palabra del dios de la enfermedad. Son divertidas, son variadas, son breves, y sobre todo ayudan a darle un sentido a todos esos paseos.
Y puede que no fuera necesario del todo, porque Elsweyr, como las mejores aplicaciones de reparto a domicilio, compensa lo repetitivo y escasamente recompensado de su tarea con la posibilidad de disfrutar de las vistas. Ese es sin duda su punto fuerte, un mapeado nuevamente masivo que si bien no robará ningún corazón en el aspecto puramente técnico (de nuevo, estamos hablando de un MMO) sí deja destellos de una cierta magia en lo referente a paisajes y arquitectura. No es una novedad, porque tanto el juego base como los mencionados Summerset y Morrowind volvieron a demostrar el talento de esta gente a la hora de fabricar mundos, pero la ambientación desértica de la mayor parte del territorio que nos ocupa en este nuevo capítulo podría haber hecho saltar las alarmas. No es el caso: hay desfiladeros de roca poblados por chacales que devoran a sus presas al sol, pero también pequeñas aldeas construidas en la margen de los ríos que riegan los campos del norte, e incluso los emplazamientos a priori más inhóspitos son frecuentemente una excusa para crear belleza.
Para disponer enormes puentes colgantes que entretejan una ciudad de ladrones entre los riscos de un enorme cañón, o para infectar de plagas sin nombre una enorme ciudad desierta que por supuesto tendremos que recorrer. Así, tanto en la forma de grandes mazmorras públicas que enfrentar en compañía rebuscando entre los cadáveres como en la de enormes bazares en los que detenerse a comerciar, echar un sueñecito y quién sabe si comprarse un coqueto adosado, las ciudades vuelven a ser el auténtico alma de la experiencia, el núcleo de muchas mecánicas y la oportunidad de brillar de un equipo de arte que no falla tiros aquí. Y, ante todo, son una recompensa: llegar a una nueva localización, escuchar el efecto de sonido que va ligado a cada descubrimiento y traspasar sus murallas dispuesto a desembalar con cuidado este nuevo regalo sigue activando los mismos resortes de siempre, aunque en esta ocasión el hilo que une todos estos hallazgos sea un poco más endeble que de costumbre.
Porque para descubrir hay que viajar, y para viajar hay que combatir. Y porque, siento decirlo, el combate de The Elder Scrolls Online sigue sufriendo de una falta de contundencia y peso real que irónicamente acaban lastrándolo todo, ahondando aún más en esa sensación de impostura, de falsedad, de que todo es mentira. De que cada estocada y cada conjuro es un mero intercambio de números entre dos marionetas que se deslizan como fantasmas por el terreno, algo que sigue haciéndose extensivo a todas las clases del juego y que no mejora particularmente con la inclusión del nigromante, la otra gran novedad de Elsweyr.
Una nueva rama de especialización, o mejor dicho tres, que concentra bajo los rimbombantes apelativos de Grave Lord, Bone Tyrant y Living Death todo un arsenal de magia prohibida (o al menos tan prohibida como para poder buscarnos problemas si la sacamos a pasear en un sitio civilizado) con efectos de lo más dispar: artes de curación, calaveras venenosas, esqueletos conjurados de ninguna parte que persiguen hasta el fin del mundo a los enemigos... sobre el papel todo suena mejor que bien, pero en cuanto a su aplicación práctica, y pese a la más que evidente utilidad de muchas de las triquiñuelas que aquí se incluyen, todo vuele a reducirse a fuegos de artificio. Los esqueletos se alzan y se evaporan en cuestión de segundos, las calaveras recuerdan a un proyectil de toda la vida, y ni siquiera ese mastodóntico golem que podemos conjurar cuando llenamos cierto medidor arcano consigue transmitir verdadera presencia.
Hay muchos combates, por descontado, pero casi ninguno que deje una huella real, y lo mismo puede decirse de sus diálogos, de sus personajes y de una apuesta por el contenido que tiene unas cifras bien claras en la cabeza y parece dispuesta a alcanzarlas como sea y al precio que sea. Elsweyr es enorme, pero me cuesta definirlo como ambicioso, y volviendo a Skyrim creo que la respuesta no está en la escala, ni en el alcance ni en los centenares de horas que vinieron después. Quizá era tan sencillo como fijarse en aquellos primeros quince minutos.