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Análisis de The Final Station

Siguiente parada: apocalipsis.

Eurogamer.es - Recomendado sello
The Final Station es de esas obras que no necesita hablar o exhibirse para mostrar su talento. Su atmósfera y universo ya lo dicen todo.

"Apocalipsis zombi". Hubo un tiempo, hace ya eones, en que estas palabras implicaban algo más que un sonoro ronquido o una respuesta cansada. Los zombis, zetas, los otros, las sombras, ellos, los caminantes, no muertos, se han convertido en una plaga del videojuego. Ironías. Antes, obras como Dead Rising o Left 4 Dead inspiraban curiosidad e interés, aquella magia de la novedad no vista. Nuevos acercamientos a un género de nicho, algo que hasta ahora estaba encerrado en las mansiones de Resident Evil o no veíamos más allá de nuestras pistolas en House of the Dead. Pero hoy la respuesta común parece ser aquello que dijo Hugo Dyson mientras Tolkien leía un borrador de El Señor de los Anillos: "Oh, no. Otro jodido elfo". Otro maldito zombi. Llega un punto en que necesitamos algo, cualquier muestra de vida y frescura en un género que cada vez imita más a sus no muertos, entrando en un progresivo estancamiento. Una muerte por número, que no velocidad. Dadnos algo, lo que sea. Y por el camino llega The Final Station. Un viaje en tren por una tierra devastada. Al fin, novedades. Pero la obra de Do My Best Games es más que una gimmick sobre raíles. Podría perderme en su universo.

Los ecos de nuestros pasos retumban en pasillos oscuros. Las puertas se abren con un chasquido sonoro, y a cada disparo salta un casquillo que baila por un instante antes de caer al suelo. Otra bala menos. The Final Station es una obra de atmósfera en lo literal y figurado, de ambientes oscuros y cielos grises, casas abandonadas, siluetas, rastros de sangre que hablan de historias pasadas, detalles en el horizonte, polvo y barro. Es de sonidos, el de tu arma mientras se recarga, el de las sombras que intentan quitarte la vida a golpes, pero también el silencio que te acompaña durante el viaje. Una soledad aplastante y la sensación de que todo se ha ido y no queda nada ni nadie salvo los muertos y sus verdugos. Pero The Final Station también toma el género zombi y lo lleva por derroteros inexplorados: esta es la segunda vez, la llamada Segunda Visita. La primera fue hace más de un siglo, y en ese tiempo la sociedad ha avanzado aprovechando la tecnología que ha conseguido encontrar, porque los zombis no son producto de un virus que se nos vaya de las manos. El infierno no se ha quedado sin huecos libres. La amenaza viene de más allá, de entre las estrellas. Son Ellos, que han vuelto a terminar el trabajo ¿pero por qué? ¿Cuál es su objetivo?

"The Final Station es una historia narrada con cuentagotas, un universo único, inspirado por la ciencia ficción, de ciudades subterráneas, robots gigantes y viajes interdimensionales, pero lo que destaca por encima de todo es su silencio y estilo escueto."

The Final Station es una historia narrada con cuentagotas, un universo único, inspirado por la ciencia ficción, de ciudades subterráneas, robots gigantes y viajes interdimensionales, pero lo que destaca por encima de todo es su silencio y estilo escueto. No hay un momento en que nadie venga a explicar qué está ocurriendo ni aparece un solo personaje cuyo único propósito sea el de asegurarse que nosotros, pobres mortales, el idiota del público, sepa de qué va la copla. La narración se desarrolla a través de diálogos de personajes que no necesitan decir lo que todo el mundo ya sabe, sino que comparten opiniones y perspectivas. Son conversaciones que apuntan a un pasado que sólo podemos imaginar y frases que dan por sentada la existencia de un mundo cuyos enigmas atrapan como un imán. Como Hidetaka Miyazaki con Dark Souls, los de Do My Best fragmentan la historia y van ofreciendo pequeñas viñetas, minúsculas ventanas que nos permiten ver sólo una fracción de lo que parece algo real y distinto. Una inmensidad quizá fingida, pero creíble y fascinante.

La historia ocurre durante un viaje donde cada estación es una parada forzada. Cada una de estas zonas, estos pueblos víctima de la Segunda Visita, nos obligan a bajar del tren y rebuscar en casas vacías y almacenes abandonados. Son momentos de tensión, donde sólo podemos ver lo que hay en las zonas que ya hemos visitado ¿y qué se esconde tras la siguiente puerta? Las sombras que nos asaltan consumen mucha munición y exigen puntería para acabar con ellas, y las balas no son un recurso que se pueda malgastar a la ligera. The Final Station se convierte en una obra de supervivencia pragmática donde ni siquiera podemos malgastar botiquines, porque quizá haya alguien que los necesite más que nosotros. Nuestro tren se convierte en un refugio de los supervivientes que vamos encontrando, y ellos necesitan comida y, en ocasiones, primeros auxilios para no morir desangrados. Si llegan a su destino, nos pagarán generosamente, y además aportan una muy agradecía compañía a lo largo del trayecto, así que la gestión de recursos se vuelve una necesidad y cada nueva parada, una oportunidad de reabastecimiento.

Si se es estricto, The Final Station quizá no sea exactamente un videojuego sobre zombis, porque lo que combatimos no son no muertos. Pero es una obra que capta a la perfección una parte de aquél espíritu que no suele explorarse en los videojuegos: el aislamiento. Aislamiento por soledad, porque no hay nadie para hacerte compañía cuando bajas armado únicamente con tu pistola, tus pocas balas y el valor del que hagas acopio, pero también aislamiento de información, de no saber cómo están las cosas en otro lugar. En tu ciudad natal ¿habrá caído? The Final Station capta, a lo largo de las apenas cuatro horas que dura, la sensación de estar en un mundo que ya se encontraba en caída libre antes de que todo empezase. Hay un aura de derrotismo y lucha contra lo inevitable que lo permea todo, desde la fragilidad de tu propio avatar a la de su universo, que no parece tener salvación. Se enfrenta a algo que está por encima de su propio entendimiento, pero esa es parte de la magia de una buena obra zombi: la destrucción de nuestra sociedad y la pérdida. Aún puedo oír el sonido de aquellas balizas. No creo que lo olvide pronto.

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