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Avance de The Last Guardian

Segunda vuelta.

Antes que cualquier otra cosa, el E3 es un sitio en el que uno va con mucha prisa. Las agendas son apretadas, la información se sucede a velocidad de vértigo y es relativamente complejo encontrar un momento para sentarse, tomar aire y madurar con cierta calma las ideas, para asimilar contenidos y formarse una opinión sobre las siete demostraciones con las que te acabas de desayunar. Gajes del oficio, supongo, y tampoco vamos a engañarnos: se está peor bajando a la mina. Aun así, es una sensación agridulce, y una que golpea con especial fuerza al sentarse frente a algo como The Last Guardian. Un momento que has esperado durante toda la vida, y una primera cita que en tu cabeza acompañarías del clásico ritual que reservas para los juegos realmente especiales, desconexión del teléfono incluida. Por eso es de agradecer que la vida a veces te de segundas oportunidades: yo ayer tuve la mía, un segundo bis a bis con el inicio de un juego que promete no tener final. En aquel primer contacto, y creo que visiblemente excitado, hablé de sentimientos, de emociones, y de las canciones de mi vida. Si algo me llevo de este segundo, sin embargo, es calma: la calma de saber que aquello no fue en absoluto una noche loca, y que sigo firmando cada palabra.

Es lo que tiene, supongo, escribir sobre un juego edificado en torno a las sensaciones. Un juego en el que el detalle, la artesanía, y un cariño infinito y embriagador hacia dos personajes sobre los que pende un futuro incierto pesa mucho más que cualquier listado de features o pormenores técnicos. En cualquier otro caso, revisitar el mismo contenido arrojaría poco más que una mera comprobación de datos: la física de la pelota sigue siendo prometedora, el apuntado necesita pulirse, los servidores van regular. Aquí el contenido en bruto tampoco cambia, pero sí lo hacen esas sensaciones, porque The Last Guardian cuenta tantas cosas que es casi imposible asimilarlo todo en una primera lectura.

Recuerdo, por ejemplo, hablar entonces de sus carencias en el apartado técnico. Es un fantasma que sigue estando ahí, porque el juego en absoluto exhibe ese tipo de músculo que se le presupone a un juego de la llamada nueva generación (ni falta que le hace, si me preguntan a mi). Y es un asunto curioso, porque entiendo que la incapacidad para mostrar cientos de efectos en pantalla supone algo parecido a una descalificación automática cuando hablamos de un triple A, aunque a la hora de juzgar aspectos como la capacidad para transmitir cosas o los guiones escritos por niños de cuatro años seamos sorprendentemente más permisivos. Aun así, repito, este no es el lugar para debatir si la cultura del shader nos ha convertido en máquinas de contar frames: esos problemas siguen presentes, es un hecho inapelable. Sin embargo, es también algo que se amortigua enormemente cuando tienes la cabeza más fría, y no dedicas todo tu tiempo a observar cada gesto y cada movimiento de Trico. Cuando consigues escapar del hechizo (es condenadamente difícil) y dedicas algo de tiempo a observar las estancias, la arquitectura, los frisos de las paredes: The Last Guardian no es Uncharted, y estaría fantástico que lo fuera, pero como experiencia audiovisual no tiene que envidiar nada a nadie.

Es un principio que se aplica a todo el resto del juego, o al menos a lo que yo he alcanzado a ver. El de hacer muchísimo con muy poco, y el de convertir las propias limitaciones en armas para contar lo que se quiere contar. En este sentido, recuerdo hablar entonces del control y las animaciones: imprecisas, toscas, trastabilladas y ligeramente faltas de responsividad; The Last Guardian tampoco es Overwatch. Por el contario, es un juego sobre un niño que despierta al lado de un animal herido, que tiene miedo, que duda, que mira constantemente a sus espaldas mientras examina la estancia y que se trastabilla al correr porque, de nuevo, es un niño. Nunca sabremos si fue antes el huevo o la gallina, si se trata de algo deliberado o del fruto de la necesidad, pero tras esta segunda vuelta sí voy a permitirme ser tajante: The Last Guardian se controla y se mueve exactamente como tiene que hacerlo, y de no hacerlo así claramente habríamos salido perdiendo.

Pero más allá de todo esto, si hay un motivo por el que me considero afortunado es el de poder aprovechar esta segunda vuelta para volver a conocer a Trico. Para revivir toda la secuencia con los ojos de quien ya ha estado ahí, y poder reparar en detalles que pesan mucho más que las texturas del musgo sobre las piedras. Poder releer sus reacciones, reinterpretar sus gestos, y comprobar que lo que yo tomaba por inteligencia no era en absoluto una serie de eventos precocinados. Existen, qué duda cabe, porque todo apunta a una cierta linealidad y resolver determinado puzzle implica avanzar de determinada manera, pero no pasan de ser una serie de preciosas anécdotas. Lo que realmente cautiva es comprobar sus propias dudas, su manera de aproximarse al escuchar nuestra llamada y la manera en que se va forjando una confianza que en absoluto es solo cosa nuestra. A ese nivel, visto desde esa óptica, The Last Guardian es algo así como una cinemática constante, que si aparta el control de nuestras manos es exclusivamente porque esto es cosa de dos.

Pero desgraciadamente es un segundo contacto que encierra el mismo problema que el anterior. Que acaba, y que nos expulsa de ese mundo en un momento en el que estamos demasiado implicados como para no continuar. De nuevo, no seré yo el que revele un solo detalle: esperad a verlo con vuestros propios ojos. Y si acaso, sed un poquito comprensivos, y no os enfadéis demasiado cuando la cámara falle o el mando parezca no responder y os precipitéis al vacío sin que haya sido del todo culpa vuestra. Hay muchos juegos en los que esas cosas no pasan, pero se me ocurren muy pocos en los que haya alguien dispuesto a no dejarte caer. Alguien a quien realmente le importes.

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