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Avance de The Last of Us Parte II

El último baile.

De repente, una flecha. Sucede sin esperarlo, por sorpresa, como sucede todo en un mundo en el que la violencia es parte de lo cotidiano, en el que la muerte es un compañero de viaje más. Lo que parecía un paseo tranquilo entre los restos de una Seattle alfombrada de un verde que poco tiene que ver con la esperanza se rompe de pronto con un silbido, el que surge de entre los árboles, y con otro aún más agudo que se nos clava en la carne y nos hace besar el suelo. Ellie está sola, cansada, perdida, o al menos desearía seguir estándolo. La han encontrado.

Son muchos. Son demasiados. Una hilera de figuras encapuchadas peina cada centímetro de la ciénaga que ahora reclama gran parte del bulevar, tiñendo el aire de rojo con sus antorchas y dejando claro quién es ahora la presa. Se equivocan. Como un animal herido, como ese depredador que siempre es más peligroso cuando se sabe acorralado y debe luchar por su vida, Ellie se arranca la esquirla de metal del hombro y echa cuerpo a tierra, haciéndoselo pagar caro a la partida de caza. Una puñalada en la garganta, dos, tres. Al abrigo de los helechos, moviéndonos como un fantasma y despachando a los rezagados como la crueldad de un chiquillo que juega con la comida, por un momento nos permitimos ser optimistas. No dura. Un paso en falso, el fogonazo de una linterna, y la mierda por fin golpea el ventilador. Apenas recordamos como hemos conseguido alcanzar la calle, aunque sabemos que el chico al que le hemos abierto el cráneo con una tubería rota era demasiado joven para morir así. Alcanzamos la puerta, las balas siguen silbando demasiado cerca de nuestra espalda. Respiramos.

Tras improvisar un par de vendajes y romper el cristal del patio trasero toca volver al ataque; nuestro objetivo está cerca, al otro lado del parking, y también más allá de ese claro en el que una patrulla de fanáticos ajusticia a un pobre diablo sin que movamos un solo dedo. No lo conocíamos, no era nuestro problema, ya vendrán otros para vengarlo. Alcanzamos el edificio, y esta vez hacemos las cosas bien: planta tras planta, buscando resquicios entre los amasijos de piedra y hierro quemado o agazapados tras los restos de una furgoneta de reparto, eliminamos objetivo tras objetivo sin que esos malditos fanáticos sepan lo que les ha golpeado. Usamos nuestra navaja, el arco, botellas rotas, incluso un pequeño silenciador para la pistola confeccionado con trapos y lo que parece una lata de Coca-Cola, y entonces llega de nuevo el error. Un tiro en la cabeza desde una posición aparentemente segura, y un grito en una pequeña garita que habíamos olvidado peinar. "Chris está muerto. Lo han matado, joder". Quizá fuera John, o Sandra, o Eva. A estas alturas Ellie ha asesinado a demasiadas personas que significaban algo para los suyos como para recordar los detalles.

De la apresurada huida que vino después tampoco podríamos contar mucho: fue sucia, torpe y violenta, y en algún momento nos alcanzaron. Una nueva flecha clavada en el hombro, y de nuevo Ellie buscando refugio en el barro, esta vez bajo las ruedas de algo parecido a un camión. Pero Chris está muerto, y esta vez no vamos a escapar tan fácil. Pronto, un mar de botas comienza a rodear el vehículo, y tras asegurarnos de que un par de ellas no vuelvan a encajar jamás un tipo calvo y fornido nos saca a rastras de nuestro escondite. En esta ocasión tiene pinta de haber vivido lo suyo, así que rebanarle el cuello con una tijera amarrada a un bate nos hace sentir un poco menos culpables.

Corremos. Seguimos corriendo. Las balas silban por todas partes. Alcanzamos lo que parece haber sido una tienda de discos, quizá el recuerdo más doloroso del mundo antiguo en el que uno pueda pensar, y acuclillada tras el mostrador de la sección de pop-rock Ellie finaliza el trabajo. Uno a uno, como los persas en las Termópilas, los dolientes amigos de Chris, o de John, o de Sandra, van reencontrándose con su compañero, y de nuevo soñamos con escapar de una pieza. Hasta que las puertas crujen, y llega él. Un hijo de puta enorme armado con un gran pico que nos mira directamente a los ojos.

Es posible que la escena os suene, porque con sus más y sus menos, con algún ladrillo reventando alguna cabeza cambiado de sitio y algún interludio de exploración eliminado en beneficio del espectáculo, se trata de una reproducción casi exacta de los sucesos con los que Naughty Dog hiciera retumbar el E3 de 2018, levantando por el camino un montón de dedos acusatorios porque aquello, simplemente, no era posible. Porque era demasiado bueno para ser real, una acusación que en lo personal creo que suele indicar que has hecho bien tu trabajo. Fue una polémica divertida, no lo niego, pero creo que es hora de dejarla morir. Porque todo esto no pertenece a un vídeo. Todo esto, toda esta angustia, esta urgencia, esa calma malsana que de pronto era caos y odio y sangre manando torpemente de una arteria a medio seccionar, todo eso lo he vivido yo.

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Como es natural no lo he vivido de la misma manera, y quien aspire a comparar frames, cadencias y número de cadáveres puede esperar sentado. En The Last of Us Parte II dudo que existan dos partidas iguales, dos enfrentamientos que se resuelvan de la misma manera, y de entre todos los posibles ninguno recordará jamás a una demo de la feria angelina. Nadie juega como juegan en el E3, nadie habla con sus compañeros de equipo con las ínfulas de marine que se gastan en el E3, y en cuanto a los movimientos de cámara no sé vosotros, pero al llegar a una nueva localización yo tiendo a dar vueltas sobre mi mismo como un imbécil buscando algo que rapiñar antes de ensayar una panorámica majestuosa con los sticks. Que aquello era una coreografía calculada al milímetro solo sorprenderá a los de siempre, pero el resto de los mortales se alegrarán de saber que todos los pasos del baile están ahí, y que es cosa nuestra aprender a usarlos.

Se alegrarán de saber que una partida así es en efecto posible, porque ni los escudos humanos, ni los ladrillos, ni los bajos de aquel coche ni ese tiro en la cara que hoy seguimos recordando incómodos eran una exageración. Porque en lo mecánico, en lo jugable, en ese tercer gran pilar que conforma la catedral que es esta secuela junto a un apartado técnico delirante y a una clase para desarrollar personajes, diálogos y puñetazos en la boca del estómago que sigue dejando en ridículo a toda la industria, todo lo prometido era cierto. Eran ciertas las flechas perdidas que, de alcanzarnos, van minando poco a poco el medidor de salud de una Ellie que avanza renqueante y molida (las animaciones, por cierto, son una cosa de otro planeta) hasta que encuentra un momento para arrancársela, porque el gesto es pesado y dos segundos pueden suponer dejar un bonito cadáver; también lo era que se ha implementado un botón, el R2, para lanzar a la cara de los incautos cualquier botella o ladrillo que hayamos arramplado en mitad de una huida sin más miramientos, aunque queda en nuestra mano decidir si aprovechamos el periodo de confusión que esto causa para causar una baja sin jugarnos un contraataque o para, de hecho, agarrar del pescuezo a la víctima y protegernos de los disparos.

Todo son posibilidades, todo son mecánicas interactuando y revolcándose y haciendo cochinadas unas con otras, y en cuanto a la ejecución, a la plasticidad de cada pelea navajera y a esas esquivas absurdamente orgánicas que en su momento incluso ocasionaron alguna que otra pullita entre estudios, bueno, esperad y veréis. No me he parado a comprobar lo que sucede exactamente si efectuamos el movimiento cerca de un coche o en una posición elevada, pero sí se que muy pocas veces he sentido tan cierta la suciedad del combate, la muerte pasando a dos milímetros de mi cuello y la necesidad de acabar con la vida de quien tengo enfrente antes de que me mate. Tampoco creo que olvide nunca la expresión de Ellie cuando clava el puñal en un cuello, lo retuerce y por fin consigue cortar la carne, ni todas las cosas que entonces cuentan sus ojos. The Last of Us Parte II es espectacular como pocos, pero es duro como ninguno.

Y creo sinceramente que es una buena noticia, que deberíamos alegrarnos de que esa secuencia concreta no se reproduzca con una exactitud total. Lo que tendremos en su lugar son cientos, miles de alternativas, de escenarios igual de intensos e igual de jodidos construidos sobre la certeza más esperanzadora que deja el juego real: que aquello fue una coreografía, pero el combate en The Last of Us Parte II no podría estar más lejos de serlo. En cierto modo nunca lo fue, pero progresando pesadamente por los caserones abandonados y los garajes llenos de esporas del original en ocasiones se podía identificar la rutina. Una rutina que aquí ha desaparecido, en parte gracias a la propia tecnología (las mencionadas animaciones de esquiva y su efecto en el cuerpo a cuerpo, por ejemplo, o el endemoniado comportamiento de unos oponentes humanos que ahora se comunican constantemente entre sí y nos emboscan como chacales), y sobre todo como resultado de un conjunto de mecánicas y unos escenarios que entienden cada enfrentamiento, cada arena, cada parking, como un espacio de posibilidades.

Nunca es lo mismo enfrentarse a dos tipos armados con arcos que a una patrulla que lleve perros, ni será igual vérselas con infectados, humanos o combinaciones de ambos (no hace falta ser un lince para averiguar como sacarle partido a esta última situación), y todo esto se multiplica sobre el asfalto, la hierba alta y el mobiliario hecho mistos de unos entornos en los que siempre hay un cristal que romper (sin hacer ruido, cuidado), un resquicio que atravesar o un camino alternativo por el que sorprender al contrario. Hay posibilidades, en suma, y sobre todo hay herramientas para expresarnos. Y sí, es cierto que la gran mayoría de los combates comienzan con el clásico baile de siluetas, chasquidos, rodeos en cuclillas tras una hilera de estanterías y tantas bajas por la espalda como uno pueda conseguir antes de que le pillen, pero lo importante es como terminan. Improvisando, siempre improvisando. Huyendo por donde puedes, defendiéndote con lo que tengas, manteniéndote vivo un par de minutos más. Que el combate sea tan dúctil, tan maleable, tan deliciosamente aleatorio e inesperado ya sería celebrable en un Splinter Cell, en un Deus Ex o en cualquier otro videojuego de tiros y puñaladas, pero lo es mucho más en una historia, la de Ellie, sobre huir hacia delante de forma desesperada.

Y entonces llega todo lo demás. Cosas de las que puedo hablaros, que pertenecen a los muy estrictos límites de la secuencia apta para preview y que incluyen enfrentamientos con infectados tan implacables como los acechadores, unos malnacidos extremadamente sigilosos que vuelven a ser indetectables con el modo escucha y que ahora se aprovechan de una inteligencia artificial mejorada para buscar siempre nuestro ángulo muerto. También puedo hablaros de los perretes, unas criaturas tan adorables como un mordisco en la yugular y el enemigo con el que menos querréis enfrentaros: no porque de cosa matarlos, que también, sino por su obstinación a la hora de perseguirnos, siguiendo nuestro rastro con el olfato y obligando a Ellie a un desplazamiento constante por cada escenario (de nuevo el magnífico diseño de niveles es capital aquí). Incluso puedo hablaros de unos cuantos puzzles basados en físicas, de contenedores con ruedas, de planos inclinados y de las mejores cuerdas de la historia del videojuego.

Podría hablaros de todo esto, pero lo importante es lo que no me permiten contaros. Los motivos, los porqués, las razones para que Ellie actúe como lo hace y los momentos para el recuerdo de un guión que sigue sabiendo como hacernos pedazos. Mecánicamente The Last of Us Parte II es un videojuego estelar, pero no creo que nadie venga solo por eso. No sabéis lo que se os viene encima. Por favor, no dejéis que os lo arruine nadie.

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