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The Last Remnant

El videojuego global.

Por desgracia, técnicamente el título renquea de lo lindo. Al igual que ya hiciera Mistwalker con Lost Odyssey, utiliza el popular motor de Epic Games, pero el resultado sólo puede ser calificado como de lamentable. A los mencionados tiempos de carga hay que añadir continuas ralentizaciones y la circunstancia de que las texturas tarden una barbaridad en cargar: de entrada cualquier escenario aparece como directamente sacado de un título de PSX y un instante después hacen su aparición las texturas. Esta monumental chapuza se observa incluso en el menú cuando accionas la opción de ver un objeto: primero aparece un boceto y luego el ítem final. Si bien la instalación del juego en el disco duro mitiga estos inconvenientes, no los soluciona por completo, aunque eso sí, en contra de lo que suele ser habitual, el rendimiento de la versión PC es algo superior.

Hasta ahora tenemos un juego visualmente atractivo, con una historia mal planteada y unas carencias técnicas que siembran dudas más que razonables acerca de su condición de producto terminado y listo para la venta. Pero, ¿qué hay del sistema de juego? ¿qué novedades jugables se ha sacado Square Enix de la chistera para agradar en cualquier rincón del planeta? Pues la verdad es que estas novedades son más bien escasas y afectan a la forma más que al fondo.

De entrada da la impresión de que con The Last Remnant el estudio japonés ha pretendido dos cosas: simplificar las mecánicas más típicas del rol oriental e imprimir un carácter más estratégico a los combates.

Así, por un lado nos encontramos con que algunas de las tareas habituales en este tipo de juegos han desaparecido o se han reducido considerablemente. Un claro ejemplo lo constituye el hecho de que sólo puedes equipar al protagonista, pero no a los restantes miembros del grupo, que como mucho se limitarán a pedirte prestado algún objeto del inventario. Tampoco se ejerce ningún tipo de control sobre la evolución de los personajes, sino que estos suben de nivel y adquieren habilidades de forma automática al finalizar cada combate. Es más, el juego ni siquiera te informa acerca de los puntos de experiencia adquiridos ni sobre los que faltan para subir de nivel. En ocasiones tus compañeros te preguntarán acerca de su orientación (ej.: ¿mejoro la fuerza o me centro en la magia?) y tú puedes responder en un sentido o en otro, pero fuera de estos detalles el componente rolero del juego es muy liviano. Ni siquiera has de preocuparte por curar las heridas después de un combate, ya que al finalizar cada contienda las unidades recuperan automáticamente sus puntos de vida. Incluso si algún personaje muere durante la lucha, resucitará al finalizar ésta sin necesidad de que lo lleves a una iglesia ni nada por el estilo.

Lo cierto es que esta simplificación llevada a cabo parece acertada y en cierta medida se agradece, ya que alivia de carga al jugador y le permite centrarse en lo que en principio iba a ser la verdadera miga del título: la profundidad estratégica de los combates, en los cuales no manejas a personajes individuales, sino a unidades, es decir, grupos de personajes que previamente has unido a tu gusto. El problema radica en que esa profundidad es sólo aparente y en la práctica cada una de esas unidades equivale a todos los efectos a un personaje individual, por lo que el sistema de combate es en esencia el mismo que te puedes encontrar en cualquier otro juego de rol japonés por turnos, con la salvedad de que en lugar de equipar objetos para elevar las estadísticas de cada personaje, aquí lo que haces es combinar personajes para elevar las estadísticas de cada unidad.

En un alarde de pretenciosidad táctica, el juego no sólo te permite decidir qué personajes integran cada unidad, sino también la ubicación de los mismos, ya que, como si de un manager de fútbol se tratase, pone a tu disposición diferentes tipos de formación, pero de nuevo se trata de la presentación novedosa de una mecánica tradicional: al final lo único que has de hacer es elegir la formación que maximiza las características del grupo.

El resultado de todo esto es que cuando eches una partida a The Last Remnant, de entrada te sentirás desconcertado ante la gran cantidad de datos que en principio has de manejar: al librar tus primeros combates comprobarás anonadado cómo un sinfín de conceptos, variables y cifras se agolpan en la pantalla para ofrecerte una información al parecer vital, otorgando al juego una apariencia de complejidad que deja el ajedrez a la altura del tres en raya. Eso sí, tras un tiempo recorriendo mazmorras descubrirás la triste realidad: la profundidad del título es sólo fachada y más bien lo que hace es elevar el tres en raya a la altura estratégica del ajedrez.

Este sentimiento de decepción hace su aparición al poco tiempo de juego y no te abandonará hasta que lo finalices; eso si tienes suficiente paciencia para ello, ya que el título es bastante largo y, por desgracia, pesado. Y es que, pese a que se ha simplificado componente rolero para hacerlo más liviano y accesible, acaba resultando cargante. Esto se debe en gran medida a la manera en que se han implementado los combates:

  1. El nivel de exigencia es elevado y te obliga a levelear si quieres progresar en la historia. De hecho el propio diseño del juego obedece a esta finalidad: junto a la trama principal existe una cantidad enorme de misiones y objetivos secundarios poco inspirados y que en su mayor parte consisten en enviarte a una mazmorra para recuperar un objeto o salvar a una persona. Por otro lado tus propios compañeros te invitarán con frecuencia a grindear o te pedirán objetos que sólo puedes obtener derrotando a monstruos. El resultado es inmediato: la mayor parte del tiempo estarás revisitando mazmorras, ya que, de lo contrario, tienes muchas posibilidades morder el polvo ante un jefe final.

  2. La puesta en escena de los combates obedece a un único propósito: el espectáculo. Una vez que has impartido las órdenes a tus unidades y comienza el turno, asistirás a una sucesión de ataques, contraataques, bloqueos y filigranas que muestran la lucha con todo lujo de detalles (cámara lenta incluida) y que parecen directamente sacados de una película de acción. El resultado es brillante y muy cinematográfico, pero como las escenas se repiten, cuando lleves varias horas jugando te estarás preguntando por qué demonios no han incluido alguna opción para desactivarlas. Aquí el juego arrastra, además, un lastre enorme que, pese a la inclusión de QTE, acaba por cargarse el ritmo y arruinar la experiencia por completo: al enfrentarse unidades, tanto de aliados como de enemigos, el número de combatientes es muy elevado, pudiendo alcanzar tranquilamente la cifra de veinte o treinta, por lo que cada turno se hace maratoniano y cada combate, eterno.

  3. Los comandos de acción que el juego pone a tu disposición en cada turno varían de forma arbitraria. Esto sucede sobre todo cuando te enfrentas a jefes finales o a enemigos especialmente duros y hace que aumente de forma chapucera y artificial la dificultad, ya que es perfectamente factible que no te aparezcan las opciones que más necesitas en un momento determinado. Así, puede suceder que al comenzar el combate, cuando todas tus unidades están intactas, en el menú de comandos de cada una de ellas aparezca la opción de curar y que, sin embargo, dicha posibilidad no esté disponible en un turno posterior pese a haber recibido gran cantidad de daño.

The Last Remnant es, en resumidas cuentas, un RPG por turnos de libro al que le han aplicado unos brochazos mal dados para disimularlo y, en este sentido, las novedades que Square Enix se ha sacado de la manga son puramente formales. El problema radica en que como RPG clásico tampoco funciona, por lo que el resultado final es un juego largo, pesado como él solo, con una historia insustancial y técnicamente deficiente, al que sólo cabe reconocerle el mérito de sus fantásticos diseños gráficos y una banda sonora excelente.

Pobre balance para un título llamado a poner a prueba tus dotes como estratega, pero que nunca te exigirá la grandeza militar de Napoleón, sino más bien la paciencia resignada de San Francisco de Asís.

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