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Avance de The Legend of Zelda: Breath of the Wild

Abre los ojos.

La escena introductoria de Breath of the Wild, de apenas un par de minutos de duración, es una experiencia absolutamente reveladora. Uno de esos pequeños bucles tan Nintendo que, como sucediera en el primer nivel de Super Mario Bros, sintetiza de manera casi perfecta todas las mecánicas, todo el diseño y toda la filosofía del juego. Una declaración de intenciones, en definitiva, que llama aun más la atención al servir de brevísimo punto de partida a un juego que se promete tan basto e inabarcable. Puede que se trate de un momento que se olvide pronto, sepultado ante el peso de todo lo demás, pero aquí está todo lo que necesitamos saber.

Link, como es tradición, comienza dormido, pero esta vez no hay aldeanos bajo tu ventana, ni nadie viene a despertarte para salir a jugar. El entorno es extraño, y solo escuchamos una voz femenina, casi maternal, que nos pide que abramos los ojos. Tras levantarnos de una cuna llena de líquido (la simbología es poderosa, repito) y dar un par de pasos confusos, nos encontramos con un extraño pilar de apariencia futurista, y con un dispositivo, la Tabla Sheikah, que hace tambalear de un plumazo todo lo que creíamos saber sobre la saga introduciendo un elemento totalmente nuevo: la tecnología. En la siguiente estancia, y tras abrir un par de cofres (¿acaso no es esa la esencia de Zelda?) y descubrir en su interior una blusa y un par de pantalones, reparamos en otro detalle lleno de significado: estamos desnudos. Se hace la luz y, cegados, corremos por un estrecho corredor hasta darnos de bruces con la inmensidad de un mundo que no conocemos. Nadie nos explica nada. No sabemos por qué estamos allí. Efectivamente, estamos naciendo.

Una de las historias más repetidas por el mismo Miyamoto es la del origen de Zelda, y su intención de recrear en un videojuego su propia infancia recorriendo bosquecillos y pequeñas cuevas en los alrededores de Kyoto. Así nació el primer Zelda, un juego que, pese a sus mazmorras, sus puzzles y sus señores con espadas trataba sobre la exploración. Sobre el descubrimiento. Es una idea fundacional que se ha ido perdiendo con el tiempo, ensombrecida por las propias convenciones de una serie que debería valerse de ellas solo para reconstruir esa sensación inicial. Por eso, en muchos sentidos, este Zelda representa una vuelta a los orígenes, una primera entrega que cobra nueva vida y que nos vuelve a poner en el papel de un niño perdido en el bosque, un niño que corre, y juega, y experimenta, porque todo es nuevo para él. Un recién nacido en un mundo que es abierto no por su extensión, sino por su capacidad para sorprender. Habrá quien lo tilde de vacío, y no le faltará razón: a tenor de lo jugado, Breath of the Wild está vacío, sí, de la misma manera que lo estaba Wind Waker, o Shadow of the Colossus. Está vacío porque es un mundo, y no un parque de atracciones.

En ese sentido, resulta significativa la manera elegida por Nintendo para enfocar una de las dos demos que estructuraban las sesiones de prueba del juego. En un punto aleatorio, y sin ninguna explicación, se nos pedía que, simplemente, probáramos cosas. Que fuéramos de aquí para allá, que intentáramos cazar, prender fuego a unas ramas o escondernos entre los matorrales. Era un comienzo desorientador, porque todos hemos jugado a The Witcher y resulta extraño que ningún icono te indique lo que tienes que hacer. En mi caso, y tras trepar a un árbol para recoger unas cuantas piezas de fruta, intenté aprovechar una fogata cercana para incendiar la punta de una de mis flechas. Me debí dejar llevar por el entusiasmo, porque a los pocos segundos ardió el arco entero. Según me comentaron, aquello no había sucedido nunca.

Mi siguiente opción fue escalar, claro. Sabía que podía hacerlo, de nuevo, por un pequeño detalle introducido en esos dos minutos que lo explican todo: un montículo en la cueva, justo antes del final, que solo está ahí para enseñarnos que puede superarse y para introducir de paso otra de las principales diferencias mecánicas: un indicador circular que gestiona la stamina, un concepto hasta ahora ajeno a Zelda y que pasa a gobernar el tiempo que podemos permanecer nadando, o lo alto que podemos trepar sin que una inoportuna pájara nos precipite a la muerte. Nuevamente, el aprendizaje viene por ensayo y error, por ahogarse en la ciénaga y meterse unos mantecados de campeonato, por pelarse las rodillas; si queremos mejorar nuestras opciones tocará invertir con cabeza los corazones que hasta ahora solo eran sinónimo de salud. Hasta ahí, a esa elección entre dos stats, llega la profundidad rolera de un juego que si introduce estadísticas las reduce a un número sencillo, un dos, un tres, un nueve, en el valor de daño de una rama o un espadón. Sinceramente, no creo que haya para alarmarse.

Con la lección aprendida, nos encontramos con el primer enemigo, e instintivamente elevamos la guardia y conservamos el aliento, temiendo que cada espadazo nos cueste una porción del círculo y un exceso de ímpetu nos deje vendidos frente al agresor. Por suerte, en Nintendo no se han vuelto locos, y esto no es un Dark Souls. Atacar es gratis porque, de nuevo, somos un niño con una rama enfrentándose a una bola de colores, aunque la escuela From Software sí deja entrever su influencia en conceptos que son, o deberían ser, más universales: la cadencia, la esquiva, la gestión del espacio y el intercambio de golpes que conectan cuando conectan y no esconden nada más allá de lo que el ojo desnudo ve. El sistema es incontestable, las animaciones vuelven a oler a Nocilla, y si se aprecia algún nubarrón es en esa temida "feature" que amenaza con armas que se desgastan y un looteo incesante que destruya el ritmo y convierta el juego en una tabla de Excel. He jugado poco, pero qué queréis que os diga: en mi caso, recogí manzanas, estropeé un par de palos y una vez que conseguí hacerme con el hacha de un leñador (tras insistir un par de veces e intentar guindársela de improviso, aquí nada nos viene dado) mis posibilidades mejoraron dramáticamente. También me sirvió para echar abajo un árbol, y convertir su tronco en un manojo de tablas que supongo servirán para algo. Como digo, es un juego realmente bonito.

De las mazmorras poco os puedo hablar, porque no llegué a topar con ninguna y porque aunque lo hubiera hecho estaba demasiado distraído intentando atrapar a unos ciervos. Hablo de las principales, claro, de esos templos del agua que sin duda vendrán y que también, aunque un poco menos, forman parte de lo que entendemos por Zelda. Sí tuve tiempo de investigar una de las pequeñas, uno de esos templitos secundarios que se levantan aquí y allá y permiten practicar algo de gimnasia mental, hacerse con una pequeña recompensa y seguir el camino. En el mío (qué bonito es poder decir eso) había un par de fosos y dos enormes puertas de metal que superé haciendo uso de un poder magnético que seguro habréis visto en los vídeos: sí, también sirve para dejar caer cosas sobre los malos. Como introducción a lo que podrá suponer el mazmorreo en este Zelda es prometedor, y deja con ganas de más. Por eso supongo que es una buena noticia que vaya a haber más de cien, y por eso supongo también que quizá no todo está tan vacío como vaticinan los agoreros. Aun así, me vais a permitir que no hable más de números. No me parece de buena educación.

Y por el mismo motivo me voy a abstener de hablar de los gráficos, al menos en ciertos términos. Sí, es cierto que la tasa de frames aún es endeble, y que podríamos estar hablando de filtros y problemas de aliasing toda la tarde. Entiendo que mientras escribo hay gente muy lista trabajando en ello, así que yo prefiero quedarme con que son muy bonitos. Puede que no sea la manera más técnica de atacar el asunto, pero es lo que tenemos los niños: que aun no tenemos edad para hablar de ciertas cosas, y que los colorines y el movimiento bastan para mantenernos pegados a la pantalla. Yo ayer volví a ser uno, y ahora mismo solo quiero tocarlo todo, quedarme jugando hasta más de las diez y volver triunfal al patio a la mañana siguiente, para enseñarle a todos lo que descubrí ayer. Puede que sea todo un sueño, porque tengo treinta y seis años y un montón de facturas pendientes, pero no tengo la más mínima intención de hacer caso a las voces que me hablan de despertar.

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