Avance de The Legend of Zelda: Breath of the Wild
El héroe del tiempo.
Durante los veinte primeros minutos de Ocarina of Time, y tras un confuso sueño en el que presenciamos impotentes como las puertas del castillo se abren y la princesa vuelve a alejarse, el niño sin hada recibe por fin la visita de Navi, y el Arbol Deku nos confía el destino del mundo tras revelarnos que ha sido presa de una terrible maldición. Años antes, en los minutos iniciales de Link's Awakening, nuestra balsa zozobra bajo la tormenta, y Marin nos encuentra tendidos en una playa, a los pies de una misteriosa montaña coronada por el huevo del pez viento. La entrega de Super Nintendo, a Link to the Past, tampoco necesita mucho más de veinte minutos para hacerse inolvidable: es el tiempo que tardamos en infiltrarnos en el castillo de Hyrule al abrigo de la noche tras escuchar la voz de la princesa en sueños, para terminar huyendo con ella a través de un pasaje secreto. Como sucediera durante el pasado E3, el tiempo a solas con la última entrega de la franquicia durante el reciente evento de presentación de Switch se vendía realmente caro, pero veinte minutos pueden dar para mucho cuando hablamos de Zelda.
Dejando de lado los evidentes problemas logísticos (incluso con dicha limitación, las colas para acceder a la demo eran espectaculares) y el hecho de que un evento de unas tres horas no da para muchas alegrías, creo que la estrategia de Nintendo está más que clara: dejarte con ganas de más, y sacar pecho de las posibilidades del Zelda más grande que el mundo ha conocido haciendo exactamente lo contrario: encerrándolo en un frasco muy chiquitito. Por eso, y salvando el asunto del cambio de plataforma, en cierto modo era irrelevante que aquella demo fuera en esencia la misma que vimos durante la feria americana: la sensación que prevalece al final es que se trata de un fragmento que podría jugarse diez, quince, veinte veces, y obtener en cada caso unos resultados completamente diferentes. De eso se supone que van los mundos abiertos, y creo que en ese sentido las cosas no podrían pintar mejor.
Sin embargo, y pese a que el mantra más repetido al hablar de este Zelda sea precisamente ese, el de la amplitud y el haz lo que quieras, no es mal ejercicio el de pasar lista a todos esos momentos inolvidables y recordar que Zelda debería ser algo más. No hay más que fijarse en el último tráiler, ese que nos hizo a todos un nudo en el estómago a las seis de la mañana de un viernes: es cierto que comenzaba, de nuevo con grandes paisajes, y travesías a caballo, y parajes nevados que no desentonarían en un Skyrim, pero lo que nos pegó a todos cerca de la patata fue ese plano de Zelda llorando bajo la lluvia. Por eso resulta tranquilizador que Breath of the Wild se esfuerce en encontrar pronto un hilo conductor, un contexto, y que tras esa carrera al salir de la cueva en la que el juego nos promete el mundo pronto comiencen a suceder cosas. Solo fueron veinte minutos, insisto, pero ya hemos oído hablar de Ganon, y del castillo de Hyrule, y hemos podido escalar una de esas torres que están surgiendo en el horizonte. Puede que el tiempo acabe dando la razón a quienes hablan de una experiencia diluida bajo el peso de toda esa libertad, pero por el momento las cosas parecen bajo control.
Otra de las ventajas de estar lidiando con la misma versión de prueba que hace unos cuantos meses es venir con la lección aprendida, o lo que es lo mismo, poder resistirse a la tentación de emplear todo tu tiempo en echar árboles abajo o comprobar lo que pasa si le prendes fuego a unos matorrales. Algo de eso hubo, para qué nos vamos a engañar, pero en esta ocasión mi inagotable vocación informativa me impulsó a intentar una estrategia diferente: cubrir todo el terreno posible, intentar meterme en problemas, y sacarle el máximo jugo a un sistema de combate que ya entonces dejaba ver cierto coqueteo con el ritmo y la contundencia de los juegos de la saga Souls. Tampoco quiero que se me malinterprete, porque hablamos de una contundencia de colorines que sigue haciéndose perfectamente accesible a todo tipo de públicos, pero tanto la cadencia de los enfrentamientos como la manera de medir las distancias de los enemigos aportan un ritmo diferente al conjunto, y en general todo el sistema ha ganado en interés. Puede que parte del mérito esté en la propia disposición del mundo, y en un mapeado inmenso que hace difícil no tomar un pequeño desvío para encargarnos de un par de Bokoblins que lanzan flechas desde lo alto de una loma. Además, que yo recuerde, ningún Zelda me había hecho plantearme si el daño extra de un hacha a dos manos compensa tener que perder el escudo.
Son precisamente esos pequeños desvíos, esas figuras recortadas contra el horizonte, las que hacen que a la hora de buscar referentes el primer sospechoso sea Wind Waker, otro Zelda especial que abandonaba al jugador en medio de la inmensidad y confiaba lo suficiente en sí mismo como para no temer a los tiempos muertos. Como Wind Waker, Breath of the Wild es un juego melancólico, pausado, de esos que dejan tiempo para reflexionar. Un juego de grandes travesías en el que los islotes son ruinas, o torres, o templos, y el océano una inmensa extensión de terreno virgen, o un puente que debes cruzar. También, como aquel, es un juego precioso, aunque quizá de otra manera, porque los colores son más apagados, la iluminación es más tenue y nada tiene aspecto de serie de dibujos de sábado por la mañana. Da igual: solo hay que pararse durante un par de minutos en lo alto de una colina y observar como el viento mece la hierba. Como digo, hay algo triste en Breath of the Wild. Dios no lo quiera, pero en ocasiones se siente como una carta de despedida.
Así las cosas, entenderéis que a uno le cueste fijarse en lo técnico. Supongo que es lo suyo, porque en el fondo hablamos de una demostración doble: la de el propio juego, y la de una plataforma que tiene en el su principal carta de presentación y el primer gran examen en cuanto a rendimiento en bruto. Y no voy a decir que lo suspenda, porque la mayor parte del tiempo todo funciona estupendamente, pero cuando la cosa se pone especialmente flamenca en términos de carga gráfica la máquina rompe a sudar. Irónicamente, es un problema que solo llegué a apreciar con la consola conectada en su base, y que supongo podría achacarse a ese ligero aumento de resolución respecto a los 720p de un modo portátil que al menos en mi caso mantuvo el tipo en todo momento. Aun así, tampoco hablamos de nada grave, y supongo que tocará esperar hasta poder testear con más calma su versión final: veinte minutos se antojan cortos para atreverse a sacar conclusiones, pero por suerte, como en todos los Zelda, sobran para darse cuenta de que estamos ante algo muy especial.