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Análisis de The Legend of Zelda: Skyward Sword HD - Un juego soberbio que no tiene la culpa de nada

A Link to the Past.

Eurogamer.es - Recomendado sello
Una implementación algo torpe de un sistema de control mágico impide a Skyward Sword HD ser la mejor versión de un videojuego excelente.

Ocurre a las pocas horas de comenzar, cuando todavía estamos familiarizándonos con los controles, en esas horas en las que todo es mágico. El protagonista es el de siempre, un chico espigado e inquieto, audaz, completamente vestido de verde, y la escena os sonará seguro porque la hemos vivido mil veces. Frente a nosotros, clavada en la piedra hasta el guardamano, la espada maestra nos señala como el elegido, y solo resta elevarla hacia el cielo para recibir la bendición de la diosa. Y por eso Skyward Sword es especial. Porque la historia del videojuego es una historia de compromisos, de capitulaciones, de fantasías recreadas con cuatro texturas planas y de la imaginación rellenando los huecos de una simulación a medias, pero esta vez todo sucedió de verdad. Esta vez asimos la espada con ambas manos, la liberamos suavemente con un movimiento vertical y sentimos ese cosquilleo de energía pura recorrer nuestro brazo al alzarla con orgullo hacia arriba. Esta vez levantamos la espada, y no nos limitamos a pulsar "A". No es sencillo legitimar de un plumazo un hardware, una plataforma de sobremesa y una alternativa de control tan polémica como la detección de movimientos, pero este Zelda lo consiguió. Los videojuegos son esto. O al menos deberían aspirar a serlo.

Siendo cierto que creo que hay pocos momentos más significativos en la historia del videojuego reciente, creo que sería injusto reducir a ese pasaje de magia e ilusión pura las credenciales de una entrega que de un modo u otro siempre ha estado en el centro de la polémica, aunque jugándolo cueste tanto entender el por qué. Como Zelda tridimensional, como colección de mazmorras, de cachivaches y sobre todo de recuerdos, Skyward Sword ya sería excelente si se limitase a jugar seguro, si sus expectativas hubieran sido más manejables. No lo eran. Con Skyward Sword Nintendo quería reivindicarse, sí, quería dar validez a una idea que había quedado sepultada bajo toneladas de shovelware y quería gritar "os lo dije", pero también quería hacer algo más importante: seguir mirando al futuro, y plantar las bases del mejor videojuego de todos los tiempos. Skyward Sword, y esa es la mayor sorpresa que deja jugarlo en 2021, es ante todo un embrión de Breath of the Wild, y un enlace entre lo nuevo y lo viejo. Se llama "Skyward Sword", pero no hubiera ido mal que se llamase "a Link to the Past".

Profundizaremos en ello, pero creo que lo justo es comenzar por los méritos que le son propios, y por los tres grandes hallazgos que, a modo de su particular trifuerza, le hacen hoy tan relevante como diría que incomprendido en su día. Y por sensaciones, por posibilidades, y por su manera de capturar la magia de la franquicia y nuestras infancias enteras cual hada en un pequeño frasco, el primero tiene que ser el control. Skyward Sword es la Wii, es el control por movimiento, es la demostración de que Nintendo tenía razón, y antes que todo eso es una tormenta de ideas que sigue con respeto reverencial el precepto más básico en los documentos de diseño de la compañía: si una idea es buena utilízala unos minutos y tírala a la basura para dejar espacio a otra mejor todavía.

Y por eso los momentos de los que hablaba no paran de sucederse; por eso algo tan sencillo como hacer rodar una bomba es emocionante, por eso el escudo se siente tan verdadero, y por eso volver a ese cielo ha sido como volver a casa. A propósito del arco, y de la manera en la que el juego nos pide separar los mandos físicamente para tensar la cuerda, escribía Víctor Martínez hace diez años que "si tantos años de juegos sin magia no os han conseguido matar por dentro, veréis una flecha entre ellos, a punto de ser disparada", y encuentro difícil ser más certero. Yo mismo llevo diez años recordando el cielo, el pelícaro, y el majestuoso batir de sus alas al compás de mi mano. Creo que nunca había disfrutado tanto del viaje. ¿Quizá en Wind Waker?

Qué va. Ni entonces.

Pero hablábamos al principio de espadas, y de escudos, y toca hacerlo también del objetivo real de todas estas ideas y de esta apuesta suicida por un dispositivo que hasta entonces se había convertido en una máquina de decepcionar. Skyward Sword es ante todo una espada apuntando hacia el cielo y cayendo después sobre el enemigo, y todo su mundo, todos los personajes que lo pueblan y las historias que cuentan, todas sus mazmorras, incluso, no son más que pretextos para el combate. Un combate que por fin es real, que no necesita explicarse porque es tan sencillo como empuñar esa hoja y lanzarse a salvar el mundo. Y quizá por eso sea un acierto que en esta ocasión den la lección por sabida y nuestra acompañante virtual sea un puntito menos intrusiva: Fay va bien para el consejo puntual, para la pista y para sentirse un poco menos solo, pero por lo demás todo lo que debemos saber es que la espada corta, que la punta pincha y que nuestros movimientos son los de Link.

En este sentido, el de cumplir un sueño, el éxito es arrollador y absoluto, y Nintendo fue lo suficientemente inteligente como para sacar pecho con cada enemigo y con cada diseño, planteando hidras de tres cabezas que han de morir a la vez trazando el ángulo correcto del tajo o arañas con un punto débil en la panza que solo caerán de una estocada certera. Touché.

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Muy poco más necesita Skyward Sword para sentirse especial, relevante e incluso necesario hoy en día, porque tristemente nadie pareció interesado en recoger el testigo y los juegos de combate con espadas realmente libres no pasan de ser una anécdota. Aún así, estábamos hablando de ambición sin medida, y un Zelda que aspire a todo no puede conformarse con ningún gimmick, por más demoledor que resulte. Zelda son puzzles, mazmorras, objetos, cofres que se abren y momentos eureka, y Skyward Sword no se conforma solo con ser excelente aquí: es expansivo, es revolucionario, es en cierto modo el Zelda total. Es el juego que derribó los muros del templo y acabó con los tiempos muertos, es la aventura que dictaminó que la mazmorra era el juego y el juego era la mazmorra. Y lo hizo sin renunciar siquiera a la estructura tradicional, porque ahí está su segundo gran hallazgo y otro de los puentes que tiende entre pasado y futuro: en Skyward Sword hay mazmorras, por supuesto, y de hecho algunas se cuentan entre los ejemplos más desarmantes de inteligencia espacial que servidor le recuerda a la rama tridimensional de la saga, pero resulta difícil dar un número exacto porque los trayectos también son mazmorra.

Porque nunca dejamos de jugar, porque sus mapeados son un complejo entramado de secretos y pasarelas y porque avanzar implica un puzzle continuo; resulta muy significativo que solo en el cielo, en el aire, en el vacío, el entorno nos de una tregua, y ni siquiera. Sobre las nubes, Skyward Sword, es nuestra aldea, nuestro lugar seguro, y también un complejo entramado e islas flotantes que esconden secretos, ambientan misiones secundarias e incluso se hacen eco de nuestros progresos en tierra de forma tremendamente elegante; bajo ellas, es el antecesor de un Breath of the Wild que entendía el propio mundo como un juguete. Es más cerrado, más estático, más predecible, es algo escrito frente a la libertad, pero es una semilla. Es un comienzo.

Es como digo la experiencia Zelda definitiva, si es que la entendemos como ese duelo de caballeros con un entorno que va abriéndose poco a poco, cofre a cofre e ítem a ítem, al ritmo de nuestros aciertos. Así había sido la serie hasta entonces, una colección de rompecabezas discretos que recompensaban a los jugadores observadores con soluciones concretas, una idea que funcionaba y que hubiera seguido funcionando toda la vida, pero estamos hablando de Nintendo: tocaba hacer espacio para otra aún mejor. Para algo más vivo, más maleable y más emergente, y para el tercer argumento a favor de la relevancia histórica de este Skyward: su apuesta por convertir el mundo en un ente físico. Esa es la idea que terminó de germinar en Breath of the Wild, ese es su nexo de unión más fuerte, y eso es lo que más maravilla visto con la perspectiva del tiempo: todo estaba ya aquí.

Esbozado, apuntado, pero determinando desde el comienzo el diseño de un juego en el que las cuerdas se cortan, los enemigos arden y un tronco puede seccionarse en catorce partes si somos más rápidos que la gravedad. Un juego en el que las soluciones a veces se nos resisten por no acertar con el ángulo, en el que los escudos se rompen si los golpean muchas veces seguidas o se queman si son de madera. Un juego, válgame dios, en el que la escalada la gobierna un medidor circular de stamina. No hay más preguntas, señoría.

Parecen argumentos suficientes para lanzarse a la calle a celebrar la segunda venida de un juego que quizá hoy pueda ser valorado como merece, pero hay un motivo por el que hasta ahora me he ahorrado la coletilla HD, y que me perdonen los dioses del SEO. Todos estos logros, todos estos avances, todo el mérito de una visión revolucionaria y genial que revitalizó la franquicia antes incluso de que supiéramos que lo necesitaba, son del original de Wii. Un juego que salió en 2011, que tuvo que lidiar con una tecnología a priori inferior y que hizo lo más difícil, es decir, todo. Ahora solo quedaba empujarla, y de esta remasterización lo mínimo que cabría esperar es la mejor versión posible del clásico. Que solo sea así en parte es lo preocupante.

Y hablo de una preocupación sincera, de una Nintendo que me duele y de una aparente comodidad en el mínimo esfuerzo que ya dura demasiado y que sonroja especialmente cuando te recuerdan un pasado de este calibre. Y por eso prefiero empezar por las buenas noticias, todas las que tiene que ver con un apartado artístico arriesgado en su día que quizá sufrió como pocos los problemas de definición de la pequeña sobremesa blanca: pocas veces me he alegrado de manera tan instintiva de leer un "HD" tras un título conocido, y con el juego final en la mano puedo confirmar que por fin se le ha hecho justicia a ese look de acuarela que parecía torpe y desgarbado entonces. Skyward Sword es una explosión de color en tonos inusuales, son texturas resueltas casi a brochazos y es un coqueteo constante con el impresionismo que resulta en ocasiones irregular pero que golpea bien duro cuando acierta. Todo bien en este apartado, pero esto no era lo complicado.

Si Skyward Sword era difícil de adaptar era por su control, aunque los Joy-Con parecían haber nacido para este partido. Con ocho años de I+D a las espaldas y los artesanos de la compañía velando por su legado lo natural era esperar que se hubiera echado el resto aquí, que Skyward Sword HD sería una experiencia 1:1 y el magnum opus del concepto de Wii, y me duele responder que sí y no. Creo que lo es, o que se acerca a serlo, con la espada en las manos, cuando toca repartir tajos horizontales para partir a una planta carnívora por la mitad o encontrar el hueco en la guardia de un Bokoblin espadachín; cuando cada sutil inclinación el Joy-Con se refleja en el ángulo de la hoja. Un diez en este apartado, pero el apuntado es un pequeño desastre.

Y no por imprecisión, sino por un asunto de hardware: en Skyward Sword HD es relativamente sencillo acertarle a algo con el tirachinas, pero no es de recibo que para hacerlo tengas que recalibrar el punto de mira cada vez que lo sacas. Es un problema, el de ese punto de referencia que se vuelve loco y nos orienta hacia el techo o al suelo cada pocos minutos, que se extiende a todos los sistemas que requieren de apuntado, con lo que tareas a priori rutinarias como dar un garbeo con el escarabajo pronto se convierten en un pequeño suplicio, y después en simple memoria muscular: teóricamente estas herramientas se sacan con el gatillo derecho, pero si te acostumbras a pulsar el botón de recalibrar inmediatamente después de manera automática te ahorras muchos problemas. ¿La causa? Entiendo que un ligero desfase entre el ángulo real del periférico y el que registra el juego que simplemente se va acumulando, pero lo que parece evidente es que la solución estaba clara desde el principio: un punto de referencia físico. Quizá lo que nos han intentado vender como tecnología revolucionaria sigue siendo inferior a una pequeña barra sensora de cinco euros.

Hay otra alternativa, aunque tentado estoy de no mencionarla: Skyward Sword HD se puede jugar en portátil exactamente igual que se puede mezclar un Vega Sicilia con Coca-Cola, y debería evitarse exactamente por los mismos motivos. Motivos que esta vez tienen poco que ver con la pereza de la adaptación y mucho con el espíritu del juego, aunque no hubiera estado de más buscar soluciones un poco imaginativas. No ha sido el caso, y lo que tenemos al fin es un simple apaño que ante el brete de condensar tres ejes de movimiento (desplazamiento, cámara libre y ángulo de la espada) en dos sticks físicos simplemente prescinde de uno de ellos. Jugando en portátil no hay cámara libre, sin más, y el stick derecho se dedica por completo a las acometidas de una espada que funciona, pero que deja de tener gracia.

Si hay algo que no contaba con ver es a una Nintendo conformista con el control, pero aunque duela ver tropezar aquí a este juego concretamente, dudo que sea un motivo para dejarlo pasar. Es cierto que el asunto de la calibración puede ser un fastidio y que cuesta hacerse a la idea de que a esto no vamos a poder jugar en el metro, pero por lo demás no creo que Skyward Sword (sin el HD, ojo) merezca todo el revuelo que se ha formado a su alrededor, y especialmente si se dejó pasar en su día no puedo hacer otra cosa que recomendarlo de todo corazón. Porque Skyward Sword no es su precio, ni el de su amiibo, ni el maltrecho aniversario de Zelda. Skyward Sword es un juego que de verdad apuntaba hacia el cielo, aunque la Nintendo de hoy parezca empeñada en apuntar un poquito más abajo. Concretamente, a la altura de la caja registradora.

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