The Rogue Prince of Persia es básicamente Dead Cells 2
Bendito problema.
Por fin corren buenos tiempos para Prince of Persia. Tras reventarlo con The Lost Crown, la obra maestra de Ubisoft Montpellier y, vamos a decirlo ya, con diferencia uno de los mejores juegos que se han publicado hasta la fecha en 2024, parece que la consigna está clara: explotar su identidad propia, perderle el miedo a las modas y alejarse lo máximo posible de Assassin’s Creed y de las posibles comparaciones con la otra saga de parkour e inspiración oriental que podría hacer parecer redundante a la saga de Jordan Mechner. Prince of Persia siempre ha significado fosos con pinchos, pasarelas de piedra que se derrumban y saltos apurados al milímetro sobre el abismo, y cuando se centra en eso no hay nadie que pueda ganarle.
Quizá no corran tan buenos para el roguelite de acción y para esa eterna batidora de géneros que insiste en arrojarnos roguitos de tiros, de cartas, de coches o de pinballs mezclados con dual stick shooter, buscando desesperadamente replicar el éxito de los grandes, de los que definieron el género, lo hicieron exportar y desataron la fiebre: de los Nuclear Throne, Slay the Spire y Binding of Isaac del mundo, y sobre todo de un juego, Dead Cells, que en el fondo siempre fue algo así como la suma perfecta de todos ellos. Brillante en su planteamiento, inteligentísimo a la hora de juguetear con el equipamiento y sus correspondientes sinergias, y sobre todo endiablado en su manera de plantear esos dos arcos de progresión simultáneos, el interno y el externo a cada run, que realmente definen el género y alimentan la adicción desbocada, Dead Cells era, y sigue siendo, el patrón oro del roguelite y a la vez una suerte de metroidvania infinito al que no puedes evitar volver una y otra vez no por nada de esto, sino por una razón muy simple: su game feel. Su movilidad. Sus animaciones. Su enfermiza respuesta al control. El inmenso e inexplicable gustito que despide cada espadazo.
Es una suerte que Dead Cells también haya sido siempre, a grandes rasgos, un Prince of Persia con muerte permanente.
Por eso me creo las palabras de la buena gente de Evil Empire cuando comentan en un pequeño vídeo previo a nuestra sesión de juego que la idea de The Rogue Prince of Persia surgió prácticamente sola, como un paso evolutivo casi natural: por qué no tomar todo lo que hemos aprendido desarrollando Dead Cells y aplicarlo a un roguelite ambientado en la saga. Supongo también que costó poco convencer a Ubisoft, porque como digo pocas veces un mash up de este tipo se ha sentido tan natural y, ante todo, tan respetuoso con ambas franquicias: The Rogue Prince of Persia se mueve entre ellas con una naturalidad prodigiosa porque como digo una no es más que una evolución de la otra, y más allá de la ambientación en sí, o de un argumento que vuelve a contarnos por enésima vez la misma invasión de Persia (aunque esta vez con un giro juguetón e inteligentisimo), su verdadero mérito es el de haber sabido encontrar en la esencia de Prince of Persia algo que pudiera potenciar las pulidísimas mecánicas de Dead Cells. The Rogue Prince of Persia no es una skin, es una evolución, algo muy parecido a una secuela, y la respuesta está en una sola palabra: parkour.
Y es que a nadie se le escapa que la movilidad era uno de los ganchos más seductores del original, pero a nuestro decapitado le faltaba desarrollar una habilidad que realmente marca la diferencia: el wall run. El poder de correr por las paredes. Pero no me refiero a la tímida escalada de muros, ni siquiera a los exploits avanzados que permitían aprovechar la Spider Rune para acelerar el ascenso: me refiero a un rediseño total del juego y de su forma de trazar mapeados procedurales para aprovechar un plano generalmente olvidado: el del fondo del escenario. Por eso en The Rogue Prince of Persia es importante fijarse en el decorado de cada habitación, en si se compone de una sólida pared de ladrillo o hay ventanas o grietas que la interrumpan. Básicamente porque no es un decorado en absoluto. Porque una simple pulsación de gatillo nos permite corretear por ese nuevo eje, y las ventanas se convierten en obstáculos y las paredes lisas en avenidas por las que prolongar un salto o alcanzar una nueva plataforma o el cuello de un enemigo desprevenido. Es, en definitiva, una variable, una dimensión más que se incorpora al diseño de cada estancia y de cada mapa para multiplicar las posibilidades del desplazamiento y el propio combate, porque por supuesto que habrá usos ofensivos de todo esto o jefes que nos exijan dominarlo para esquivar sus ataques.
No es la única mecánica que saca petróleo del diseño plataformero de los Prince of Persia más añejos, y por supuesto vamos a poder balancearnos en barras, hacer equilibrios sobre salientes y deslizarnos por pendientes inclinadas con una soltura y una elegancia para la que el referente más inmediato vuelve a ser la propia saga y más concretamente The Lost Crown. De hecho, The Rogue Prince of Persia también tiene en común con el juego de Montpellier su insistencia en los obstáculos y las trampas de toda la vida, en las ruedas dentadas y los fosos y las paredes con pinchos: de hecho, y como también sucediera en el propio Dead Cells, de cuando en cuando los mapeados nos permitirán alcanzar estancias que funcionan de manera independiente, con desafíos de movimiento puros que nos recompensarán con un cofre de los gordos si conseguimos superar secuencias de plataformas que ignoro si siguen siendo procedurales, aunque de serlo podrían ser el primer indicio de la rebelión de las máquinas, porque alguien que ha diseñado algo así sin duda odia a la humanidad.
Si resultan más seductoras que desesperantes es porque el control sabe estar a la altura, y porque, de nuevo, el juego recicla muchísimas cosas de Dead Cells, pero afortunadamente la primera es el game feel. Es algo que se hace evidente en el desplazamiento, en el traversal, pero que realmente explota cuando empiezas a combinarlo con el combate. Y hablo de combinarlo porque en The Rogue Prince of Persia es raro no estar haciendo ambas cosas a la vez. Son raras las habitaciones estancas en las que solo nos desplazamos sin oposición, y es más infrecuente aún resolver un solo combate sin apoyarte en la movilidad extrema de tu personaje. Así, movimientos como la esquiva nos dan la capacidad de ganarle la espalda a los enemigos de manera acrobática, y el combate a media distancia pronto pierde el sentido cuando entiendes que un wall run a tiempo la convierte en corta y en otra presa fácil para nuestras patadas, un movimiento melee que resulta “gratuito” y, por ejemplo, compensa su bajo nivel de daño con la capacidad de propinar un buen empujón a los enemigos, que podrían chocar entre sí y quedar aturdidos, impactar con una pared o incluso despeñarse por un precipicio. Cada una de estas situaciones implica ventajas tácticas importantes, sobre todo al combinarla con los ataques normales de nuestro arma principal, con su versión cargada (que generalmente permite, por ejemplo, atravesar filas de enemigos) o con un rosario de armas secundarias que por el momento no incorpora torretas, pero sí arcos, chakrams, escudos o incluso ganchos.
Por lo demás, el bucle fundamental del juego sigue implicando profundizar cada vez más en la mazmorra localizando nuevas piezas de loot que no solo nos permitan remozar el arsenal principal y recorrer una horquilla de dagas, hachas o espadas dobles que vuelven a funcionar de manera muy similar a como lo hacían en Dead Cells, sino sobre todo acceder con ello a nuevos efectos de estado y con ellos a nuevas sinergias. La verdadera madre del cordero de un juego igual de enfocado a buscar la build perfecta que su antecesor, y que en la escasa media hora que he disfrutado a solas con él ya me ha dejado vislumbrar las conexiones entre, por ejemplo, ese arco que cubría de una sustancia viscosa a los enemigos y esa patada que, de hacerles rebotar contra una pared, prendía fuego al cadáver. Pero no os enamoréis todavía, porque evidentemente hay más: hay reliquias, por ejemplo, que nos permitirán desbloquear aún más perks de este tipo para buscar las interacciones más letales, y por supuesto hay un hub central, el Oasis, que irá viendo crecer su oferta comercial con cada nueva incursión y cada nuevo personaje secundario que conozcamos, abriendo las puertas a posibilidades como la forja y desbloqueando ventajas a largo plazo a cambio de invertir nuestras células con cabeza. Evidentemente en esta ocasión no se llaman células, pero evidentemente existen y funcionan más o menos igual.
Y esa es la única pega, la única mancha en el historial y el único borrón que me sale señalar en un juego por todo lo demás fascinante al que solo quiero seguir jugando durante decenas de horas: que, efectivamente, se parece demasiado a Dead Cells. Quizá “demasiado” sea una palabra muy fuerte porque sería como implicar que se puede uno parecer “demasiado” al olor de la hierba recién cortada o a quitarse unos zapatos que te van un poquito estrechos, pero el caso es que The Rogue Prince of Persia no esconde sus orígenes ni sus influencias, y que probablemente no gane ningún premio a la originalidad ni al diseño más rompedor del año. Si estuviera mínimamente preocupado por ello quizá no hubiera tomado decisiones como calcar el funcionamiento de los puntos de teletransporte (la animación, eso sí, es chulísima) o incluso el diseño y comportamiento de enemigos como el granadero; afortunadamente, en Evil Empire parecen más preocupados de pulir lo que ya tenían y ofrecernos otra dosis de una sustancia muy parecida que puede hacerte volar otras quinientas horas.
Quizá de ahí la idea del Early Access (a partir del 14 de mayo en Steam, sincronicen agendas), un formato al que llegará, en palabras de sus propios creadores, relativamente corto de contenido y con la historia inacabada de manera abrupta pero con un gameplay casi definitivo, porque, nuevamente en palabras de sus propios creadores, las actualizaciones en forma de nuevas armas, mapeados y jefes irán llegando pero “el early access no es una excusa para lanzar un juego sin pulir”.
No hay más preguntas, señoría.