The Rogue Prince of Persia es una estupenda vuelta de tuerca a Dead Cells, pero aún está demasiado verde
¡Parkour!
Decía Forrest Gump en su infinita sabiduría que la vida es como una caja de bombones porque nunca sabes lo que te va a tocar, y no creo que haga falta escarbar mucho más para explicar el éxito de los roguelites. Si a muchos nos obsesiona el género es precisamente por su manera de manejar el factor sorpresa, y quizá por eso se han escrito tantos ensayos (aquí uno excelente, sin salir de esta santa casa) sobre su psicología y su habilidad para activar los resortes de la adicción. Ese “solo una partida más” que mueve el cursor de manera casi instintiva al botón de recomenzar es en el fondo la piedra angular de toda la experiencia, y aunque lo tentador sería intentar explicarla mediante la sensación de poder casi ilimitado que da una run realmente afortunada, creo que es un error. Una build rota se siente fenomenal y es muy divertida, sin duda, pero también es exactamente el tipo de desequilibrio que arruinaría la diversión en cualquier otro género. No. La clave está en otro lugar. La clave está en la muerte permanente. Si en los roguelikes disfrutamos de llevar una ventaja injusta, si la perseguimos activamente, es porque sabemos que un paso en falso significa decirle adiós. Y ese es el secreto: no es que morir implique perderlo todo. Es que morir implica poder conseguirlo de nuevo.
Eso es lo que te obsesiona, eso es lo que masajea el centro del placer de tu cerebro con una constancia y un ritmo con el que otros géneros solo pueden soñar. Si moldear con tus manos a un personaje, a su complejo entramado de habilidades y piezas de equipo, resulta fascinante en un RPG de decenas o centenares de horas, el roguelite te ofrece lo mismo en un plazo de 45 minutos. Es una dosis mucho más concentrada de la misma droga y por tanto un viaje mucho más adictivo, pero el problema es plantear un segundo chute igual de potente. Es donde entra en funcionamiento el factor aleatorio de este tipo de juegos, experiencias que si tienden al infinito y a la obsesión es por poner suficientes piezas móviles en juego como para que la combinación aleatoria de todas ellas se sienta siempre distinta. Y es, lamento decirlo, el muro con el que por el momento topa The Rogue Prince of Persia.
Y quizá esperar que no lo hiciera era esperar mucho, porque el juego aterriza en formato early access y porque nadie podrá acusar a Evil Empire, los papás de la criatura, de no haber avisado. Todos aplaudimos cuando lo hicieron, de hecho. Cuando avanzaron que el juego llegaría corto de contenido porque “el acceso anticipado no es una excusa para no sacar un producto pulido”, y eso es exactamente lo que han hecho. Centrarse en el acabado antes que en la escala, en la calidad antes que en la cantidad, hasta tal punto que el juego en ocasiones se siente como un Vertical Slice con el que convencer a Ubi de que la idea merece la pena. Y vaya que si lo hace: The Rogue Prince of Persia es, antes que cualquier otra cosa, un Dead Cells con parkour, una idea del millón que precisamente brilla más por su desvergonzada negativa a maquillarlo ni un poco. El juego no necesita diferenciarse a la fuerza, ni fingir que se trata de un concepto totalmente original cambiando lo que ya funciona, y por eso se siente todo el rato tan familiar. Ejemplos concretos hay a montones, como el funcionamiento de los portales de teletransporte o el funcionamiento de enemigos como el granadero, pero sobre todo es una cuestión de game feel, y un concepto de base: el de un metroidvania randomizado que pone tanto énfasis en el plataformeo como en el propio combate. Dead Cells es una institución por muchas cosas, pero en lo personal la más importante siempre fue el gustito que daba cada estocada. Afortunadamente eso no se ha perdido.
Es, supongo, uno de los efectos más visibles de ese pulido obsesivo: un juego en el que vuelves a limpiar cada mapa de arriba abajo no ya porque convenga (cada enemigo vencido suelta recursos valiosos), sino porque combatir es un placer en sí mismo. Un placer correoso, eso sí: los enemigos son duros, la vida escasa, y es perfectamente factible arruinar una run fantástica encadenando un par de errores de bulto o dejando que te rodeen dos o tres rivales inofensivos por separado. La sensación de amenaza constante, de transitar una fina línea entre la build perfecta y el fracaso instantáneo permanece inalterada, todo bien en ese apartado. Además, tenemos maneras de defendernos.
La más obvia es una selección de armamento que se divide en arsenal cuerpo a cuerpo y a distancia, aunque tengo problemas con ambos. En cuanto al primero, a la fuerza nuestra principal fuente de daño (esta vez no hay torretas que nos vayan a facilitar el trabajo), esos problemas vienen por el lado de la variedad: hay ocho armas principales, que no es mal número a estas alturas del partido, pero casi todas se sienten muy similares, y dejando de lado experimentos exitosos como esas garras que regalan un ataque especial tras cada enemigo vencido, casi todas suelen encuadrarse en el típico espectro de velocidad vs potencia que sitúa a un lado a las dagas dobles y al otro al gran hacha de batalla, y a ofrecer muy poquito más. Es un problema que no tienen las mucho más inventivas armas a distancia, un rosario de arcos, artilugios de teleportación o ganchos para atraer a los enemigos que redondea un número de cinco (realmente seis, sin entrar en spoilers) integrantes y que aún así se siente incomparablemente más creativo: es una pena que dependan en todos los casos de una barra de energía recargable, reduciendo de manera dramática su influencia en combate.
Así las cosas, es una suerte que The Rogue Prince of Persia introduzca en la mezcla una novedad de cosecha propia que podría parecer anecdótica, y que de hecho lo es hasta que aprendes a jugar como es debido: se trata de la patada, un movimiento acrobático y esencialmente gratuito que hace un daño muy reducido, pero que propulsa, esa es la clave, a los enemigos por el escenario. Y ese es nuestro verdadero aliado, el escenario. Los fosos de pinchos a los que empujar a un arquero, las paredes contra las que aturdir a los agresores y los grupos de enemigos que por supuesto pueden chocar entre ellos si jugamos nuestras cartas con inteligencia. ¿Y qué es mejor que hacer entrechocar las cabezas de dos tipos que planeaban cosernos a puñaladas? Que al hacerlo ambos estallen en llamas.
Y quien dice llamas dice resina, veneno o puñales teledirigidos, porque llega el momento de hablar de los medallones, otra alternativa ofensiva coleccionable y el ladrillo de construcción más elemental del sistema de progresión interna de cada run (por definición, el 50% de un roguelite que merezca tal nombre), y lo que es más importante aún, de un sistema de sinergias… al que todavía le queda mucho trabajo por delante. Y no es que la cosa esté mal planteada, porque de hecho funciona como ha funcionado toda la vida: recoger un medallón es recoger un nuevo perk que puede ofrecernos una recarga de energía al destruir un escudo, generar una nube de gas cuando acertamos con un arma a distancia, disparar dagas tras una esquiva exitosa o prácticamente cualquier ventaja de este tipo en la que podáis pensar, y la cosa adquiere profundidad de verdad cuando reparas en que muchos de estos medallones tienen diferentes niveles. Así, desbloquear los tres efectos consecutivos de algunos de ellos implica lidiar con un nuevo sistema, un pequeño puzzle de posicionamiento algo complejo de explicar: tenemos cuatro slots y podemos equipar por tanto hasta cuatro medallones, pero algunos incorporan entre sus efectos la subida de nivel de los espacios adyacentes, con lo que tocará ordenarlos con inteligencia y, en ocasiones, deshacernos de ventajas interesantes a cambio de otras más discretas que sin embargo alimenten a sus vecinas. Original.
Original y quizá enrevesado de más, sobre todo porque levanta una muralla de azar extra entre nosotros y las builds realmente viables. Esconder los efectos más potentes de muchos medallones tras un par de upgrades que pueden o no suceder dificulta alcanzar sinergias verdaderamente potentes, y condena al juego al que por el momento es su más obvio talón de Aquiles: la escasa aleatoriedad de las runs. Jugando a The Rogue Prince of Persia es fácil sentir que las partidas son demasiado similares unas a otras, y esa punzada de excitación cuando todo cae de pie y de pronto tu príncipe causa fuego con cada patada y hace que se extienda si los enemigos tocan una pared es demasiado rara de ver. Las runs son demasiadas veces una sucesión de proyectos que quedan en nada y de personajes con una ligerísima ventaja en demasiadas cosas, aunque es una sensación que afortunadamente se va matizando con el tiempo, y con un segundo arco de progresión, el externo, que el juego construye en torno al oasis, un hub de toda la vida, y a los Spirit Glimmers, las células de toda la vida.
Para los nuevos, y en un resumen realmente escueto porque no hay mucho más, tras morder el polvo en cada nueva incursión iremos a parar a un pequeño oasis que ofrece desbloquear ventajas a largo plazo y que, exactamente igual que en Dead Cells, permite craftear nuevas armas y equipo para que se añadan al pool aleatorio de las que pueden aparecer durante las partidas. Como es natural es un servicio de pago (moneda del juego, no asustarse), y la divisa son los mencionados fragmentos espirituales que dejan caer de cuando en cuando los enemigos, facilitando así que incluso las runs desastrosas se sientan como un progreso si es que conseguimos poner nuestros glimmers a salvo, que también tiene su miga el asunto. Además, y esto tampoco es exactamente una novedad, el surtido de establecimientos presentes en el oasis también se irá engrosando partida a partida, porque en nuestros viajes encontraremos nuevos personajes deseosos de ofrecer su ayuda contra la invasión. Es el momento de hablar de secretos.
Unos secretos que, a la larga, constituyen una parte muy importante de la magia de estos juegos diseñados para repetirse una y mil veces. En un roguelite que merezca la pena el enemigo final nunca es el enemigo final, el trayecto más evidente nunca es el único y siempre hay enigmas que reservan una parte importante del contenido solo a los iniciados. The Rogue Prince of Persia no es en absoluto una excepción, y de hecho plantea hallazgos tan interesantes en este sentido como el Mapa Mental, una versión algo menos desquiciada del meme de Pepe Silvia en la que ordenar nuestros pensamientos como un diagrama de flujo cada vez que descubrimos una gotera sospechosa, una puerta que no se puede abrir o la ropa ensangrentada de un personaje importante. El juego, sus mapeados, y las diferentes ambientaciones que ha decidido llamar biomas están repletos no solo de sorpresas en la forma de encuentros con nuevos personajes o de habitaciones en las que algo no cuadra, sino de desvíos que multiplican los escenarios posibles. Por el momento hay seis: la campaña, o lo que hasta ahora abarca, tiene dos jefes, alcanzar cada uno implica superar dos niveles, y otros dos permanecen ocultos antes de llevar a Berude, un durísimo primer test y una esponja de daño absurda que sospecho debe sus estadísticas hinchadas a una intención de prolongar artificialmente la duración de este escueto early access y dar oxígeno al equipo de desarrollo. No me extrañaría verle perder sus escudos en el primer parche que traiga contenido nuevo, al tiempo.
Sea como sea, lo realmente importante es que recorrer cada una de estas ambientaciones y hasta el último de sus mapeados de generación aleatoria es el auténtico núcleo del juego, y lo que nos hace regresar a el aunque las builds en sí mismas raramente destaquen. Cuando hablaban de pulido no exageraban, porque The Rogue Prince of Persia es, en un porcentaje abrumador, su game feel. Sus timings, su peso, la precisión de sus animaciones y un concepto del desplazamiento que, esta vez sí, consigue por primera vez dejar obsoleto a Dead Cells en algo. Por supuesto hablo del parkour, un fijo en las recetas de Ubi y un añadido que podría sonar a gimmick hasta que lo pruebas un par de minutos y ya no te imaginas una vida sin él. No es solo la agilidad del príncipe, lo acrobático de la esquiva o movimientos como las mencionadas patadas o las carreras por los muros en dos dimensiones: es el wall running real, una idea de genio que reserva un gatillo a la posibilidad de desplazarse por los fondos del escenario, reventando el funcionamiento 2D del metroidvania clásico y, presumo, complicando de narices el algoritmo que genera cada estancia que visitamos. Ahora una pared es un camino y una ventana la ausencia de él, y conseguir encajar todo esto no ya en un sistema procedural, sino en un sistema de combate que se nutre constantemente del propio parkour para resultar eléctrico y excitante es, no me cabe ninguna duda, la auténtica aportación de The Rogue Prince of Persia al género del roguelite: sin parkour sería uno más, con él es revolucionario. Por eso vuelves a empezar una y otra vez, aunque tras pulsar el botón de continuar te esperen menos sorpresas de las que toca. Porque todas las partidas son más o menos iguales. Porque, por el momento, The Rogue Prince of Persia no es una caja de bombones, sino una tableta de chocolate. Sabes lo que esperar, pero hay que ver lo bueno que está.