Análisis de The Swindle
Hack and Smack.
Arcones de capacidad infinita repletos de armas que jamás usaremos, centenares de pociones ahorradas por si hacen falta más adelante, inventarios repletos de objetos inútiles recogidos solo porque se podían recoger. Muchos juegos dejan dar rienda suelta a nuestro Diógenes particular y acumular tal cantidad de objetos inútiles que en la vida real nos mandarían al psiquiatra ipso facto. Esta avaricia casi primaria suele saciarse sin pensar mucho en ella, pero ¿qué pasa cuando ese afán se convierte en elemento primario de un juego?
The Swindle nos traslada a un Londres victoriano Steampunk donde nuestro oficio de ladrón está a punto de llegar a su fin. Scotland Yard prepara una inteligencia artificial, el Basilisco del Demonio, que evitará los crímenes con un sistema de vigilancia definitivo. Tenemos 100 días para evitar su activación, pero primero tendremos que acometer otros robos menores para poder adquirir las herramientas adecuadas.
La particular versión de la capital británica está recreada con mucho esmero, cuidando detalles como el sonido de la lluvia repicando contra los tejados de cinc, un reconocible skyline que combina elementos reconocibles pasados y presentes e incluso el sonido del Big Ben cada hora en punto en el reloj de la consola.
Empezamos hurtando en los Barrios Bajos, sin más herramienta que un bate para romperle la crisma a los poco eficaces robots que vigilan fajos de billetes tirados por el suelo. Con el dinero que ganemos podemos comprar acceso a habilidades como hackear los ordenadores que contienen la mayoría del dinero, crear cortinas de humo, dar saltos dobles, triples y cuádruples o incluso teletransportarnos a través de las paredes, imprescindibles para poder asaltar lugares más seguros como casinos o bancos.
Nuestro avance depende de conseguir esas habilidades pronto, ya que cada uno de los 100 días equivale a una vida. Para llevarnos el dinero del robo y gastárnoslo tendremos que sobrevivir y llegar a la cápsula que nos traslada a nuestra base de operaciones en un zepelín. Lo cual es más difícil cuando cada uno de los niveles se genera proceduralmente, así que cada robo es único y nos podemos encontrar casi de todo.
Su creador, Dan Marshall, me comentaba en una entrevista que el código puede llegar a generar habitaciones imposibles de resolver, pero que no es un error. Se entiende después de horas y horas jugando: The Swindle depende tanto de la habilidad como de la estrategia, y en muchas ocasiones se cumple aquello de que una retirada a tiempo es una victoria. El diseño te invita a que te intentes sacar el 100%, pero cuando la muerte significa perder todo el dinero (y perder todo el dinero hacia el final del juego es como para romper la pantalla a cabezazos), cada movimiento requiere pensarse muy bien lo que vamos a hacer.
"No puedes diseñar en torno a [la avaricia], es la naturaleza humana" me decía hace apenas una semana Dan Marshall. A pesar de que le comentaba a los testeadores que podían dejar el nivel en cualquier momento, estos querían recogerlo absolutamente todo. No deja de ser gracioso que la mayoría de muertes en The Swindle se produzcan por intentar asaltar habitaciones para las que no estamos preparados o por tratar de rebañar los últimos billetes jugándonoslo todo a una carta.
Recoger el 100% no sería tan problemático si no fuese porque el juego siempre parece ir un paso por delante de nosotros. Las medidas de seguridad van escalando sin pausa, de manera que incluso con todo el equipamiento comprado los últimos niveles resultan un quebradero de cabeza. Es bastante divertido cuando tienes cierto nivel, pero en las primeras partidas es normal tener que abandonar y empezar de nuevo porque los niveles son casi imposibles de completar llegado a cierto punto sobre todo habiendo fallado muchos robos previamente.
Aquí es donde se ve la importancia que tiene un control fino que responda bien incluso en las situaciones peliagudas, como es el caso. La física de los saltos es natural, es muy fácil acomodarse a la inercia de los personaje, los deslizamientos y rebotes contra paredes nos permiten asaltar cornisas con seguridad... Lo más frustrante de las muertes en este juego es que en la mayoría de los casos son nuestra culpa, tan solo en unas pocas situaciones (cuando una mina a hackear está muy cerca de una puerta, por ejemplo) nos puede dar problemas el control.
Así pues, no tardaremos mucho en cometer algún error con el mostachoso Henry Berensford y morir, sobre todo porque no aguantamos más que un golpe. El juego genera nuevos personajes, pero tiene un modo particular de que intentes cuidarles: cada robo exitoso con el mismo ladrón sube un multiplicador, así que es fácil cogerle cariño a alguien antes de que acabe empalado por unos pinchos o aplastado tras una caída fatal.
La progresión tiene mucho de Spelunky. Independientemente de las mejoras que compremos, el verdadero cambio se observa en el aprendizaje de patrones de generación de niveles, de rutinas de enemigos, de conocer nuestros límites y explotar al máximo un nivel que desconocemos sin perder el dinero de manera estúpida.
Cuando estemos en la fase de sigilo es más importante encontrar itinerarios por donde pasar desapercibidos que eliminar a todos los enemigos que nos encontremos, que nos pueden dar más de una sorpresa. Tenemos que calcular bien los saltos, estudiar las salas y sus alrededores, ver qué artefactos nos pueden servir... En nuestros primeros robos es habitual asaltar la puerta delantera sin pensárselo, pero uno acaba aprendiendo a reconocer todo el alrededor el edificio antes de atreverse siquiera a entrar.
Esa fase de estrategia se rompe cuando nos descubren. La partida no se acaba, pero las alarmas programan a los robots para recoger el, descender paulatinamente el dinero que se puede hackear y llaman a la policía, que tiene la mala costumbre de entrar con un robot volador a destrozarnos con una machine gun. El juego pasa entonces de ser un juego de sigilo y estrategia a un plataformas donde tenemos que pensar rápido y golpear a todo lo que nos crucemos para llegar a tiempo a la cápsula.
Las fases de huida son dramáticas e intensas, un contrapunto perfecto que nos da una segunda oportunidad para no pifiarla pero que castiga el más mínimo error con la pérdida de todo nuestro capital. Estas dos formas de jugar crean una experiencia más dinámica de la que lograrían ambos por separado y le dan aún más valor a cada día que logramos llevarnos el dinero al zepelín. La genial banda sonora de Tobey Evans termina de rematarlo todo con unas melodías vibrantes, acentuando alternativamente el nerviosismo y la tensión del jugador durante el sigilo y la urgencia y el descontrol de la huida.
Otro de los aspectos que contribuyen a esa tensión es el genial juego de encuadres de plano, que va variando según la acción y que puede hasta darnos un susto cuando saltan las alarmas. Los zooms durante los hackeos son el mejor ejemplo, concentrando toda la atención en los botones que tenemos que pulsar... a cambio de perder la perspectiva de los enemigos que nos pueden sorprender en medio del robo, representando a la perfección la sensación de estar tan concentrados que perdemos la noción de lo que pasa en nuestro entorno.
The Swindle recoge las lecciones de otros roguelike y las refunde en un juego de sigilo que puede atraer incluso a los que no son muy duchos en el género. Tanto en su vertiente pausada como en la frenética consigue mantenernos pegados al asiento de la tensión que genera, aunque en último término sea culpa de nuestra propia avaricia. Quizá Dan Marshall no necesitase diseñar en torno al tercer pecado capital, pero ha conseguido sacarle mucho partido.