Análisis de The World Ends With You Final Remix
Ha vuelto en forma de chapa.
Este es un texto extraordinariamente complicado de escribir para mí.
Casi tan complicado como ridículo suena ponerme así de emocional en la primera línea de un análisis, pero es que la ocasión lo merece: The World Ends With You es uno de mis juegos favoritos de todos los tiempos, y como mi única aspiración cuando escribo es ser total y absolutamente sincera con quien me lee, me parecería deshonesto no contaros esto antes de empezar. Creo que solo así se puede entender que la meta de estos párrafos que vienen a continuación no sea, en absoluto, alcanzar la objetividad y hacer una valoración neutral sobre la versión que nos ocupa ahora mismo. No es que no me sienta capaz de hacerlo, en realidad; es que no quiero ser imparcial porque me parece más importante ser justa, y darle el valor adecuado a lo que el juego significa para mí, lo que significó en su día para una gran cantidad de jugadores y para el medio, lo que su salto a otras plataformas implica una década más tarde, y lo que las modificaciones aportan y eliminan a la experiencia a la que aspiraba la obra original. No puedo separar esta nueva versión para Switch del juego que he jugado y rejugado tantas veces durante los años, así que no voy a intentarlo; en lugar de calificar esta actualización como un ente en sí mismo quiero contextualizarlo, intentar que el lector comprenda qué es lo que el juego pretende y en qué medida lo consigue y qué aspectos se mantienen y cuales se han perdido para siempre, para bien o para mal.
Como todo esto me parece extremadamente importante, voy a empezar mi discurso con una de esas verdades que duelen: las primeras horas de juego de The World Ends With You son, para mí, una forma muy sutil y refinada de tortura vestida de estética noventera y expresiones desfasadas.
Con matices diferenciados, esto es algo que el juego original y sus versiones posteriores mantienen: durante un lapso de tiempo variable, sentimos que no entendemos nada, que hay demasiados conceptos, que las cosas no funcionan como deberían, que los combates no fluyen y que estamos avanzando de pura casualidad, por alineación cósmica más que por habilidad. La trama es, si quizás no sencilla, sí bastante típica dentro de las hechuras de la producción cultural nipona: un adolescente angustiado y un poco harto de la sociedad se ve atrapado en una especie de juego sádico que tiene lugar en una versión alternativa del barrio de Shibuya, donde los jugadores compiten contra los "segadores" que quieren eliminarlos para sobrevivir, completando diferentes misiones y desentrañando los secretos de este universo por el camino. La complejidad y el desconcierto, no obstante, no tienen nada que ver con la historia.
Es por el control.
No es exactamente que sea un control malo o complicado: es que es radicalmente diferente a cualquier otra cosa que hayamos jugado antes. Lo era hace diez años, y de forma casi sorprendente, lo sigue siendo a día de hoy. En ese sentido, es como si The World Ends With You no hubiese envejecido ni un solo día. Nuestro estilo de combate dependerá de los "pines" que llevemos equipados, una especie de chapas que podemos comprar u obtener como recompensa a determinados combates y que nos otorgan poderes especiales asociados a determinados movimientos gestuales. Al principio sólo podremos equiparnos un par, así que las combinaciones son limitadas: podemos escoger pines que hacen que caigan rayos sobre un enemigo cuando pulsamos sobre él, o que aparezcan llamas cuando desplazamos el cursor en línea horizontal. Conforme avanzamos, podemos llevar más pines, y los movimientos gestuales a los que estos responden también se vuelven más complejos, así que será clave que a la hora de establecer nuestro equipamiento no pensemos sólo en cuáles son los pines más poderosos que tenemos, sino en cuáles interactuan mejor entre ellos: no nos servirá de mucho tener cinco pines que respondan al mismo comando, o cuatro que tengan dinámicas muy diferentes, porque el combate se convertirá en caótico y un tanto aleatorio; pero cuando encontramos la combinación que nos encaja, que nos permite encadenar los movimientos a la perfección y hacer un ataque tras otro para derrotar a los enemigos con rapidez, los enfrentamientos fluyen de forma totalmente diferente. Así, hay un incentivo grandísimo para comprar nuevos pines, probar los que nos encontramos, ir rotando entre los que tenemos para buscar las sinergias y encontrar el estilo con el que nos sentimos cómodos.
El complejo y variado sistema de pines - que, por cierto, suben de nivel, evolucionan, y cambian sus características - conforma simplemente la mitad del combate. En The World Ends With You no controlamos solo a un personaje, sino a dos: tendremos un compañero de aventura, y si conseguimos acompasar los ataques del personaje principal y el secundario subirá un ratio de sincronización que al llegar al 100% nos permitirá hacer un ataque especial más poderoso. Como es un juego creado específicamente para explotar las características de este hardware, en la versión de DS, cada personaje se manejaba con una parte de la consola: el principal con la pantalla táctil, el secundario con los botones. En Switch, debido a las limitaciones técnicas, ambos aparecen en la misma pantalla, y manejaremos al compañero como si fuese un pin más, también con un gesto característico asociado. Esto reduce un tanto la complejidad del sistema, pero es un acierto porque también hace que tengamos que dividir nuestra atención visual en menor medida, haciéndolo más cómodo y más intuitivo.
Pero este no es el único cambio que existe en lo que respecta al control, y aquí es donde las cosas se ponen complicadas: no es tarea fácil adaptar los matices de una consola con funcionalidades tan específicas a otro sistema. Cuando jugamos en modo portátil, todo el control se realiza de forma táctil: en lo que respecta al combate, es comprensible hacerlo de esta manera, claro, porque los movimientos que necesitamos realizar en pantalla no se pueden trasladar de forma fiel a los inputs del mando; pero, aun con eso, no deja de resultar sorprendente e incómodo que en ningún momento se contemple la posibilidad de, por ejemplo, manejar los menús o avanzar en los diálogos utilizando los sticks o los botones. Si queremos jugar fuera de la TV, tendremos que acostumbrarnos a manejar absolutamente todo con la pantalla, y este matiz elimina prácticamente cualquier ventaja que el juego portátil podría tener, ya que es extremadamente complicado combatir sin tener la consola apoyada en alguna superficie, y los movimientos son, en general, mucho más incómodos e imprecisos que en el modo sobremesa.
Al final, será cuestión de gustos, pero en mi experiencia, en lo que respecta al control el modo sobremesa es superior en todos los aspectos. En una primera aproximación, es quizás sorprendente - acabaremos, no obstante, entendiendo el motivo de esta decisión - que cuando enchufamos la consola a la tele tendremos que utilizar sólo uno de los dos Joy-cons para jugar, moviéndolo, básicamente, como si fuese un mando de Wii: apuntando a la pantalla y desplazando físicamente el mando para mover el cursor. De esta manera, eso sí, podremos utilizar los botones y el stick para desplazarnos por los menús, acceder a ciertos atajos o activar opciones dentro del combate. Comprendo las reticencias que algunos jugadores podrían tener a jugar de esta manera, pero es que este control atípico es precisamente la esencia del título: si, en su momento, The World Ends With You permeó de tal manera entre el público hasta llegar a convertirse en un juego de culto es porque nos obligó a pensar un poco más allá, a vernos envueltos en dinámicas de juego que quizás no nos hubiésemos imaginado a priori, a machacar la pantalla táctil con círculos, espirales, líneas transversales mientras teníamos un ojo puesto en la parte del combate que estaba transcurriendo en otro lugar.
Lo cierto es que el control de movimiento en el modo sobremesa de Switch sería óptimo para el propósito, si funcionase como Dios manda: la mayor parte del tiempo no lo hace, y no soy la única analista que se ha encontrado con serias dificultades a la hora de hacer que los Joy-cons - en concretamente, el derecho - se calibrasen adecuadamente y me permitiesen desplazar el cursor como yo quería sin graves modificaciones fruto de la conectividad entre el mando y la consola. Aun así, y a la espera de que el bug que supongo que origina esto se solucione, puedo compartir la pieza de sabiduría que he obtenido después de unas veinte horas viéndome obligada a jugar con el mando izquierdo en la mano derecha: si el sensor no detecta adecuadamente el mando derecho, y el cursor se desplaza constantemente hacia lugares de la pantalla que no queremos, basta con colocarlo durante unos segundos en una superficie horizontal para que el apuntado se ajuste y podamos proceder con normalidad. Os prometo que esta información va a salvaros de muchos, muchísimos quebraderos de cabeza.
En circunstancias normales, estos problemas de control penalizarían gravemente al juego: pero es que, en este caso concreto, el título es valioso precisamente porque es caótico y desordenado, porque no siempre tiene las ideas más sólidas, pero intenta con todas sus fuerzas crear una sensación genuina y diferente. A estas alturas del texto, seguramente habréis intuido que la jugabilidad es un aspecto extraordinariamente importante de The World Ends With You, pero comprenderéis, también, que un juego no adquiere el estatus de culto única y exclusivamente porque nos obligue a trazar líneas en una pantalla como unos dementes. La narrativa, apoyada en una estética muy característica, colorida y con identidad inconfundible, también tiene un peso crítico en la experiencia completa. La parte buena es que, a pesar de que puede ser que los rasgos visuales del juego sí parezcan hoy más anticuados que en 2007, sus temáticas y desarrollo de personajes se mantienen vigentes porque, en el fondo, hablan de crecer y encontrar nuestro sitio en el mundo, y es posible que no haya lugar común más seguro en la ficción que este: todos nos hemos sentido alguna vez extraños en nuestro propio mundo, y hemos tenido que luchar contra las dificultades para encajar y acomodarnos a una sociedad que se mueve incesantemente, al margen de nuestra voluntad.
En ese sentido, la idiosincrasia de esta obra reside, precisamente, en la personalidad de su protagonista: Neku Sakuraba es un niño impertinente, constantemente bordeando lo desagradable, que comienza la historia pensando que las personas a su alrededor son inconvenientes más que apoyos, y que la única forma de existir consiste en remar a contracorriente de las expectativas impuestas sobre él. El propio juego se nos presenta, desde los primeros minutos de juego, como un ente un tanto obstinado, que no quiere darnos facilidades para comprenderlo y adaptarnos, no habla en nuestro idioma, e incluso disfruta un poco con nuestro desconcierto, con la consciencia de que no es como los demás y tendremos que esforzarnos si queremos obtener algo de él. Conforme avanzan las horas de juego, Neku se abre a los otros personajes, compartiendo propósitos y vínculos emocionales con ellos, y el juego se abre a nosotros, dejándonos comprender sus matices, las complejidades de los sistemas.
Y es precisamente ese clímax, tanto en lo narrativo como en lo jugable, el que nos permite entender la verdadera naturaleza del título. Que The World Ends With You es un poco como la adolescencia: no necesariamente bonita, quizás no el punto de referencia que queremos utilizar para construir el resto de nuestras vidas, y definitivamente llena de decisiones cuestionables. Pero también tiene ese alma convulsa, llena de sentimientos, de rebeldía, de ganas de cambiar el mundo, que hace que cuando echamos la vista atrás, pensemos en ella con cariño y nostalgia, independientemente de los numerosos tropiezos. Tanto el original como la versión mejorada que aquí se nos presenta tienen su buen puñado de defectos, y de cosas que, seguramente, funcionarían mejor de haber optado por una aproximación más conservadora. Pero, aun con eso, me es imposible no perdonárselo todo: el juego es, en esencia, como un niño rebelde, y se hace de querer no tanto a pesar sino precisamente por ello.