Análisis de Tom Clancy's Ghost Recon Breakpoint
Tactical soap.
En una de las cinemáticas que Ghost Recon Breakpoint suele utilizar a modo de flashback para perfilar el carácter y las motivaciones del héroe y su antagonista ambos aparecen tumbados frente a una ventana, en un cuartucho destartalado con vistas a una calle cualquiera, en un conflicto armado cualquiera. Los dos soldados, entonces compañeros de armas, hablan del tiempo, intercambian chanzas sobre lo bien que se estaba en Bolivia y en general intentan matar el rato hasta en la mirilla de Nomad se cruza un objetivo más goloso al que liquidar. Nuestro protagonista tensa los músculos, y tras activar el modo de visión térmica la figura de tres pobres diablos se recorta contra el frío lodo del callejón, a demasiados metros como para considerar el disparo algo personal. "Send it", le espeta el personaje de Jon Bernthal con una frialdad aún mayor, y el primer tipo cae al suelo de forma sorda y maquinal, como lo haría un personaje de un videojuego. Un cadáver. Dos cadáveres. Tres. O quizá no.
Uno de los milicianos parece agarrarse a la vida, y a cosa de tres o cuatro pasos un cuarto combatiente, aún vivo, parece dudar, como dudaba Cowboy en aquella escena de La chaqueta Metálica: quiere ayudar a su amigo, pero sabe que abandonar el abrigo de su cobertura significa con toda seguridad un balazo en la frente. Al final la humanidad puede más, y Walker sonríe de nuevo. Send it. El trabajo está terminado. Francotirador y vigía por fin se levantan del camastro en que se apostaban, y una sonora maldición arranca de cuajo toda la tensión de una escena malsana y perturbadora. Alguien se ha tirado un pedo en la habitación.
Soy perfectamente consciente de cómo suena. Sé que es tentador llevarse las manos a la cabeza, y también hablar de problemas de tono y de la clásica torpeza del triple A la hora de abordar ciertos temas con la seriedad que merecen, pero en mi opinión la escena no funcionaría igual con otro final. Y no lo haría porque lo terrorífico es la normalidad, la asepsia, el brevísimo espacio de tiempo que transcurre entre que un hombre mate a otro hombre y que ese mismo hombre pueda hacer chistes propios de un colegio mayor. Lo que te hiela la sangre no es el asesinato, es la brutal ausencia de culpa. Ghost Recon Breakpoint tiene unas cuantas escenas como estas, y quizá no sea casualidad que todas giren alrededor de la figura de un actor que devora la pantalla a dentelladas y parece dispuesto a algo más que cobrar por poner su cara en portada. Podríamos hablar sobre esto, o podríamos hacerlo sobre lo refrescante que resulta que un juego de la franquicia de verdad te haga interesarte por lo que está sucediendo en pantalla.
No ocurre siempre, por descontado, pero como poco y viniendo como venimos de la Yuri, el Polito y demás familia diría que es un avance. También habrá quien eche de menos los viejos tiempos, porque semejante puñetazo en la boca del estómago debería servir para dejar una cosa clara: Ghost Recon Breakpoint es más serio, más afectado e incomparablemente más aguafiestas que su antecesor, y de ese tono de involuntaria comedia narcótica con un desmedido fetichismo por lo militar solo ha quedado la segunda parte, y un Mass Effect de soldados que realmente se preocupa por desarrollar a sus personajes. Entiendo que son palabras mayores, pero es la única conclusión lógica a la que puedo llegar tras horas y horas de planos y contraplanos, tras literalmente cientos de emails, memorándums y papelotes que esta vez apetece leer, y sobre todo tras incontables visitas a ese nexo central que deja caer nuevas opciones de diálogo tras cada misión importante. Así funciona Erewhon, una suerte de Normandía con cataratas y fogatas de camping en la que he invertido casi tanto tiempo hablando como despachando headshots en campo abierto, aunque hasta el momento el juego no me ha dado opción a tirarle la caña a Paula Madera. Otro avance.
Aún así, si digo que esos momentos de brillantez no son tan frecuentes es porque el sórdido relato bélico es solo un extra, un apunte, un pasado en el que apoyarse para levantar un villano memorable, y porque el grueso de la historia que Breakpoint pretende contar transita por terrenos más manejables: mega corporaciones, inteligencias artificiales salidas de madre, magnates de la tecnología con un corazón de oro y en general una nueva vuelta de tuerca a asuntos como el transhumanismo o las utopías ultra liberales que encuentra en el archipiélago de Auroa una nueva Rapture, una tabula rasa aislada del resto del mundo por algo tan literal como un maldito enjambre de robots asesinos. No es innovador, ni arriesgado, ni el colmo de la originalidad, pero todo está suficientemente bien tejido para mantener las cosas interesantes. Parte del mérito radica en algunos de sus personajes (el propio Skell, un Elon Musk bastante menos cretino, es un tipo que cae simpático), y el resto hay que agradecérselo a una estructura que sí muestra el tipo de ambición sobre la que merece la pena escribir.
Una ambición que comienza en la propia manera de presentar la historia, un rompecabezas plagado de interrogantes individuales que tocará despejar pista a pista, siempre en torno a un menú de inspiración policial que recuerda al famoso meme del tipo ojeroso y descamisado: hay un montón de fotos, un montón de archivos y un montón de personajes que se relacionan entre sí y cuya implicación en los hechos es una incógnita, y si por ejemplo queremos averiguar quién derribó los helicópteros o qué es la Iniciativa Omega habrá que salir ahí fuera a atar cabos hasta que los indicios acumulados nos permitan resolver el cada una de las pesquisas.
La idea central es la investigación, la recolección de pruebas ya sea rebuscando en los cajones de un laboratorio o haciendo la pregunta apropiada a la persona correcta, y es un principio que incluso se aplica al desarrollo de las propias misiones: siempre hay un par de hilos principales de los que tirar y una cantidad obscena de encargos más secundarios, pero avanzar en los primeros generalmente implica buscarse la vida para averiguar dónde demonios está el centro de comunicaciones o en qué lugar han retenido a los ingenieros. Sobre todo será así si somos obedientes y desactivamos el modo guiado y con él la presencia de waypoints explícitos: la sombra de Breath of the Wild es alargada y, como Assassin's Creed Odyssey en su momento, Breakpoint también gusta de abandonarnos en el monte con un mapa, una brújula y un par de indicaciones vagas.
Hasta tal punto está Breakpoint obsesionado con la narrativa, hasta tal punto está decidido a agarrarnos de la solapa para convencernos de que tiene algo que decir, que incluso intenta darle a los acontecimientos un aire de persistencia en la forma de un tercer tipo de misiones que apoda "de facción", y que nos permiten alinearnos con un par de bandos en liza (los Proscritos, por ejemplo) en arcos narrativos secundarios que se desarrollan a lo largo de meses de tiempo real. Esa es la explicación bienintencionada: la otra tiene que ver con el sistema de recompensas que el juego vincula a este tipo de encargos, y que como era de esperar copian la estructura de un pase de batalla de toda la vida. Hay un sistema de rangos, y bajo él un abrumador surtido de gafas, pinturas faciales, planos de ametralladoras y demás baratijas que se desbloquean de manera progresiva hasta que la temporada termina y toca volver a empezar. La buena noticia es que todo puede conseguirse con kilómetros, sudor y sangre, y la mala es que por supuesto existen atajos que implican desembolsar dinero real.
Packs de ametralladoras. Planos de fusiles de asalto. Helicópteros de combate. Texturas molonas para las armas. Paquetes con todas las mirillas del juego. En Breakpoint hay muy pocas cosas que no puedan pagarse a tocateja para ahorrar un montón de tiempo, y aunque el hecho de que haya gente dispuesta a convertir su dinero de verdad en dinero de la corporación Skell nunca dejará de fascinarme, he de decir que me cuesta verlo como un problema importante. Es cierto que tiene un puntito obsceno y que pasearse por la tienda (la de verdad, no la de María) causa cierto sonrojo, pero a la hora de la verdad es perfectamente factible ignorar todo esto, sobre todo por dos motivos: que el sistema de progresión compartida nos permite acceder al PvP con el armamento de la campaña pero a la vez equilibra su influencia numérica, eliminando así la posible ventaja competitiva de quien esté dispuesto a pagar, y que el propio progreso en esa misma campaña nos sepulta constantemente bajo toneladas métricas de botín calentito.
Así las cosas, pasar por caja solo implica chafarse a uno mismo una parte importante de la diversión, aunque esa compulsión a la hora de arrojarnos nuevas piezas para el arsenal es a la vez su mayor fortaleza y una de sus más pronunciadas debilidades.
Y es que hablamos de un shooter looter militante y con carnet, de un paraíso de los numeritos y quizá de la tierra prometida para todo el que disfrute de un buen rifle de asalto de categoría morada y nivel 87, pero a la vez de un juego demasiado complejo, demasiado enfocado a la micro gestión y la localización de objetivos como para funcionar del todo bien en un entorno cooperativo. Y hablo de un cooperativo real, conformado por jugadores reales, y no de esa pantomima a lo Navy Seals que intentan hacer pasar por una ronda multijugador en todas las presentaciones de todas las ferias del ramo; hablo de abrirse una cerveza, calarse el headset e intentar prestar atención a lo que está pasando mientras tus compañeros discuten sobre el último salseo de Twitter y te meten prisa para que te saltes las cinemáticas.
Unas condiciones de fuego real que quizá eran más acordes con las prioridades de Wildlands, pero desde luego no se llevan bien con las de un juego en el que localizar un cargador extendido para tu MP5 implica pasar cinco minutos a solas en el mapa táctico investigando la cordillera oeste de Infinity. La narración fragmentada, las investigaciones individuales, la localización de planos de armamento avanzado e incluso algo tan simple como repartir unos cuantos puntos de habilidad en un complejísimo árbol implica siempre una cantidad de interrupciones simplemente incompatibles con el juego online, y es una pena, porque tanto en matchmaking como jugando con desconocidos el Ghost Recon de mundo abierto sigue siendo un formidable generador de situaciones. Pero yo a Wildlands ya había jugado, y Breakpoint propone una serie de hallazgos que he preferido disfrutar sin prisas, llevándome a tomar una decisión salomónica y aparentemente contra natura: jugar en total soledad.
Sonaba a receta para el desastre, pero es un experimento que os recomiendo a todos de corazón. Para empezar porque la narración gana muchísimos enteros, y para continuar, por cómo esa soledad resignifica unos entornos repletos de caminos alternativos y rutas de aproximación diferentes. Es cierto que perder la posibilidad de cubrir desde una montaña el avance de un compañero y efectuar después un tiro sincronizado sobre una pareja de guardias se lleva consigo parte de la magia, pero a cambio lo que nos queda es un rosario de prisiones, plantas de procesamiento, urbanizaciones futuristas e incluso pequeñas ciudades que funcionan ahora como puzzles, como sistemas abrumadoramente complejos en los que saber esperar al momento adecuado para eliminar al francotirador que nos permita cruzar el patio bien podría ser la única solución para progresar. El desafío se multiplica, pero con él también lo hace la sensación de control, de que todo depende de ti, y de que y los imprevistos solo llegarán si decides tomar atajos. Reconocimiento, planificación, ejecución. Si una sola pieza falla, estás perdido.
Jugando solo he liquidado regimientos enteros escondido tras un arbusto, y también me he colado en bases haciendo un agujero con un soplete sin que nadie supiera que había estado jamás allí, pero lo importante es que siempre lo he hecho con la concentración a tope y el corazón latiendo a toda velocidad. Jugando como el juego quiere que juegues, como una sombra, como un profesional entrenado y letal, y resonando por fin del todo con ese espíritu táctico que Breakpoint intenta, diría que con éxito, apuntalar a fuerza de mecánicas individuales: la importancia de la fatiga, la necesidad de rellenar la cantimplora de vez en cuando, la posibilidad de partirte una pierna si bajas a lo loco por un terraplén, la obligación de vendarte las heridas a mano, ese bendito momento en el que un helicóptero te persigue y consigues darle esquinazo cubriéndote el cuerpo de nieve... todas ellas grandes ideas que solo consiguen brillar de verdad cuando te sientes amenazado y la superior potencia de fuego no es una posibilidad. A lo largo de la campaña de promoción del juego se ha insistido mucho en la idea del cazador que ahora es presa y de esa isla en la que todo parece querer matarte, y a mi juicio la única manera de experimentarlo como es debido es hacerlo en inferioridad.
Cuando el hechizo funciona es una experiencia memorable, pero por desgracia y hablando del género del que hablamos de cuando en cuando toca lidiar con asperezas que te devuelven bruscamente a la realidad. Toca hablar de bugs, supongo, aunque en este sentido me atreveré a decir que la cosa no es tan fiera como la pintan, o al menos no más que en cualquier otro título de esta envergadura: como todos los juegos enormes y ridículamente complejos Ghost Recon Breakpoint no se libra del ocasional helicóptero que hace un extraño y de los típicos enemigos que se quedan atrapados en una esquina, pero en la práctica totalidad de las ocasiones hablamos de asuntos más estéticos que funcionales: no hay, o al menos yo no he experimentado, cadenas de quests que se rompan o puntos de destino bailongos que deciden no aparecer, y salvando un comportamiento algo errático de las motocicletas en superficies como la nieve lo único que destacaría son ciertos encuadres extraños en los diálogos y un par de problemas de desconexión (concretamente dos, el último mientras escribo estas líneas) que curiosamente no había experimentado hasta hoy.
Creo que es testimonio de que las cosas se han hecho mejor que la última vez, aunque hablando en términos estrictamente técnicos no todo son parabienes: la inteligencia artificial no es para tirar cohetes, y en cuanto a los gráficos Breakpoint cumple, pero no impresiona. Quizá sea en parte culpa de la propia Auroa, un entorno enorme y razonablemente diverso que aún así pierde la competición del carisma frente a la Bolivia de Wildlands, aunque en su haber me gustaría destacar una cosa: la arquitectura es de auténticos chalados. Modernista, angulosa, rabiosamente creativa. Posiblemente sea solo una fijación personal, pero descubrir nuevos auditorios mastodónticos o instalaciones labradas en el contorno de una montaña (como la apabullante Punta de Flecha) es uno de los motivos que me han impulsado a seguir jugando. Y ni siquiera me hagáis hablar del chalecito de verano de Jace Skell, maldito bribón con suerte.
Así la cosas supongo que quedaría pendiente hablar de Ghost War, ese competitivo a cuatro que ya debutara en Wildlands y que en esta ocasión repite con novedades, siendo las más relevantes esa zona progresivamente menguante y esa importancia del loot que algunos (yo mismo) no tardamos en identificar como un mal camuflado intento de subirse al tren de los Battle Royale. Unas cuantas horas después, me alegra poder decir que me equivocaba. Y el motivo de esa alegría no es necesariamente una oposición frontal al dibujo de Fortnite y compañía, sino la personalidad propia de un modo que sigue pareciéndome una idea fenomenal y no necesita tomar prestado de nadie. Un modo que reserva para ambas mecánicas una importancia muy residual, y que sigue confiándolo todo a la tensión, la comunicación y a un bucle jugable en el que es casi tan importante marcar a los enemigos como efectuar el tiro de gracia.
Ghost War sigue siendo tan sencillo como juntar dos equipos de cuatro especialistas en un mapa enorme y lleno de escondrijos, y si toma algo del género que hoy por hoy domina el panorama del shooter online es esa incertidumbre de los minutos finales de un Apex; esos momentos en los que solo un equipo te separa de la victoria y darías un brazo por averiguar donde están escondidos. Unos momentos que beben de la misma gasolina que alimenta el resto del juego, la que hace funcionar los mejores episodios de su campaña. Estar solo, echar el cuerpo a tierra, no perder la paciencia. Saber aguantar el tiro que revelaría tu posición cuando un soldado enemigo se cruza demasiado rápido en tu mirilla, y esperar el momento adecuado empapándote de la lluvia. Un ruido a lo lejos, una cabeza que sobresale tras una piedra, tus músculos tensándose al apuntar. Send it, y que sea lo que Dios quiera.