Análisis de Tom Clancy's The Division 2
De tableros y tablas.
Nada más entrar en el imponente edificio que alberga las oficinas de Massive, en Malmö, el visitante se da de bruces con una maqueta de tamaño considerable situada justo en el centro del recibidor. Sobre la mesa, entre los restos de una sucursal bancaria quemada hasta los cimientos y sobre un cruce de carreteras cualquiera, se desperdigan pequeñas barricadas y coberturas improvisadas, obstáculos de cuerpo entero o a la altura de la cintura confeccionados a partir de un cubo de la basura o la mediana de una autopista. Hay un tanqueta del ejército abandonada en mitad del asfalto, y un palmo más lejos los restos de la colisión entre un turismo y un coche patrulla ofrecen un carril relativamente seguro para intentar ganarle la posición a un tirador que se sitúe tras ella.
Sobre todos estos elementos, sobre los quicios de las ventanas, los extremos de las barricadas y las puertas entreabiertas de los vehículos calcinados, una serie de pegatinas de colores vivos indican cierta interactividad: el amarillo, por ejemplo, parece indicar los obstáculos que pueden ser rodeados sin perder cobertura, una maniobra que quizá os suene a los veteranos del primer juego. "Core Gameplay Loop" reza la placa conmemorativa que se sitúa bajo el conjunto, y al leerlo no puedo evitar pensar en Davide Soliani, aquel tipo que se echó a llorar en el E3 porque Miyamoto estaba presentando su juego y que más tarde compartía una historia llena de sacrificios, de desvelos y también de prototipos humildes a base de celo y cartón. The Division no es Mario + Rabidds, y sus fenomenales valores de producción bien podrían eclipsar todo lo demás, pero en el corazón de ambos proyectos reside el mismo entusiasmo, la misma fe en un conjunto de buenas ideas que no deberían necesitar de carísimos motores gráficos para funcionar. Miniaturas, colores, dados. Diseño de juegos, simple y llanamente. Me cuesta ser objetivo con ese tipo de pureza.
Han pasado unos cuantos años desde las primeras escaramuzas que se libraron sobre aquel tablero, pero en el fondo y fuegos de artificio aparte todo se reduce a eso: a ganarle al espalda al contrario, a defender una posición con uñas y dientes, a flanquear y que no te flanqueen. Tras más de cincuenta horas de juego en esta secuela he participado en pocos tiroteos que no hubieran podido dirimirse allí, sobre ese asfalto de cartón piedra, y es precisamente ese armazón de tablero y ese solidísimo conjunto de reglas, ese bucle primigenio, el que sostiene todo el peso del chiringuito. The Division 2, como ya lo era la entrega original y más allá de las pistolas de colores y los gadgets estrafalarios, es su combate, y en forma y fondo ese combate no es otra cosa que un XCOM en tiempo real. Casi nada.
Y es un planteamiento arriesgado, porque desterrados los turnos y abandonado en la jungla del shooter multijugador online un sistema así no debería tardar mucho en empezar a coquetear con el caos y la mera ensalada de tiros. The Division 2 sigue siendo una trituradora de carne industrial ideal para desconectar hablando de futbol mientras se calienta el gatillo, es verdad, pero bajar la guardia en exceso suele pagarse caro, y sobre cada uno de esos tiroteos en apariencia rutinarios planea una amenaza latente que siempre, siempre, siempre tiene que ver con el diseño de los escenarios y con una oposición diseñada para aprovecharlos. Con los ángulos muertos que deja nuestra posición, con esa escalerilla que ya no podemos vigilar mientras avanzamos, y con una inteligencia artificial de sobresaliente que se toma verdaderas molestias para dejarte en canicas: sí, es verdad que vamos a cruzarnos con mucha carne de cañón que se aproxima a nuestra posición a pecho descubierto y disparando con la pistola de lado (The Division 2 es uno de los juegos con mayor compromiso con molar a cualquier precio que recuerdo en tiempo, y lo celebro), pero mientras nos reímos de ellos lo más seguro es que tres de sus colegas hayan dado un rodeo de una manzana para ganarnos la espalda. Incluso los pandilleros de infantería son listos como el demonio, y qué decir de los kamikazes que cargan cubiertos de explosivo plástico, de los malditos coches teledirigidos y del cabronazo que lleva una maza de demolición; de todo el resto de piezas que el juego plantea para sacarle punta a sus escenarios y obligarnos a mover el culo. Torres, reinas, alfiles. Un movimiento en falso, la reina cae, jaque mate.
No creo que nada de esto pille de sorpresa a los veteranos. The Division 2 no pretende revolucionar sino refinar, reuniendo bajo un mismo paraguas las respuestas a toda una serie de ruegos y peticiones en lo que a menudo se siente como una versión definitiva, como el videojuego que merecía aquella maqueta. Es evidente que se ha escuchado a los fans, y si aspectos como el endgame o su interpretación del cooperativo lo dejan bien claro lo mismo sucede con un componente estadístico que bien podría ser el otro gran pilar que lo sustenta todo. En un shooter looter, al fin y al cabo, el loot es por lo menos un cincuenta por ciento de la ecuación, y aunque en este sentido hay novedades lo importante es que la base sigue resultando sólida y sorprendentemente profunda. The Division 2, pese a su ambientación contemporánea y más o menos realista, es cien veces más cercano al rol que cualquiera de sus correligionarios de ciencia ficción; es, sigue siendo, un paraíso de la estadística, del modificador, y de un tipo de búsqueda de sinergias que convierte a las características mas obvias de cada pieza de equipo en una trampa para novatos.
Así funcionan sus armas, sus mochilas, sus rodilleras, definidas todas ellas por indicadores de daño o de resistencia que vienen a maquillarse por las habilidades pasivas que aportan los rangos más elevados (por supuesto que hay un ranking de colorines) y por un sin fin de notas a pie de página, o más concretamente, en el margen derecho de la pantalla: puede que nos interese mantener una protección corporal de nivel más bajo porque unida a otras dos piezas de armadura del mismo fabricante nos otorga un bonus a la recarga, o puede que la capacidad de rodar para apagar el fuego o una bonificación a la defensa del grupo tras cada baja exitosa compensen la menor velocidad de disparo de una ametralladora vieja. O puede, y esto es lo verdaderamente bonito, que decidamos conservar nuestra pipa de confianza porque nos gusta como se siente.
Porque el estudio ha entendido que la dosis de dopamina que acompaña a cada objeto brillante en el suelo debería estar respaldada por algo más que números, y por eso hay fusiles que impactan bala a bala con una contundencia sobrecogedora y también armas completamente automáticas que pierden en dispersión y peso lo que ganan en cadencia bruta. Son piezas con personalidad, con su tacto particular, al menos en un principio: también hay crafteo de armas y modificadores, y estadísticas de puntería, estabilidad, velocidad de recarga o probabilidad de crítico que pueden retocarse mediante cañones o mirillas intercambiables, e incluso una estación de recalibrado que permite transferir estadísticas de unas armas a otras para mantener actualizadas las piezas que nos conquisten por su feeling pero hayan quedado obsoletas. Es exactamente ese tipo de juego, y ese tipo de combustible para la obsesión.
El asunto es que es relativamente fácil dejarse llevar, y también relativamente sencillo recobrar el sentido común en mitad de la noche y plantearse qué haces calculando en una libreta los bonificadores de un fusil de mentira. No es un problema exclusivo de su pestaña de equipo, y en lo tocante a su mundo, a su diseño de misiones y a un sistema de progresión diabólico que riega el mapa de iconos con la compulsión de siempre pero sabe hacer depender unos de otros como quizá nunca antes, la única respuesta posible una vez se rasca un poco es una profundísima crisis existencial. Hay tantos números, tantos medidores, tantos asentamientos y tantas barritas que el tiempo parece evaporarse bajo tus pies, y si el hechizo funciona es porque sabe apañárselas para evitar que nos hagamos preguntas; para plantear siempre metas a corto, medio, largo plazo, dividiendo el mapa en distritos y pisos francos y haciendo depender los puntos de viaje rápido de la liberación de determinados bastiones, como siempre, pero planteando también proyectos que engloban un montón de objetivos dispares.
Así, recoger un par de coleccionables más y trazar un camino que nos permita liberar a unos rehenes sin desviarnos demasiado podría completar un encargo global que a su vez desbloquee la localización de un jefe, o terminar con éxito determinada misión principal podría además permitirnos reclutar a un barbero o un especialista en gestión de grupos que nos permita acceder a los clanes. El juego siempre intenta operar así, camuflando lo que en esencia es una larguísima y realmente intrincada tabla de recados, objetivos y recompensas bajo la apariencia de un componente humano, de una meta más noble: liberar unos tanques de agua en una secundaria significa experiencia y loot, pero también hacer llegar el regadío al huertito de los supervivientes en uno de los asentamientos que protegemos. No es especialmente exitoso en lo emocional, porque pese a las escenas idílicas de niños que por fin tienen electricidad para jugar al For Honor (no me lo invento) la hoja de cálculo se acaba haciendo demasiado evidente, pero la cuestión es que siempre tenemos algo que hacer, y que nunca nos sentimos insultados por ello. Que somos burros persiguiendo una zanahoria, pero la lista de tareas siempre mantiene las formas, sin interrumpir forzosamente nuestro camino ni romper ese contrato por el cual aceptamos realizar encargos más o menos intrascendentes siempre que haya una mínima intención de justificarlos. Intentemos no caer en comparaciones.
El problema, sin embargo, es que todo ese inmenso árbol de objetivos y recompensas sufre para mantener las cosas realmente variadas. Y lo hace porque en el fondo tiene pocas piezas para trabajar: hay tiroteos, hay loot, hay desplazamientos, y con esos tres acordes toca estructurar una progresión de decenas de horas a lo largo y ancho de una Washington dividida en distritos y tomada por, en principio, tres facciones en liza. Con sus particularidades en cuanto al trasfondo y a las unidades que suelen poner en juego las tres encuentran su punto de unión en su afición a instalarse en lugares históricos y a tirotearnos en plena calle, dando como resultado una selección de misiones principales y secundarias mareante en números brutos y, sobre todo, una hostilidad mucho mayor en las calles. Manhattan distaba mucho de ser un paseo, pero la capital es un lugar incomparablemente más peligroso en el que encontrar la muerte en un cruce cualquiera no es en absoluto raro de ver. Y es una pena, porque cuando los tiroteos fortuitos y las ejecuciones sumarias dejan un respiro apetece pararse a observar: la Washington post pandemia es un lugar decadente pero hermoso a su manera, un infierno de coches volcados y montañas de basura de cuatro pisos que de cuando en cuando deja entrever cervatillos husmeando entre los restos. Eso, y que por fin un videojuego nos permite corretear por el estanque del monumento a Lincoln gritando "Jenny" como un subnormal.
Pero que tan bucólica imagen no nos distraiga de la cruel realidad: The Division 2, pese a exhibir un tipo de músculo en lo relativo a la reconstrucción urbanística que a estas alturas se da por sentado en la compañía, también es un juego que cae frecuentemente en la monotonía. Lo hace sin duda a nivel de tareas y objetivos, de emisores de radio que hay que piratear y patios interiores que debemos asegurar, y si en este sentido no fracasa con todo el equipo es, en el fondo, por el mismo motivo: por el músculo, por la escala, por el ejército de artistas dándole forma a todo y mucho me temo que por un potencial económico que costaría encontrar en otro lugar. Por convertir cada misión principal y cada una de sus secundarias en galerías de tiro intercambiables en lo jugable que sin embargo suponen algo parecido a un parque temático en cuanto a ambientación: no es lo mismo sobrevivir a un tiroteo en un planetario que hacerlo en unos estudios de televisión, o en la azotea de un hotel de lujo, o en las escaleras del capitolio.
Tampoco es lo mismo hacerlo a lo largo de las salas de un museo que nos lleve a resguardarnos tras el módulo lunar, o más tarde disparando una ametralladora estática a los pies de un helicóptero en una reproducción de Vietnam. Ese es el nivel, y lo que realmente maravilla es que el juego sepa mantenerlo a lo largo de una duración maratoniana que pulveriza los records de contenido en el género, aunque a veces toque hacer concesiones: están las misiones entre los restos del Air Force One, y están las de rescatar a un apicultor de unos tipos con sierras mecánicas. No se puede tener todo en la vida.
Aun así, insisto, hablamos de un despliegue en cuanto a contenido bruto y variedad de escenarios que sin duda, de haberse enhebrado con cierto tino, hubieran dado para ambientar un contundente drama de supervivencia, o al menos un entretenido folletín de espías e intrigas gubernamentales. No es el caso. En lo narrativo, y siento decirlo, The Division 2 es un cero a la izquierda, una concatenación de pretextos sin demasiado fuste que ni siquiera cumple en lo de siempre, en saber llevarnos de lado a lado del mapa con cierta sensación de causalidad, aunque todo tiene una explicación. Que guste o no es otro tema, pero aquí va: si The Division 2 no se molesta en contar una historia con fundamento es porque su intención es facilitar el cooperativo. Y podría parecer que ambos conceptos no son mutuamente excluyentes, hasta que reparas en que una narración con sentido requiere de una estructura, de un hilo conductor, de sucesos que desencadenen otros sucesos, o lo que es lo mismo, de una serie secuencial de misiones y eventos que podrían no ser compatibles con la regla de oro del multi cooperativo: tú llevas jugando una semana, yo acabo de llegar, qué hacemos.
Y la respuesta de otros juegos suele ser negativa. Suele haber diferencias de nivel insalvables, misiones que requieren otras misiones, progresos que se pierden al actuar como huésped y que solo afectan al mundo del anfitrión. Pero The Division 2 no quiere decir que no, y su solución salomónica es convertir su campaña en un conjunto de misiones que no deben jugarse en orden necesariamente ascendente. Así, si un amigo quiere acompañarnos en uno de los últimos capítulos pero solo ha completado un par de misiones el juego le permite hacerlo, inflando además sus estadísticas de manera momentánea mientras esté en nuestro grupo y devolviéndole a su mundo después con el encargo ya superado, algo que sería difícil de cuadrar con una estructura lineal al uso. De la misma manera funciona el matchmaking, permitiéndonos buscar compañía para la simple exploración casual o para cualquiera de las grandes misiones de la campaña, y abriendo también la posibilidad de que lancemos una bengala cuando las cosas se pongan peliagudas y alguien decida acudir a salvarnos.
Son todo facilidades, y por eso llama la atención que el juego no contemple ninguna para quienes deciden enfrentarlo en solitario. Puede hacerse, sin duda, pero solo a fuerza de tesón, paciencia y una tolerancia mayúscula a la repetición: a caer una y otra vez sin nadie que nos reanime, a morder el polvo de camino a una misión y reaparecer otra vez a centenares de metros del objetivo. Diría incluso que parece una decisión consciente, el castigo implacable de un juego con evidente espíritu multijugador que no ve con buenos ojos la opción contraria y se niega a escalar demasiado sus desafíos. Sea como sea, y salvando algunos picos de dificultad delirantes de cara al final (atención a la escena de los muelles, desesperante incluso en compañía), terminar The Division 2 en solitario es desafiante pero asumible. Una vez superado ese punto, sin embargo, será imprescindible que aprendamos a hacer amigos.
Porque The Division 2 no acaba al liberar la última fortaleza. Podría permitirse hacerlo, porque como digo hablamos de una duración que en mi caso particular superaba holgadamente la marca de las cuarenta horas durante la cinemática final, pero por algo hablábamos de dinamitar las expectativas sobre contenido. Así es su endgame, el verdadero núcleo del juego en un género cada vez más enfocado a competir por el compromiso a la larga del jugador y un capítulo en el que The Division 2 confía tanto como para reservar hasta entonces aspectos absolutamente críticos de su oferta global. Es el caso, por ejemplo, de las especializaciones, un sistema que dota a los agentes de un nuevo sistema de experiencia, un nuevo árbol de habilidades que desbloquear y lo que es más importante, un nuevo lanzagranadas (se me escapa por qué alguien querría optar por el sniper o la ballesta, la verdad) con el que sembrar la muerte y la destrucción, y que simplemente no podremos utilizar en la campaña inicial. A eso le llamo yo apostar fuerte.
Pero apuntar nuestros nuevos juguetes hacia los mismos objetivos de siempre sería aburrido, y por eso el juego sube la apuesta reservando nuevamente para el final a la que sin duda es su facción estrella, los Colmillos Negros, un grupo de contratistas militares renegados que se diferencian de lo visto hasta entonces en saber lo que están haciendo. Ahora tratamos con profesionales, con tipos bien equipados que no contentos con invadir las fortalezas de las facciones rivales han hecho lo propio con las misiones, alterando los objetivos y obviamente las fuerzas a las que enfrentarnos. No son cambios radicales y la arquitectura en esencia es la misma, pero el incentivo para volver a jugar está ahí, y el desafío crece a la altura de las recompensas: los enemigos son más duros, pero con el nivel 30 y la especializaciones llega también el sistema de puntuación de equipo, un remedo del nivel de luz visto en Destiny que ya se ensayó en los DLC del original y que convierte la búsqueda de loot competente en el nuevo motor de la progresión. Al menos hasta que volvemos a liberar todas las fortalezas y topamos con el nuevo límite de nivel, momento en el que todo vuelve a empezar: hay una primera vuelta, una segunda y así sucesivamente, aumentando el tope de equipo en cada caso y dejando caer por el camino novedades como los contratos avanzados.
Así las cosas podría parecer que queda poco espacio para las modalidades PVP, pero The Division 2 no ha venido a hacer prisioneros. Aun así, y dado lo olvidable de los modos estrictamente competitivos, creo que será más inteligente dedicar las pocas líneas que me quedan a una zona oscura que en concordancia con el espíritu general de exceso ahora se desdobla en tres, situando al este, sur y oeste los distritos libres de control gubernamental que los agentes utilizan para hacerse la puñeta entre sí. El bucle fundamental, esa localización de objetivos y piezas de equipo contaminado que deben evacuarse en helicóptero y que dejan el terreno abonado para la traición y la puñalada trapera sigue pareciéndome un diseño de sobresaliente, y dejando de lado la ahora triple variedad de entornos lo más destacable de esta nueva encarnación vuelve a ser esa manera de entender perfectamente a su público. De entender la esencia del multijugador y diría que la propia naturaleza humana, capitalizando lo miserables que somos mediante un sistema de agentes renegados que ahora puede activarse al gusto y pasa por tres fases incrementales: podemos ser un poco traviesos, robar unos cuantos cargamentos, triangular la posición de un refugio solo para renegados y volver a la normalidad, podemos aprovechar dicho estado para dar matarile a un par de compañeros y que la cosa se complique bastante, o podemos abandonarnos a una orgía homicida e intentar sobrevivir a la recompensa que caiga sobre nuestra cabeza. Las implicaciones emergentes de todo esto se las dejo al lector, pero insisto: dentro de la escena del triple A es sumamente raro ver diseños tan puros, tan minimalistas, tan sumamente elegantes.
Y quizá el secreto sea ese, la simplicidad. La pureza, y la fidelidad a unas reglas lo suficientemente fuertes como para soportar el peso del rascacielos que Ubisoft ha intentado construir aquí. No lo consigue siempre, porque como digo hay momentos flojos y sobre todo el conjunto revolotea la sombra de esa frialdad casi matemática que lastraba a la primera entrega, pero por norma general y fuera de lo narrativo a The Division 2 cuesta ponerle pegas. No plantea nada nuevo pero es solvente en prácticamente todo, e incluso llama la atención que repitiendo un esquema que conocemos bien (combate excelente, historia olvidable, listas de objetivos desorbitadas) consiga resultados tan diferentes a otros lanzamientos recientes. Quizá, repito, sea solo una cuestión de psicología, de experiencia y de saber trabajar este tipo de mundos. Quizá tenga que ver con aquel tablero, o quizá sea solo una cuestión de tablas.