Análisis de Total War: Three Kingdoms
El caos es una escalera.
Por mucho que duela asistir con asiento de primera fila a la descomposición de una historia y unos personajes a los que tienes cariño, lo justo es reconocer que Juego de Tronos no siempre fue ese desnortado artefacto hecho de efectismo y fanservice barato que conocemos hoy. Hubo un tiempo en el que era una buena serie, uno que curiosamente coincidió con la adaptación pausada y respetuosa del material escrito que la alimenta, y que si supo labrarse un respeto y un lugar en el corazón fue por cuidar de sus personajes. Por construirlos con mimo, con un cariño incluso descarnado y cruel, reservándonos siempre un lugar en los zapatos hasta del más deshumanizado de sus villanos. Uno de mis preferidos siempre fue Jaime, el matarreyes, el chico de oro, un niño pijo y sin duda un cabrón con pintas que sin embargo defendía su caso con unas líneas que siempre me han fascinado. Unas líneas sobre el honor, la lealtad y los juramentos, y sobre lo jodido que es mantenerse fiel a más de un señor:
"Tantos votos. Te hacen jurar y jurar. Defiende al rey. Obedece a tu padre. Protege a los inocentes. Defiende a los débiles. ¿Qué pasa si tu padre detesta al rey? ¿Qué pasa si el rey masacra a los inocentes?"
Y digo que me fascinan porque aquí ninguno sabemos lo que es levantarse en armas contra un tirano, pero de un modo u otro todos hemos quedado atrapados en algún fuego cruzado. Padres que se divorcian, amigos que de pronto se odian, parejas que por algún motivo no acaban de encajar con nuestra famila. Vivir es aprender a navegar todas esas cosas. Con las personas a veces es difícil, ya sabéis.
Es duro saber que es imposible acertar. Que hagas lo que hagas acabarás haciendo daño a alguien, y que hay juramentos que no vas a poder cumplir. La vida no es justa a veces, y es exactamente el tipo de sentimiento que Three Kingdoms trabaja con una soltura incluso inquietante, convirtiendo una alianza militar en espada y el matrimonio de conveniencia que nos hermana con una facción vecina en pared. Yuan Shu es pariente, pero con Yuan Shao hemos sangrado en incontables batallas; es imposible elegir. La guerra que súbitamente los enfrenta nos deja rotos y sin aliento, y aunque intentamos interceder todo parece perdido. ¿Qué pasa si tu padre detesta al rey?
Ya os adelanto que no acabó bien, aunque no tendría sentido detenerse demasiado en una sola de las historias de un juego capaz de generar tantas. Recuerdo también a Tao Quian, el advenedizo que decidió asaltar a padre en un cruce de caminos y terminó pagando con sangre, ruinas y olvido su vileza unas pocas estaciones después. La familia es lo primero, aunque en ocasiones también se cobre su precio: en una ocasión me vi forzado a sofocar de manera violenta una rebelión porque mi hijo, un adolescente enfermo de soberbia que nunca vio con buenos ojos ser relegado a administrador de una comandancia fronteriza en favor de un heredero más joven, se empeñaba en castigar con crueldad el más pequeño error de sus súbditos; en otra, mi más ferviente enemigo encontraba un final temprano a manos de su propio hijo adoptivo, en lo que supuso una oportunidad para acercar posturas con el nuevo líder de la facción. En la China del siglo II el caos siempre es una oportunidad. O una escalera, que diría Meñique.
Y todo el mérito es de sus personajes. Si Total War: Three Kigdoms narra con semejante soltura es porque sabe entenderlos, porque sabe mimarlos, porque planta semillas y simplemente se sienta a verlas crecer. Porque les respeta lo suficiente como para otorgarles la misma libertad que reserva al jugador mismo, dejando espacio en sus mecánicas para que se conviertan en protagonistas que van más allá del campeón que arrasa en batalla o el chupatintas que nos otorga un quince por ciento de beneficios extra a la hora de comerciar con jade. Todos esos parámetros están ahí, sumergiendo y a menudo aturdiendo al gestor, nosotros, en un océano de profundidad ante el que las batallitas de elfos y enanos que habían tomado el control de la franquicia en el pasado reciente palidecen como el material infantil que son, pero Cao Cao, Liu Bei, Dong Zhuo y los literalmente centenares de familiares, acólitos y señores de la guerra rebeldes que soportan este romance son mucho más que números. Son personas, entidades independientes, protagonistas que reclaman a golpe de autosuficiencia el protagonismo en una historia en la que por fin, y este quizá es el cambio más radical de todos, no se limitan a ser comparsas de una sola facción.
Es algo que generalmente se aprende a golpes, por las malas, cuando ese héroe de guerra de nivel cinco al que tenemos relegado al papel de un cortesano más nos abandona harto de no pintar nada. Ahora cada administrador, cada estratega, cada artesano e incluso cada miembro de un árbol genealógico que haríamos bien en vigilar de cerca es libre de hacerlo, y en esta libertad radican ciertas ventajas. Si entendemos China como un gran tablero y a sus habitantes como peones, un buen movimiento podría ser asegurarnos la lealtad de una facción vecina proponiendo un matrimonio de conveniencia que haga a nuestra sobrina cambiar de bando, o efectuar la operación inversa para traernos a palacio a un nuevo recaudador de impuestos a coste cero porque la familia no tiene por costumbre cobrar.
También podemos realizar adopciones, o mercadear con los asientos de nuestro gabinete de consejeros, o incluso capturar vivo al joven emperador para asegurarnos el vasallaje de todas las zonas controladas por su dinastía sin tener que desenvainar la espada. Ante la eventualidad de un general enemigo capturado en combate podemos ejecutarlo sin contemplaciones, pero quizá liberarlo nos permita limar asperezas con un rival demasiado grande de cara a un posible armisticio, abriendo la puerta incluso a que el personaje en cuestión nos guarde una deuda de gratitud que podría beneficiarnos después. Aunque bien pensado, también podríamos pedir un rescate. Podemos hacer lo que nos de la gana.
Y si todo esto carbura, si ese inmenso árbol de relaciones humanas finalmente florece, es porque cada personaje funciona de la misma manera. Porque en las fichas que los definen hay habilidades que desbloquear y huecos para esa montura épica arrancada de las garras del enemigo, pero sobre todo para una complejísima madeja de rencillas, amistades y venganzas juradas que conecta a cada individuo con todo el resto del mundo. Es algo que afecta a nuestra propia corte, a nuestra propia dinastía, a nuestros propios hijos, a esa consorte ambiciosa que, satisfecha de estrenar puesto administrativo, no acaba de ver con buenos ojos compartir mesa y mantel con un general mujeriego y burlón. Progresar con acierto implica lidiar con todas esas miserias, con la naturaleza humana en definitiva, y el sistema es tan profundo y tan ambicioso como para albergar un sistema de espionaje basado en la confianza: podemos dar de baja a uno de nuestros hombres solo en apariencia, y si un golpe de suerte le hace asegurarse un hueco en el organigrama rival el juego nos permite acceder a un catálogo inagotable de perrerías que podrían suponer su final desde dentro. Son operaciones que podrían fallar, y mucho ojo si finalmente se descubre el pastel pero por algún motivo el infiltrado regresa con el cuello intacto: por supuesto que hay sitio para los agentes dobles.
No es el único quebradero de cabeza derivado de la obligación de gestionar ese torbellino de egos. Sorprendentemente las cortes de esta China se parecen más de la cuenta al vestuario del Real Madrid, y con cada nuevo nivel ganado llegan también exigencias nuevas: ahora mismo, mi máxima preocupación no está en el frente sureste, donde mantengo una megalómana campaña de expansión, sino en casa, en palacio, buscando un hueco a la altura de un general que perdió un ojo en batalla por mi. Naturalmente, los puestos son limitados. Toca expandirse aún más. Todo está conectado.
Y es que al final, como siempre, la cosa va de conseguir plantar la bandera en nuevos territorios que aseguren nuevas tropas y nuevos ingresos para que la rueda siga girando, aunque hay que agradecerle a Creative Assembly que el juego no pierda la elegancia aquí, y que esa guerra total de la que saca pecho la serie por fin trascienda de verdad al simple choque de tropas. Las batallas, las emboscadas y los asedios son importantes, claro que sí, pero forjar nuestro imperio a golpe de espada es una vulgaridad: un sistema de personajes tan portentoso tenia que significar por fuerza un énfasis especial en la diplomacia, una rama del juego que regresa con más opciones que nunca y que por fin posibilita que personajes como Cao Cao puedan ponerse el mundo por montera utilizando solo la pluma y la palmadita en la espalda.
Así funcionan ahora unas facciones que alejadas del trazo grueso de las criaturas de fantasía basan sus particularidades en el subterfugio, en la capacidad de explotar un recurso valioso, o en un panel especial que por ejemplo permite a nuestra lengua viperina favorita gastar puntos de influencia para dorarle la píldora a quien sea o incluso para instigar guerras entre oponentes cuya amistad nos estorba. Y hacerlo, además, con una claridad y unas facilidades nunca vistas en lo tocante a interface: si queremos probar suerte asegurándonos un vasallo podemos ir tocando puerta por puerta, o utilizar directamente un menú de negociaciones rápidas que lista de manera automática a todos los líderes con la suficiente falta de orgullo.
Así, con la pluma en una mano y la espada en la otra, nuestras fronteras se irán haciendo más y más amplias, albergando en su seno una estructura renovada de comandancias que viene a revolucionar el sistema de ciudades de toda la vida: ahora cada región es algo así como un estado nación, un solo núcleo urbano rodeado de tierras de regadío, granjas o puertos pesqueros que adquieren representación física en el mapa y deben ser conquistados individualmente. Es la manera que el juego encuentra para hacer más explícita la lucha por ciertos recursos, aunque el sistema también implica unos cuantos cambios sutiles que podrían no contentar a todos. El ejemplo más claro puede que sea el asunto de la construcción, que ahora limita a un solo proyecto por turno la capacidad de expansión de cada región completa y vende bien caros los espacios donde edificar.
Toca elegir con cuidado, algo que dificultan considerablemente unos árboles de tecnología y progreso que quizá sea lo menos brillante del juego: hay un montón de edificios, cada uno tiene sus pros y sus contras y en absoluto existe una ruta ideal demasiado clara, pero toda esa profundidad no es especialmente navegable y cuando el imperio se descontrola no es raro sentirse sobrepasado. Aun así, y cambiando completamente de tercio, es de agradecer que estos renovados asentamientos por fin incorporen de manera automática una guarnición defensiva decente que nos permita irnos a guerrear tranquilos sin dejar nuestra capital a merced de los malos.
Y es algo que haremos con cierta frecuencia porque la vía diplomática tarde o temprano se agota, aunque si he decidido dejar el componente de táctica militar y las consiguientes batallas en tiempo real para el final es porque por suerte son lo de menos. Y no quiero decir con esto que flaqueen respecto al conjunto, o que el estudio se haya olvidado de poner novedades de peso sobre la mesa: plantear una estrategia ganadora cuando los números no nos favorecen y la resolución automática del conflicto deja de ser una opción es igual de satisfactorio que siempre, y que nadie piense que el abandono de la fantasía épica trae consigo una menor implicación de los héroes. Ya no hay dragones ni criaturas aladas, pero al fin y al cabo hablamos de un material de base que no se distingue por tratar a sus protagonistas como meros humanos, y de ahí que la solución de Creative Assembly sea salomónica y realmente inteligente.
Dos modos, realista y romance, que implican en el primer caso una mayor importancia de nuevos factores como los suministros (por no extendernos, quedar demasiado tiempo aislado con nuestro ejército en territorio enemigo es una muy mala idea) o la fatiga. En el segundo, como su propio nombre indica, el juego gira hacia una visión romántica del asunto en la que sus protagonistas, curiosamente los mismos que los de cierta franquicia de Musous de renombre, portan armas doradas de miles de puntos de daño y hacen volar regimientos enteros con un solo tajo de espada. A grandes problemas, grandes soluciones: si Lu Bu nos está poniendo las cosas difíciles siempre podremos optar por solucionar las cosas de un modo más personal, apeándonos del caballo en persona para retar al campeón enemigo a un duelo a muerte que ningún soldado raso osaría interrumpir, hasta que solo un general permanezca en pie. ¿Queríais épica? Toma dos tazas.
Y si salimos vivos llegarán las celebraciones, la música y los desfiles, pero nada de eso dura. Toca seguir, porque las estaciones siguen pasando y en la guerra que asola China con el pretexto de unificarla solo hay sitio para un emperador. Al final es tan sencillo como eso. Como decidir quién muere y quien sobrevive, quién sabrá navegar con éxito las traiciones y las intrigas y quién será devorado por la corriente. Decisión tras decisión, batalla tras batalla, Total War: Three Kingdoms va forjando una historia en la que por fin solo somos una pieza más, respetando así la naturaleza indómita y absolutamente coral de una obra que si ha llegado hasta nuestros días es por confiarlo todo a sus personajes. Por entender de donde vienen y a donde van, por respetar sus motivaciones, y por saber plasmar todo eso en un juego que sin duda representa el punto más alto de esta franquicia. Hasta que por fin uno se siente en el trono, aunque esta vez sea sin espadas mágicas ni dragones. Todavía hay esperanza, aunque en la tele parezca todo perdido.