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Análisis de Total War: Warhammer II

Eterno retorno.

Eurogamer.es - Recomendado sello
Más proclive a la sutileza que a la revolución, Total War vuelve a triunfar como adaptación sin renunciar a sus señas de identidad.

El Uróboros, esa gran serpiente que se enrosca sobre sí misma para devorar su propio cuerpo, es uno de los símbolos más repetidos a lo largo de la mitología de los últimos tres milenios. Estaba presente en la antigua Grecia, en los jeroglíficos egipcios y también en el Ragnarök, esa profecía nórdica que pondría fin a la historia tras la mortal batalla entre el hijo de Odín y Jörmundgander, la serpiente que rodea el mundo. Su significado era siempre el mismo: el eterno retorno, el ascenso y la caída, la naturaleza cíclica de las cosas, o por explicarlo en términos más campechanos la pescadilla que se muerde la cola. Jugando a Total War Warhammer II he pensado mucho en esta figura, y en la naturaleza de una franquicia que si se ha distinguido por algo es por abrazar culturas y civilizaciones con total naturalidad, y también por fagocitar sus propias mecánicas volviendo siempre al punto de origen.

Se trate de romanos, guerreros samurái o pequeños elfos hechos de plomo Total War siempre es Total War, un bucle constante que se las lleva apañando todos estos años para adaptarse a idiosincrasias y formas de entender gobierno, sociedad, conquista y combate y sin embargo seguir sintiéndose familiar. Esto es más cierto que nunca en sus secuelas, títulos numerados que históricamente han servido para recoger mecánicas y sensaciones y avanzar un par de pasitos más sin tratar de reinventar esa rueda, y en este segundo doble mortal sin red sobre el peliagudo terreno que es la fantasía medieval: decía De Gaulle refiriéndose al pueblo francés que es muy complicado gobernar un país con 246 variedades de queso, así que figuraos los cambios estructurales que uno está obligado a hacer si aspira a retratar con certeza la sociedad Skaven. Total War Warhammer demostró que Creative Assembly estaba más que dispuesta a acometer semejante tarea, y esta segunda entrega vuelve a cerrar el ciclo. He pensado en la serpiente por todo esto, pero puede que los lagartos gigantes también tengan algo que ver.

Es un círculo, un bucle constante de avance y repetición que gobierna cada una de sus mecánicas y en esta ocasión llega a encarnarse de manera literal en la mismísima distribución del mapa. En el centro está el gran vórtice, un amenazante remolino de fuerzas arcanas que se recorta en el horizonte de todas las razas, y a su alrededor un atolón circular que sirve de hogar a sus conjuradores, los Altos Elfos. Mas allá del mar están los hogares de las otras razas, pero todas confluyen en ese punto central, en ese eje de una narrativa que como es habitual va salpicando la que emerge de nuestras decisiones y que por primera vez en la historia de toda la saga hace compartir objetivo y condiciones de victoria a todas las armadas en liza: hacerse con el vórtice, controlarlo y usarlo para sus fines, en una carrera contra el reloj que implica cambios radicales en el ritmo de juego. En Total War cada turno cuenta pero en esta ocasión cuenta un poquito más, porque detenerse a guerrear demasiado o perder fuelle en la carrera tecnológica puede dejarnos en una posición complicada, y duele ver como te adelantan por la derecha. Antes de que nos demos cuenta alguien podría iniciar un nuevo ritual, y dejarnos a nosotros el complicado papel de interrumpirlo.

Así, como una espada de Damocles pendiendo constantemente sobre nuestra cabeza, el propio interfaz del juego se ve coronado con algo parecido a una línea de tiempo, un medidor de progreso que rellenaremos saqueando ruinas antiguas y recolectando recursos místicos hasta poder desencadenar uno de estos ritos de control sobre el ojo del huracán. Nuestros enemigos no se van a quedar de brazos cruzados, y lo mismo sucede con las fuerzas del Caos: conseguir sellar con éxito cada una de estas invocaciones implicará proteger los asentamientos que las conjuran durante un puñado de turnos, turnos en los que las velas negras aparecen cerca de nuestras costas y el resto del mapa político se confabula para hacernos bien la puñeta. Si somos nosotros los disruptores tocará andar vivos y enviar nuestras fuerzas a las capitales del enemigo sin perder ni un segundo, aunque como novedad en esta ocasión podremos tirar de talonario y encargarle el trabajo sucio a armadas de mercenarios que cobran auténticas barbaridades. No es una mala idea, porque mantener un ejército en condiciones también sale por un pico y una vez consumado el rito tocará volverá empezar. La serpiente, de nuevo.

Por lo demás, y sin entrar todavía a tratar la más que nutrida lista de cambios y matizaciones que incorpora esta nueva entrega, el funcionamiento base vuelve a ser el de siempre: levantar ejércitos, tomar nuevos asentamientos, pasar a cuchillo a sus habitantes o ponerles a trabajar para levantar esa nueva plazoleta que incremente nuestros maltrechos medidores de bienestar ciudadano o esa otra edificación que no entretiene tanto al gentío pero a cambio nos permite comandar dragones. El juego maneja, o más bien nos exige manejar, decenas de factores simultáneamente, y como sucede en Civilization o en cualquier 4X que el mundo haya conocido la clave está en saber mantener todas esas pelotas en el aire sin que nuestro plan haga aguas por ningún sitio: reclutar unidades avanzadas implica cierto nivel en las urbes, ascender esos niveles implica un excedente de población, ese excedente depende de los recursos, los recursos permiten establecer rutas comerciales y las rutas comerciales llenan las arcas que permiten pagar a esas unidades. A grandes rasgos esto es así para todas las razas, pero como sucediera en el original es en sus diferencias donde el estudio saca pecho presentando sobre la mesa lo que en esencia son cuatro juegos distintos.

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Tomemos a los Altos Elfos por ejemplo, esa corte de estirados señoritos más preocupados por sus luchas intestinas que por frenar el apocalipsis. Su fuerza es su debilidad, y sus potentísimas pero escasas unidades de lanceros, carros de artillería y aves llameantes tienen su contrapartida política en la influencia, una moneda de cambio que gobierna todo su mundo y que permite desde reclutar señores de pedigrí hasta susurrar secretos en los pasillos de la corte que debiliten o fortalezcan alianzas según convenga. Es un sistema convincente, pero quizá demasiado mecánico, condenado a funcionar en el marco de un pequeño cuadro accesorio y unos cuantos dilemas precocinados que dejan la miel en los labios de ese pequeño Meñique que todos llevamos dentro. Sus parientes oscuros no pierden el tiempo con zarandajas, y sustituyen ese juego de intrigas por los esclavos, una divisa mucho más contundente que gobierna e impulsa su economía pero implica lidiar con su impacto en el orden público.

Ya que hablábamos de serpientes le llega el turno a los Hombres Lagarto, dotados de una antiquísima red geomántica que une sus asentamientos y proporciona bonificaciones a nivel global y, bueno, de dinosaurios. Por último están los Skaven, quizá un equivalente lejano a lo que supusieron los Pieles Verdes en el original y un claro contrapunto a los Altos Elfos, su enemigo natural: sus unidades son débiles pero abundantes, y su naturaleza carroñera hace crecer la corrupción gradualmente en cada territorio que ocupan, condenándolos al nomadismo y a vigilar estrechamente la cantidad de alimento. Y como las ratas tienden a vivir bajo tierra, sus asentamientos aparentarán ser simples ruinas para el invasor que no embarque a uno de sus héroes en la peligrosa tarea de reconocerlas.

Son solo unas directrices, porque el principal aporte del juego sigue siendo ese crisol de pequeñas pinceladas que unidas representan casi a la perfección el carácter de estas civilizaciones imaginarias. Las unidades reptilianas de los lagartos pueden perder el control, los Skaven pueden invocar refuerzos desde el subsuelo a cambio de un extra de alimento pactado antes de cada batalla y los elfos oscuros cuentan con el favor de un dios asesino que recompensa las buenas matanzas con un empujón a los atributos. Ya que hablábamos de los héroes, su rol sigue siendo tan importante como en el pasado, y bien utilizados pueden cambiar el curso de cualquier batalla: tanto los grandes señores como los conjuradores o los nobles que reclutemos pueden saltar físicamente al combate, y navegar su intrincada red de niveles, atributos, seguidores y piezas de equipamiento vuelve a acercar al juego a los terrenos del rol más tradicional. También vuelven las cadenas de quests específicas de cada líder y las consiguientes batallas masivas en las que conviene estar pendiente de sus habilidades y, como novedad, de las del propio ejército, gobernadas por un nuevo indicador en el margen derecho de la pantalla.

En el plano táctico, y salvando estas potentísimas habilidades de grupo, la cosa sigue funcionando más o menos igual, a saber: vigila los flancos, ten en cuenta la ventaja que aporta una posición elevada, aprovecha la velocidad de las unidades aladas y no dejes que te coman los dinosaurios. Quizá en esta ocasión sean este tipo de grandes bestias las que adquieran mayor protagonismo, permitiendo de paso brillar a un motor que sigue manejando con soltura una cantidad de unidades que roza lo abrumador. Apetece acercar la cámara, porque a pie de pista el comportamiento individual de cada insignificante pedazo de carne sigue sorprendiendo sobremanera, pero no suele ser la mejor de las ideas: las cosas no tardan en escalar, y si algo se le puede echar en cara a Total War Warhammer II es seguir sin encontrarle el punto a una legibilidad en el calor del combate que por el contrario brilla como pocas en su mapa político. No es un problema de mecánicas sino más bien de representación, y sigue costando sacudirse la sensación de que esos enfrentamientos de veinte contra veinte no cuentan con las suficientes herramientas (no, la vista de águila no es suficiente) para organizar la información y navegar ese caos que no te permite sacar todo el rendimiento posible a tu meditada estrategia.

Supongo que en cierto modo es parte de su encanto, y que cuando el flanco izquierdo se va de vacaciones lo natural es perder los papeles y no saber qué demonios está pasando. Es, como digo, parte indisoluble del código genético de una franquicia que siempre ha buscado representar la guerra, y que en esta ocasión vuelve a cuadrar el círculo haciendo exactamente lo mismo de varias maneras radicalmente diferentes. Por eso importa poco que ahora podamos conjurar ritos, o que podamos colonizar cualquier tipo de asentamiento, o que los señores encargados de nuestras fuerzas puedan decidir hacernos la cama y plantarse con el ejército que hemos pagado en la puerta de la ciudad que aún estamos terminando de pagar. Son avances, sin duda, pero en el fondo la historia es la misma de siempre: construir, reclutar, asediar, extenderse. Y vuelta a empezar. Morderse la cola y seguir girando, algo que podría saber a poco a quienes esperen profundos golpes de timón en los títulos que llevan números romanos en la portada. Es una posición razonable, pero Total War habla de la guerra, y me suena haber escuchado en algún sitio que la guerra nunca cambia.

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