Avance de Total War Warhammer II: Rise of the Tomb Kings
Nosotros no servimos.
Para tratarse de juegos sobre runas antiguas y rituales arcanos estructurados en torno a enfrentamientos entre vampiros y hombres lagarto, tanto Total War Warhammer como su reciente secuela muestran una singular preocupación por algo parecido a la fidelidad histórica. Es, creo, uno de los principales motivos de su éxito, y un guiño a un universo igualmente basado en figuritas de plomo que siempre se ha desvivido por documentar de manera casi obsesiva los usos y costumbres de cada una de las razas que pueblan sus campos de batalla. Creative Assembly entiende su material, lo respeta, y nunca opta por el camino fácil: donde otros hubieran optado por confiar el destino del juego a un logotipo y unas cuantas skins diferentes el estudio británico elige unas reglas fuertes pero flexibles, un sistema que sabe adaptarse y absorber las particularidades de cada armada y en suma un juego que en la práctica es muchos a la vez. Un juego que sabe mantener las cosas interesantes, que renueva su propuesta cada vez que seleccionamos una facción diferente y que a consecuencia de todo esto convierte cada nuevo paquete de contenido en un acontecimiento más especial que la media: en esta ocasión las apuestas se han cumplido y nos tocará encarnar a los reyes funerarios, y aunque jugar con un ejército de esqueletos y momias es un valor en sí mismo, la clave vuelve a estar no solo en meternos en su piel, sino en cómo vamos a hacerlo. Esta gente sabe lo que se hace.
Pero antes, un poco de historia. Tampoco procede extenderse, así que baste decir que tratamos con los restos de una de las primeras civilizaciones humanas y con un pueblo que, tras florecer durante milenios, comenzó a obsesionarse con la vida más allá de la muerte hasta el punto de convertir sus ciudades en ominosas necrópolis que pudieran albergar los restos de sus gobernantes hasta que algún día el rito adecuado les permitiera regresar. La inspiración está en Egipto, las pirámides y los faraones, aunque como hablamos de Warhammer en esta ocasión la jugada les salió bien: ese día ha llegado, y sus cuatro grandes señores vuelven a pisar las arenas del desierto acompañados de un montón de esbirros no muertos con ganas de hacer amigos. Cuatro nuevos actores dispuestos a convulsionar un mapa político ya de por sí peliagudo, y que además de su esperable participación en las modalidades multijugador o las batallas personalizadas pasan a ser jugables en cualquiera de las dos grandes experiencias de campaña que ofrece Total War Warhammer II: Mortal Empires, ese descontextualizado sandbox que combina bestiario y territorio de ambas entregas y que llegó el pasado octubre como premio a los seguidores más fieles, y Eye of the Vortex, la lucha contra el reloj que sirvió de excusa argumental para esta segunda entrega. Es en esta última donde vuelve a radicar el verdadero interés, aunque los milenios no pasan en balde: hablábamos al principio de diferenciación y de juegos dentro del juego, y la mayor prueba de todo esto es que a nuestros monarcas no muertos el dichoso vórtice no podría importarles menos.
Así, mientras el resto de razas continuarán peleando por llegar a tiempo a los distintos rituales que les permitan controlar el famoso torbellino mágico, nuestras condiciones de victoria pasarán por ignorar todo esto por completo y centrar nuestros recursos en la localización de los nueve Libros de Nagash, una colección de tomos de incalculable poder que una vez reunidos permitirán romper el sello de la gran pirámide negra y despertar de una vez por todas a su malhumorado inquilino. En la práctica esto implica cambios importantes, porque cada uno de los tomos otorga diferentes ventajas y porque rompe con la estricta secuencia de acontecimientos que marcan los rituales para las otras razas. Al menos así es sobre el papel, porque volvemos a hablar de una experiencia que, de jugarse como es debido, se prolongará durante decenas de horas y escapa al alcance real de una sesión de prueba con tiempo limitado. Nuestro periplo no pasó de las primeras escaramuzas, un pequeño aperitivo que sin embargo si nos permitió comenzar a juguetear con otras particularidades igualmente suculentas: no solo de antiguos textos arcanos viven los faraones zombis.
Para empezar está, como no, el asunto de las unidades, en este caso una curiosa combinación de esqueletos, carros de combate y unidades a distancia que cubren el hueco de la infantería y que con el tiempo dejan paso a las unidades de gran tamaño, a los escorpiones y las estatuas de antiguos dioses que cobran vida y saltan a la batalla. A juzgar por estos primeros compases todo parece indicar que se trata de un ejército de contrastes y de una de esas facciones más orientadas a las unidades de alto valor y la infantería especializada que al número en bruto. Así es al menos en un principio, aunque los reyes funerarios guardan un par de trucos bajo la manga y no conviene fiarse: es el caso, por ejemplo, de los Reinos de las Almas, un sistema relacionado con esa obsesión por la muerte de la que hablábamos antes. Se conoce que tantos años de estudio dieron sus frutos, entre ellos una traicionera barra de progreso que gobierna el interfaz de batalla y que iremos llenando cada vez que sufrimos bajas. A cambio, y una vez superados ciertos niveles, las unidades supervivientes recibirán bonus de curación, y en el caso de completarse del todo las almas de todos esos guerreros caídos podrán invocarse de vuelta en la forma de unidades de Ushabti, estatuas de aspecto cadavérico y rendimiento espectacular.
No es la única manera en la que la facción juguetea con las mecánicas que gobiernan la adquisición de unidades, y es que llegados al reclutamiento en sí y supongo que por aquello de que es inútil ser el más rico del cementerio el proceso deja de lado el factor dinero. El oro pasa así a ser irrelevante, y a cambio la cantidad de unidades de cada tipo que pueden ser desplegadas queda ligado a la construcción de ciertos edificios concretos, alterando radicalmente tanto la economía de la facción como nuestros planes de conquista y expansión. Esto no implica necesariamente que haya que descuidar la adquisición de recursos, porque practicar el pillaje en un nuevo asentamiento podría desembocar en el mejor de los casos en el descubrimiento de un nuevo tomo y de paso en unos cuantos Canopic Jars (no me arriesgaré a traducirlo) que combinados con otros recursos más mundanos alimenten el Rito Mortuorio, una nueva mecánica que permite a nuestros sacerdotes construir instrumentos mágicos o invocar unidades de leyenda. Por lo demás, el capítulo de nuevos sistemas se cierra con las llamadas Dinastías, algo parecido a un árbol tecnológico secundario enfocado a desentrañar secretos de nuestros antepasados: cada nueva rama aumenta el número de ejércitos que podremos comandar simultáneamente, y es aquí donde deberemos acudir si queremos desbloquear nuevos héroes que nos acompañen a la batalla.
Las primeras impresiones son excelentes y sobre el papel todo apunta a que los Reyes Funerarios ponen suficientes novedades sobre la mesa como para justificar de sobra este nuevo paquete de contenido y convertirse en una alternativa a tener muy en cuenta, pero como digo una sesión de juego tan reducida no da demasiado pie a sacar conclusiones. Máxime cuando ese tiempo fue compartido, y las esfinges y los muertos vivientes tuvieron que ceder espacio a unas cuantas sesiones de alquimia en The Laboratory, ese curioso modo experimental que vio la luz hace un par de semanas y con el que muchos habréis tenido ocasión de juguetear de primera mano. Para los menos afortunados decir que en esencia se trata de un benchmark, aunque a excepción hecha del primer Crysis no recuerdo ninguno tan divertido. La idea es sencilla: una ventana de configuración de batallas libres, un montón de sliders gobernando la munición, el radio de efecto de las habilidades o el rango de penetración de los proyectiles y un desdén casi suicida por limitar la cantidad de oponentes en liza al terreno de lo razonable. Si queremos enfrentar a cuatro ejércitos simultáneamente podemos hacerlo, si queremos activar para todos ellos la opción de grandes armadas que aumenta las unidades disponibles hasta 40 nadie va a detenernos, y lo que es peor: todo el sistema es perfectamente compatible con un slider más gordo que permite multiplicar el número de efectivos reales de cada unidad hasta un obsceno x10.
Como es natural nuestro primer impulso fue decir a todo que sí y guarecernos tras una silla esperando que aquello explotara, y aunque por fortuna el episodio se saldó sin heridos nuestro equipo de pruebas (un i7 7700 acompañado de 16GB de ram, poca broma) no tardó en hincar la rodilla. Tras un par de salidas al escritorio en las modalidades de 4x40 y 2x40 conseguimos encontrar un punto más o menos estable en los dos ejércitos de veinte unidades (Skaven, para más inri) multiplicadas por diez, y el espectáculo mereció la pena, aunque no necesariamente desde un punto de vista jugable: en las citadas condiciones The Laboratory es sin duda un fantástico generador de fondos de pantalla, pero con semejante acumulación de personal resulta difícil enterarse de algo. Aun así se trata de una herramienta curiosa, de un interesante cajón de arena y supongo que de un recurso útil a la hora de ensamblar un nuevo equipo, aunque en lo personal prefiero quedarme con esa pequeña barrita que permite reducir la gravedad al mínimo: sí, el asunto de la historia y los codex y las civilizaciones enterradas en el desierto puede estar muy bien, pero todo eso ya lo teníamos con las miniaturas. Puede que verlas volar de verdad, a centenares, cada vez que una esfinge gigante descarga su maza sea el motivo real de que necesitáramos un videojuego.