Análisis de Total War: Warhammer
Solo un turno más.
Si dejamos a un lado el proclamarme campeón de la EVO o abrazar durante mucho más tiempo del socialmente aceptable a Jenova Chen, quizá mi mayor frustración como jugador sea no haberle conseguido hincar nunca el diente a los títulos de la llamada "alta estrategia". Me refiero a propuestas en la onda de Europa Universalis o Crusader Kings, paraísos de la diplomacia de altos vuelos y baja catadura moral que esconden un oasis de matrimonios amañados y puñaladas traperas tras el muro de su propia complejidad. Supongo que no estamos hablando de pilotar un F-22, pero al enfrentarme a esos interfaces y a esos textos tan chiquititos nunca conseguía sacudirme la sensación de que aquello era demasiado, y de que invertiría mucho mejor el tiempo apuntándome a clases de francés o haciendo tutoriales de Maya. Evidentemente nunca hice ninguna de las dos cosas, así que mi particular metadona pasaba, como no, por sagas como Civilization, y por montarme unas películas considerables imaginando que aquel grupo de carabineros anónimos realmente era el tercer regimiento de la guardia real y que perdían siempre por aquello de la consanguinidad y porque mi hijo, su capitán, me había salido un poquito tonto. Así las cosas llegó a mi vida la saga de Creative Assembly, y esa mezcla en apariencia perfecta de accesibilidad y un poquito más de donde rascar; por fin podía mandar a mi capitán a galeras, amenizar las veladas con cianuro y buscar un buen partido para el chaval: por fin podía tratar con personas. Sin embargo, había algo que no terminaba de encajar: como en Civilization, en Warcraft, o en cualquier título de estrategia de "infantería", tanta sutileza se perdía entre los engranajes de la guerra, y a mi no me interesaba demasiado la guerra. O eso creía yo.
Dicen que el mejor remedio cuando uno tiene miedo a volar es tomar dos tazas y pasarse el verano en una aerolínea low cost, y en este sentido mi particular terapia de choque ha venido de la mano de un título que funde dos franquicias estructuradas alrededor de la palabra war, así, en letras bien grandes. Total War: Warhammer, en ese aspecto, es lo que los ingleses llamarían una pareja hecha en el cielo, porque aúna una saga que trata el campo de batalla como nadie con una franquicia a la que le interesa muy poquito todo lo demás. Sin embargo, y pese a enfrentarse a la que es probablemente la IP de mayor peso en esto de simular escaramuzas entre señores disfrazados, y a llevar claramente las de perder en una batalla automática, el estudio no se ha arrugado: como si fuera una de sus interminables negociaciones por un quítame allá esos tratados, ha sabido delimitar perfectamente sus propias fronteras y volver a casa con el pacto firmado y la sonrisa de los ganadores. Total War: Warhammer tiene más de la primera que de la segunda, y creo que es una buena noticia que esto sea así.
Y lo es porque en cierto modo lo mejor de Warhammer ya estaba incluido en Total War, y no así al contrario. Porque los ataques por los flancos y las cargas de caballería ya estaban tachados de la lista, pero había que buscar hueco para la gestión, los recursos y las intrigas. El éxito en ese terreno me atrevería a decir que es total, y que lo es porque el estudio ha sabido traducirlo todo a dos idiomas simultáneos: el de un universo que hasta ahora le era ajeno, y el de un juego puro, directo y ante todo bien diseñado. De nuevo, si Total War: Warhammer funciona es porque no confunde profundidad con intimidación, y porque pese a ofrecer una cantidad de opciones mareante el más profano puede sumarse a la fiesta en cuestión de minutos; porque es un Risk, un juego de tablero que disfraza un conjunto de reglas sólidas y perfectamente equilibradas con el engaño de ser "algo más": las fichas son héroes de leyenda, la pila de macarrones son los tributos procedentes de tus rutas comerciales y cuando sale la carta de evento aleatorio que limita tu capacidad de crecimiento en un 20%, el juego te habla de una hambruna, tú te lo crees, y todos tan amigos. Al final, es lo que yo mismo hacía con Civilization, y es una suerte que alguien haya decidido ahorrarme el trabajo.
Superado ese segundo proceso de traducción quedaba el escollo del primero, y de cómo acercar posturas con un universo en el que no hay espacio para remilgos. Y aquí lo lógico hubiera sido sacar las tijeras de podar, porque a fin de cuentas el Peñasco Negro no es Francia y casar a tu hija con un orco suele salir regular. Por suerte, en Creative Assembly hay demasiado respeto por el material original como para tomar el camino corto, y lo que nos encontramos es un ingeniosísimo trabajo de adaptación que, de nuevo, traduce hasta las mas nimia de las particularidades de las diferentes razas a conjuntos de reglas que encajen con el molde del original. El resultado, además de una auténtica gozada para el fan, redunda en uno de los mayores logros del juego: cuatro campañas (cinco, si contamos la campaña del caos que acompañará al lanzamiento como DLC) que, pese a sus aparente similitud cosmética, son radicalmente diferentes en lo jugable; puestos a hablar de Francia, sus diferencias con las costumbres germánicas serían considerables, pero sustituidlos por una raza de vampiros capaz de levantar ejércitos de entre los muertos.
Tomemos el caso del Imperio, por ejemplo. En apariencia, el caso más cercano a la realidad, un reino humano dotado de unidades y características equilibradas que podría parecer el más propicio para empezar, y que ofrece posibilidades tan interesantes como ascender a nuestros héroes a posiciones políticas para pastelear con los beneficios: pues bien, transcurrido un centenar de turnos apenas había conseguido abandonar mi provincia inicial, consumido por las luchas intestinas y los señores separatistas que se habían tomado mi coronación por las bravas como algo personal. Con los enanos podría irnos mejor, pensamos, porque son un reino serio con un liderazgo fuerte y habilidad sin par para construir maquinaria de destrucción... hasta que te topas con el Libro de Agravios, una lista de la compra que nos conmina a limpiar nuestro honor cada cinco minutos si no queremos que nos tomen por el pito del sereno. Con los Condes Vampiro, las capacidades nigrománticas vienen al precio de perder las unidades de largo alcance y de necesitar sembrar la corrupción antes de poner el pie en una nueva provincia (estoy haciendo grandes esfuerzos por no hacer un chiste aquí), y en cuanto a los Pieles Verdes... a los veinte turnos ya había conquistado una docena de asentamientos, pero intentad mantenerlos controlados con una raza que decide auto exterminarse si pasa unos cuantos turnos sin pelear. En fin, no me hagáis hablar de los orcos.
En general, y pese a contar cada una con unos cuantos ases en la manga, podría decirse que cada una de las razas está definida por su cruz, por esa pequeña piedra en el zapato que se nos clava más profundo con cada paso que damos. Tan profundo que representa en la mayoría de casos la piedra angular sobre la que edificar toda nuestra estrategia, una estrategia que por lo demás vendrá regida principalmente por el balance de pagos: cada turno obtenemos ingresos, desplegar unidades cuesta dinero, mantenerlas activas puede hacer que esos ingresos resulten negativos. La guerra es cara, y en general es un sistema que favorece la creación de un solo gran ejército que pueda moverse rápido y nos ahorre mantener otros más pequeños. Esto es así, principalmente, por un sistema de resolución automática de las batallas que tiende a caer en los resultados extremos, bien sea la victoria aplastante o la aniquilación total, y que obviamente se basa ante todo en la fuerza del número, aunque dos ejércitos medianos situados cerca pueden reforzarse mutuamente si las cosas se ponen feas. Es un sistema que al menos en su estado previo al lanzamiento necesita algunos retoques, aunque en mi caso prácticamente me alegro: es lo que me forzó a librar mis propias batallas, y no podría agradecérselo más.
Porque, evidentemente, estaba haciéndolo mal. Estaba tomándome aquello como la típica pachanga de barrio en la que jugar con cinco delanteros y lanzar a todas las unidades en una carrera suicida debería asegurar la victoria, porque años de educación videojuerguista conspiraban contra mi. Y es entonces cuando, tras unos cuantos correctivos muy serios, empiezas a caer en las sutilezas: en que hay que proteger a los arqueros, en que cargar desde terreno elevado es letal pero en estático los caballos no sirven para gran cosa, y en que aquello no va despacio porque sea un rollo, sino porque hay mucha gente matándose y necesitas tiempo para tomar decisiones. En el valor de la estrategia, en definitiva, que se reivindica más que nunca cuando te descubres a ti mismo ignorando el resultón apartado gráfico para jugar la mayor parte del tiempo desde una vista táctica que lo reduce todo a blasones y dibujitos. Y de nuevo, es cuando reparas en que todo el trabajo de adaptación que te deslumbró en la campaña se ha llevado a cabo aquí con más cariño si cabe.
Particularidades hay miles, porque hablamos de ejércitos de jinetes que montan arañas, pero sin duda los pilares son dos. El primero es la gestión de las personalidades, esos héroes y grandes señores que toman aquí el clásico papel de los generales pero multiplican su peso en batalla. Y más aún, que aportan al juego un componente de rol nunca visto en la saga, introduciendo cada uno un árbol de habilidades propio y varias cadenas de aventuras más o menos argumentales que permiten desbloquear las piezas de equipo (por supuesto que hay equipo) que marcan la diferencia. En el caso de los héroes, además, podremos optar por que actúen por libre, rompiendo filas e ignorando sus obligaciones castrenses para embarcarse en misiones de sabotaje, asesinato y prácticamente cualquier otra jugarreta que se os pueda ocurrir.
Y en la otra esquina, claro, el espinoso asunto de la magia. Una patata caliente que obviamente tenía que estar, y que en mi opinión se ha resuelto de la mejor de las maneras: limitando su uso radicalmente, pero dándole un peso decisivo a cada una de sus apariciones. Así, las batallas no son el festival de bolas de fuego que uno pudiera esperar, y por el contrario todo el sistema se construye sobre un pseudo recurso, los Vientos de Magia, que va cambiando de zona a zona y determina la gasolina de la que dispondrán los hechiceros de uno y otro lado del frente. De soplar vientos favorables, el sistema sigue el mismo principio que absolutamente todo lo demás: un hechizo para cada situación, una fe ciega en las mecánicas de riesgo y recompensa, y la necesidad de saber muy bien contra qué tipo de unidades nos enfrentamos para no terminar haciendo el ridículo. En mi libro, todo correcto.
Total War: Warhammer no ha inventado la rueda. Por el contrario, estamos hablando de un título de buena familia, que se levanta sobre los hombros de dos gigantes y que, por los mismos motivos, tenía un potencial enorme, pero también para decepcionar. Si no lo hace es por ser valiente, por atreverse a arreglar lo que no está roto, y por hacerlo todo con un solo objetivo en mente: el equilibrio. El equilibrio en cada regla, en cada batalla, en cada turno, hasta que te das cuenta de que son las cuatro de la mañana y que has olvidado cenar.