Avance de Total War: Warhammer
Recién pintado.
La primera sensación que le viene a uno a la cabeza al sentarse delante de la nueva entrega de la saga de estrategia total de The Creative Assembly es la de un nuevo comienzo. Antes incluso de que los turnos comiencen a sucederse y sus icónicas miniaturas empiecen a cobrar (y cobrarse) vidas, todo el juego despide un olor familiar, como a juguete nuevo. En mi caso particular, nunca fui un gran seguidor del universo Warhammer (espero que el lector sepa perdonarme), pero entiendo que se trata de un olor muy similar al que despediría en su día un nuevo set de guerreros Skaven dispuesto a pasar por la mesa de pintura. Desde la manera en que las unidades respiran y juguetean con sus hojas de proporciones obscenas mientras esperan nuestras órdenes hasta los pequeños detalles de mimo en la arquitectura de una ciudadela enana, la culpa hay que buscarla en una nueva ambientación que lo impregna todo, y que pese a basarse en una licencia de un peso comercial incalculable, recuerda menos al enésimo encargo con el que hacer caja a costa de la típica película de superhéroes y más al sueño cumplido de un grupo de chavales que, superados de largo los treinta, no pueden evitar esbozar una media sonrisa al recordar como la gente les miraba raro por encerrarse los sábados a pelear con soldaditos de plomo. Quien ríe el último ríe mejor.
Pero este mal disimulado entusiasmo y esta enfermiza atención por un tipo de detalles que solo sabrán apreciar los fans no implica que el estudio no sepa del potencial de lo que tiene entre manos. Es una sensación que empieza a revelar un primer vistazo a sus renovadas mecánicas, y que una pequeña charla con sus responsables no hace sino confirmar: por descorazonador que pueda sonar, en The Creative Assembly saben que el mundo de Warhammer vende incomparablemente más que la Historia, el lore del mundo real. Acostumbrados a facturar puentes entre el RTS y la alta estrategia centrados en la expansión del imperio romano o en la Europa medieval, el estudio parece plenamente decidido a aprovechar la ocasión que les brinda el nuevo marco para dar el salto a un público mucho mayor, arrastrando tanto al fandom tradicional de la serie como a un consumidor medio más interesado en los wyverns y las espadas flamígeras que en amañar matrimonios entre miembros de la realeza. Para ello, parece, no les ha temblado el pulso al hacerse de escuadra, cartabón y tijera de podar para rediseñar una receta que elimina lo que ya no tiene sentido y acomete las particularidades de un mundo donde los reyes son reyes no por derecho divino, sino porque se presentan en el campo de batalla montados en un dragón de catorce metros.
La papeleta a la hora de enfrentarse a la mesa de diseño era múltiple, y la mayor parte de estas pequeñas piedras en el camino se hacen evidentes a poco que uno dedique un par de minutos a ponerse en los zapatos del equipo. Para empezar, estamos hablando de un mundo donde las facciones no se diferencian por el color de su bandera y la variedad de quesos del país, sino que toca lidiar con un crisol de razas con concepciones radicalmente diferentes de la guerra, y habilidades a juego. Cada una de estas razas, además, proviene de un punto diferente de un mapeado que, en un intencionado plano inicial muy a la Game of Thrones, recorre montañas heladas, tierras volcánicas y páramos kilométricos donde los accidentes geográficos brillan por su ausencia y dar esquinazo a una armada enemiga se vuelve realmente complicado. Y luego, claro está, tenemos el espinoso asunto de la magia. Para ilustrar la solución del estudio a cada uno de estos frentes, la demostración nos situaba en un punto intermedio de una campaña de los Greenskins, una armada combinada de orcos, goblins y criaturas de similar ralea que, de manera adecuada a esa nueva audiencia a la que apunta el juego, resulta ideal para principiantes por su enfoque radicalmente ofensivo y unas cuantas particularidades que, como sucederá con el resto de razas, definen desde un buen principio la manera de jugar.
Lo primero que llama la atención respecto a anteriores encarnaciones de la saga es su énfasis en la figura del héroe, intentando respetar el ADN de una mitología tan abundante en imágenes de grandes señores de la guerra que se desayunan sobre centenares de cadáveres enemigos. Así, el juego divide estas personalidades en una jerarquía formada por héroes, lords y lords legendarios, recayendo en estos últimos la mayor parte de las novedades. Directamente extraídos de los Codex clásicos del universo Warhammer, estas celebrities del famoseo high fantasy inauguran el coqueteo de la saga con elementos del RPG clásico, otorgando a cada uno de ellos tres árboles de habilidades independientes e incluso cadenas de quests personales que finalizan en todos los casos con una batalla de épicas proporciones y la obtención de ítems de leyenda con los que potenciar su ya de por sí fenomenal rendimiento en el campo de batalla. Además, cada uno de estos personajes (incluidos los héroes) tendrá acceso a tres o cuatro monturas diferentes, que por evidentes cuestiones de balanceo parten del típico caballo de batalla a los premios realmente gordos, en nuestro caso un descomunal wyvern apodado cariñosamente Skullmuncha que obtendremos únicamente cuando nos acerquemos al techo del nivel treinta.
Pese a dejar gran parte del protagonismo y un porcentaje más que respetable de las bajas enemigas en manos de estos héroes, la gestión de las unidades más comunes también ha sufrido un rediseño importante, y unos pocos turnos al mando de nuestra risueña horda de psicópatas verdosos comienza a dejar ver las particularidades de las que hablábamos antes. Particularidades que se aplican de manera independiente a cada una de las facciones, y que en el caso de los Greenskins introducen, por ejemplo, un medidor de actividad en combate que de no ser refrescado frecuentemente con unas cuantas escaramuzas hará que los orcos simplemente se aburran y comiencen a matarse entre ellos. Por suerte, si no encontramos un flujo constante de incautos que echarnos a la navaja, siempre podremos mantener la cosa bajo control ordenando a la unidad que levante un campamento de saqueo, desde donde efectuará pequeñas incursiones de pillaje que además de mantener el índice de violencia en un nivel aceptable para las buenas costumbres orcas nos permitirá rellenar nuestras arcas e incluso reclutar nuevas unidades a distancia, facilitando un estilo de juego agresivo acorde con la especie. Si hacemos realmente bien nuestro trabajo, un medidor rebosante nos premiará con el autoexplicativo modo "Waagh", que atraerá a un nuevo señor de la guerra controlado por la IA y a su ejército ansioso por unirse a la fiesta, permaneciendo a nuestro lado hasta que perdamos el subidón. Y si tal cosa sucede, y las cosas comienzan a ponerse feas, siempre podremos escabullirnos bajo tierra utilizando la red de antiguos túneles enanos, aunque con el riesgo evidente de darnos de bruces con las fuerzas de sus propietarios originales.
Con tantas novedades sobre la mesa, y con la perspectiva del pequeño aperitivo que supone el acercamiento a una sola de las facciones en juego, parece que la duda razonable acerca de ese simple reskin de la fórmula clásica que muchos temíamos queda fuera de la ecuación. La sensación es la de un trabajo acometido con cariño y con un inmenso respeto por el material original, y la única sombra que planea sobre el resultado final es la posibilidad de que tantos cambios, tantas nuevas mecánicas y tantos señores de la guerra montados en abominaciones sin nombre puedan suponer un mazazo al balance de un título que debería tener la palabra equilibrio en el primer puesto de su diccionario. Al preguntárselo a Mark, su diseñador de gameplay, sonríe y deja escapar que está siendo complicado, pero que cree que se están acercando. Y es una sonrisa que revela ilusión, la misma que se adivina en las torres de metal deforme que coronan los asentamientos enanos capturados por los orcos. Decía al principio que nunca he sido un gran seguidor de Warhammer. Quizás no es tarde para cambiar de opinión.