Análisis de Trials of Mana
Duran Duran.
Como todos los juegos que en su día no llegaron a salir de Japón, Seiken Densetsu 3 tiene, tenía, un aura especial. Hablo en pasado porque se trata de un hechizo que se rompió de alguna manera el 11 de junio de 2019, fecha en la que Collection of Mana llegaba a Europa y Estados Unidos con las tres aventuras originales bajo su paraguas y un oportuno rebranding para esta tercera entrega. El título elegido, Trials of Mana, buscaba un hueco en la nomenclatura occidental de la saga para un juego al que la fuerza de la costumbre nos había hecho conocer como Secret of Mana 2 hasta entonces, y ruego al lector que intente interiorizar lo que esas palabras significaban en su momento para alguien que, como un servidor, descubrió el JRPG con el quejido de una ballena y una bandada de flamencos volando alrededor de un árbol anciano. Es muy difícil sentir nostalgia por algo que no conoces, y por eso en mi corazón siempre lo llamaré así. Porque Trials of Mana es algo inerte, una ocurrencia tardía y una maniobra de marketing que no se ha ganado su status de culto a fuerza de páginas de revista y corrillos en tiendas de importación, pero Seiken Densetsu 3 era lo prohibido.
Y si creo que este nuevo bautismo forzoso es una cuestión pertinente es precisamente porque ahí radica el mayor capital del que la Square Enix de nuestros días dispone a la hora de encarar un remake como este: no en la nostalgia, ni en la relectura de escenas, situaciones y personajes que todo jugador conoce como el padre nuestro y solo aspira a ver reinterpretadas con gráficos de este siglo, sino en el mito. Trials of Mana, Seiken Densetsu 3, no es Final Fantasy VII, no es un icono pop del que la gente se disfrace en las convenciones, y es muy difícil entender lo que supuso en su día sin haberse visto forzado a bordear la legalidad para sumarse a la fiesta. Una fiesta con menos invitados, seguro, pero si la cosa va de explotar vínculos emocionales puedo atestiguar que los que se generan alrededor de traducciones de fans incompletas, montañas de papelotes fotocopiados y un diccionario de Kanjis duran para toda la vida.
Así las cosas salta a la vista que el Trials of Mana de 2020 será para la mayoría un bautismo de fuego, el primer contacto con una forma de hacer rol que aquí llegaba a su cúspide, y que en esta ocasión es más complicado vivir de las rentas. Sin el marcador de la nostalgia decidiendo la eliminatoria antes del partido a este remake le toca convencer por sus propios medios, aunque a su favor juega que Seiken Densetsu 3 era mucho más que un juego difícil de conseguir: era poderío, era escala y ambición sin medida, era la Squaresoft de los buenos tiempos sacándola del estadio y alimentando con cada diseño y cada scan de Famitsu el sueño de algo demasiado avanzado para occidente.
Solo hace falta haber sentido algo alguna vez por la paleta de colores de Super Nintendo para aflojar una lágrima ante ese pixel art suntuoso y barroco, o para sentir el peso del mundo recordando aquella escena en la que conocíamos otra vez a Flammie, con un risco imposible bajo nuestros pies y el océano curvándose en el horizonte. Y por eso jugando hoy a Trials of Mana he sentido miedo, el tipo de miedo que sientes cuando le pones a alguien tu película favorita y notas que se empieza a revolver incómodo en el asiento. A muchos nos tenían ganados desde el principio, pero temo que los demás reparen pronto en una realidad que considero terrible: que Seiken Densetsu 3 era un juego puntero, pero Trials of Mana es solo un juego correcto.
Y no deja de resultar irónico, porque en el fondo no es más que una prueba de lo inexorable del paso del tiempo. De ese tiempo que fluye como un rio y no perdona a nadie, ni siquiera a un juego que no se deja absolutamente nada por el camino y al que costaría encontrarle un solo defecto de forma, y eso es lo doloroso. Que Trials of Mana lo hace todo bien, y que el perezoso lavado de cara tridimensional que nos dejó el Secret of Mana de 2018 da paso aquí a una suntuosa aventura de tintes anime y cámara libre que a priori debería poder partirse al cara con los Tales modernos, con Dragon Quest XI y con quien se tercie. También he pensado mucho en este último a lo largo de mis horas de juego, cada vez que un Chobin Hood apuntaba torpemente su arco o la manera de brincar de un Rabite me calentaba el corazón por dentro: Trials of Mana también entiende que su mayor legado está en sus iconos y en sus diseños, en esos monstruitos que tantos pupitres han decorado, y que un remake debería servir ante todo para insuflar aún más vida a cada uno de sus movimientos. Es una labor de reconstrucción que acomete con un respeto y un cariño infinitos, y por eso cuesta entender que a veces se sienta vacío.
El primer sospechoso en cualquier tribunal sería un acabado gráfico que más allá de los diseños que hereda y las animaciones en las que echa el resto se queda en lo cumplidor, aunque quizá hubiera sido inocente esperar otra cosa. Por presupuesto, por alcance del propio proyecto y también por coherencia con un tono despreocupado y naíf que hubiera desaconsejado perderse en demostraciones de poderío pretendidamente realistas, Trials of Mana es en lo técnico un JRPG de mitad de tabla que luce como lucen todos los JRPGS de mitad de tabla, y aunque insisto en que es comprensible, con el paso de las horas uno empieza a fantasear con una dirección artística algo más atrevida que hubiera capturado de alguna manera ese punto ominoso que a veces desprendía el original. Pienso quizá en acuarelas, en trazos de carboncillo, en algo que le aportara una identidad. No es el caso. En lo artístico, Trials of Mana se limita a cumplir su función. Ni bien, ni mal. Correcto.
Es una línea entre el conformismo y la reverencia al material de base que también transita con un equilibrio complicado la historia que el juego nos quiere contar, una historia sobre reinos enfrentados y magos de colores que resulta tan tópica como podía permitirse el género allá por 1995. Identificar un solo punto de partida es complejo, porque en términos de escritura la revolución que supuso Seiken Densetsu 3 nunca estuvo en su texto, sino en su estructura: seis personajes seleccionables con historias de origen independientes, una party de solo tres que ofrecía una visión parcial de los acontecimientos globales, y una ambiciosa madeja de narrativas cruzadas que condenaba siempre a la mitad del plantel al papel de simples cameos y nos situaba en la obligación moral de rejugar la aventura en todas sus permutaciones posibles. Todo esto se ha mantenido, e incluso se aprecian ciertos hallazgos (la posibilidad, por ejemplo, de revivir de primera mano las historias de origen de nuestros acompañantes en lugar de conformarnos con un resumen) y la intención de profundizar un poquito en unos personajes que ahora intercambian pullas durante el combate y encuentran más tiempo para el diálogo, pero algo sigue sin funcionar.
Y eso es lo aterrador: que quizá no lo hiciera del todo nunca, y que no es lo mismo venir de A Link to the Past o del mismo Secret of Mana original que arrastrar el recuerdo de otros 25 años de videojuegos contando historias. Sigue habiendo una cierta complejidad en lo que intenta, y sigue maravillando que un juego de aquel entonces apostase por no concentrar todo el contenido en una sola partida, pero visto con perspectiva, o sin los ojos de un niño, cuesta ignorar ciertas cosas. Cuesta no ver que las ciudades son decorados, meros puntos de paso sin más justificación que ensayar una ambientación diferente (el oasis, la isla volcánica, la ciudad portuaria, el reino de hielo) y servir de antesala a la siguiente secuencia de acción; cuesta ignorar que el mundo es una sucesión de pasillos, que los trayectos son meras excusas para el combate, que los diálogos o la trama en sí misma se limitan a llevarnos de localización en localización sin que realmente suceda gran cosa, y cuesta no sentir el peso de una estructura que abraza el bucle campo abierto - ciudad - mazmorra - jefe final de una manera tan férrea que llega a resultar tediosa.
Cuesta implicarse, en definitiva, y desde luego cuesta encontrar motivos para animarse con esa segunda, tercera o cuarta partidas que nos permitan exprimir la historia, porque supongo que a todos se nos ha pasado el arroz para los reyes muy buenos y las brujas muy malas que se pelean por unas piedras mágicas y punto final. Trials of Mana no se inventa nada, no se deja nada, no falla en nada a los fans, pero simplemente se nos ha quedado muy viejo.
Quizá uno de los ejemplos más contundentes de todo esto se encuentre en su sistema de progresión, y en un bucle de adquisición de nuevo equipamiento que simplemente ya no funciona. Es algo que vuelvo a recordar con dolor, y por eso hablaba de los ojos de un niño: antes, en su momento, alcanzar una nueva posada, echar una cabezadita y aventurarse en las tiendas del pueblo a la busca de una nueva espada, de un bastón de hechicero o de una pieza de armadura de apariencia épica y nombre pomposo era una experiencia mágica; hoy no pasa de ser lo que es: una transacción mecánica basada en comprobar si los ítems a la venta se han refrescado y comprarlos todos porque los numeritos están en azul. Ni siquiera se si lo último que he comprado es un casco de Mithril o un bikini de leopardo, porque el sistema es realmente así de sencillo: una nueva localización, una pieza de armadura y otra de ataque para cada personaje que mejoran los anteriores, y una selección de enemigos a continuación que escalan su fuerza lo suficiente para que no notemos en absoluto la diferencia. Y pare usted de contar.
Un poquito más ambicioso es el sistema relacionado con las estadísticas, un pentágono de cifras de fuerza, inteligencia, constitución y demás que admite una aproximación algo más cerebral, sobre todo de cara a la principal aportación mecánica de esta tercera entrega: el cambio de clase. Un sistema lo suficientemente relevante como para reclamar para sí un protagonismo quizá demasiado literal en el argumento (Durán, por ejemplo, decide abandonar su ciudad de origen exclusivamente para completar dicho ritual), y que en lo jugable se concreta en dos decisiones situadas en el nivel 18 y en el 38 respectivamente, bifurcando en cada caso los paradigmas que cada personaje puede adoptar en un camino de luz, otro de oscuridad, y sus correspondientes combinaciones mixtas. Seis personajes, siete posibles configuraciones en cada caso. Hagan números.
Como sucede con el propio argumento aquí la fuerza de la permutación bruta es el motor que debería alimentar las sucesivas partidas, y aunque las clases están lo suficientemente diferenciadas (centrándonos en Duran, el espadachín que muchos seleccionarán como protagonista, algunas de ellas permiten encantar las armas con daño elemental, mientras que otras pueden usar escudos de manera exclusiva), es difícil no reparar en ciertos fallos de diseño que se arrastran desde el original. Por ejemplo una implementación gradual y demasiado tardía de la magia que condena a sus especialistas a ser una carga durante unas primeras horas que tienen demasiado de trámite sin verdadera estrategia, o la necesidad de invertir en stats inútiles para desbloquear determinados hechizos imprescindibles que vienen vinculados a ellas (caso de la fuerza en Angela, sin ir más lejos). Aún así, sistemas como el de habilidades intercambiables hacen lo que pueden por mantener las cosas interesantes en lo tocante al combate, un combate que si tiene un problema es el mismo que ha diluido los esfuerzos en cuanto a diseño de tantos representantes del género: no saber gestionar su curva de dificultad.
Y es una pena, porque en lo estrictamente mecánico Trials of Maná sí supone una relectura interesante de los preceptos del original. Seguimos repartiendo espadazos en tiempo real, por descontado, pero la simplicidad bidimensonal de Seiken Densetsu 3 se traslada aquí a un sistema más moderno, más granular, que incorpora conceptos como la esquiva o el timing al clásico esquema de ataques simples y especiales cargados. Como podría esperar cualquiera ahora estos especiales, que pasan a depender de una serie de orbes que recogemos durante los combates, implican en cada caso una animación hasta cierto punto espectacular, pero la verdadera chicha está en un sistema de combos que permite rematar los golpes con un barrido si andamos precisos con la cadencia de las pulsaciones, o en la mencionada capacidad de rodar, dos novedades que se llevan de perlas con la principal apuesta jugable de todo el sistema: ahora podemos ver sobre el terreno una serie de indicadores de colores que indican de forma geométrica la intención del rival.
Hablando en cristiano eso quiere decir que podremos adivinar si un Goblin está a punto de lanzar su hacha unos metros hacia delante, o el área que cubrirá un hechizo que podría alcanzarnos, y que tenemos herramientas para obrar en consecuencia. El combate se convierte así en una experiencia más espacial, una lucha constante por la posición que nos permita esquivar el ángulo de una bola de fuego y atacar por detrás para romper la armadura rival, y en suma en algo que debería resultar trepidante si no intercalara una gran mayoría de enfrentamientos insultantemente sencillos con algunos picos de dificultad inexplicables. De poco sirve plantear un sistema tan inteligente si la mayor parte de los enemigos de campo pueden despacharse en cuestión de segundos, y situar cada uno de estos enfrentamientos irrelevantes a una distancia máxima de tres o cuatro metros del anterior no ayuda a evitar la sensación de rutina.
Y es que Trials of Mana no pasa de ser un machaca botones con buenas intenciones durante la abrumadora mayoría de su duración, y lo que más incomoda es la sospecha de que esto no es un problema nuevo. De que en su afán por rendir homenaje a su propio mito Square se ha olvidado de pulir sus carencias, unas carencias que llaman más la atención cuando la adorable abstracción de los 16 bits deja paso a un apartado gráfico razonablemente moderno. Tampoco creo que sea justo del todo echarle la culpa, porque en cierto modo este es un problema al que se enfrentarán siempre los remakes que se queden solo en lo gráfico y no se atrevan a hacer enfadar a los fans: que todo lo demás sigue ahí, inalterable, hermoso, pero también inequívocamente caduco. A muchos nos valdrá de sobra, y en lo personal me conformo con seguir disfrutando de esa inconmensurable banda sonora mientras descubro como habrán resuelto este o aquel enemigo, pero al final un juego de 1995 con gráficos de 2020 es poco más que eso. Y por eso prefiero seguir llamándolo Seiken Densetsu 3. Porque Seiken Densetsu 3 tenía sentido pero Trials of Mana quizá no lo tenga, y no sabéis lo que me ha costado reunir el valor para escribir algo así. Espero que el niño que fui una vez sepa perdonarme por esto.