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Avance de Ultra Street Fighter II: The Final Challengers

¡Hadouken!

Intentar explicar a estas alturas en qué consiste Street Fighter II, venga con las coletillas que venga, es una labor realmente compleja. Supongo que sucedería algo parecido al intentar poner por escrito las bondades del pan con tomate, o como sería una hipotética nochevieja televisiva presentada por Ramón García; todos lo llevamos demasiado pegado a la piel, todos conocemos de sobra sus automatismos, y volver a ponerse a los mandos entraña la misma dificultad que volver a subirse a una bicicleta: hay cosas que no se olvidan. Sin embargo creo que se trata de un ejercicio interesante, y no solo por su tremendo potencial como activador de la nostalgia. Sin duda es esa, la de los buenos viejos tiempos y los salones recreativos llenos de humo la carta que Nintendo intenta jugar al convertir el juego en uno de esos grandes lanzamientos mensuales, pero bastan un par de rondas para darse cuenta de que Street Fighter II sigue siendo algo más.

La mayor prueba de ello es esa misma familiaridad, un sortilegio que tiene incluso más que ver con las propias mecánicas que con el arrollador carisma de cada uno de los personajes de un roster que sigue imbatido a día de hoy. Sí, evidentemente nos acordamos de Honda, de Ryu y de Blanka porque son iconos, iconos de verdad, pero sobre todo porque recordamos exactamente como utilizarlos. Salvando quizá al propio Mario, lo que hace Street Fighter con la memoria muscular yo no se lo he visto hacer a nadie, y resulta aun más espectacular visto con la perspectiva que dan los años. A riesgo de perder mi carnet de analista diré que Street Fighter V me sigue pareciendo una de las cumbres del género, pero todo lo importante ya estaba aquí: toda la estrategia a alta velocidad y todo el sutil juego psicológico, aunque en un contenedor incomparablemente más visceral y compacto. En el fondo, todo está en el Hadouken. No se me ocurren muchas más secuencias de comandos dignas de ser estampadas en una camiseta.

Que la base es extraordinariamente fuerte ya lo sabíamos todos de sobra, pero estamos en 2017, y una reedición (más aún una anunciada con la pompa de esta) por fuerza tenía que incluir novedades de peso. Es un equilibrio delicado, y puede que por eso las únicas incorporaciones a ese elenco que mencionábamos antes sean, amén de un Akuma que esta vez podremos seleccionar sin problemas desde un principio, dos relecturas de los personajes más canónicos posibles, esto es, Evil Ryu y Violent Ken. Puede sonar perezoso, pero en el fondo es más que comprensible: haría falta un tipo especial de valor para intentar hacer convivir un puñado de nuevos diseños con las medias lunas de Guile. En su inmortal equilibrio, Street Fighter II es algo así como un organismo, y cualquier incorporación corre el riesgo de generar el rechazo propio de un cuerpo extraño. Quizá no hubiera estado de mas aprovechar la ocasión para juguetear con un Extreme Zangief o una Angry Chun Li, pero en lo personal y como Kenista de carnet no tengo problemas con una selección de 19 personajes más que probados que además me permite experimentar con nuevas posibilidades para el rubiales. Es exactamente a lo que veníamos.

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Así las cosas, el mayor peso a la hora de justificar el precio de un lanzamiento así recae por fuerza en los gráficos, y en ese modo alternativo que redibuja escenarios y sprites intentando repetir el truco de 2008 y de ese Turbo HD Remix que tan irregulares resultados dejó. En lo artístico Ultra Street Fighter II es a grandes rasgos una versión remozada de este, y como entonces combina detalles más inspirados con un tono excesivo y una tendencia a la hiper musculación que serán, supongo, cuestión de gustos. No me atrevería a decir que es feo, porque el salto en resolución se agradece y hay personajes muy bien resueltos, pero algo no acaba de cuadrar. De nuevo, supongo que acertar del todo era casi imposible, y que la contundencia de los sprites clásicos no admite competición. Por suerte siguen estando ahí, y el juego los respeta lo suficiente como para mantener inalterada incluso la propia relación de aspecto: 16/9 para el modo en alta definición, y un glorioso 4/3 con sendas barras laterales para cuando nos sintamos especialmente nostálgicos.

Donde sin duda había espacio para trabajar es en los modos de juego, y en una componente online con la que aun no hemos podido experimentar pero que promete ser exactamente lo que el juego necesitaba: partidas amistosas, un sistema de ranking para los competidores más entregados, y una versión futurista de la moneda de cinco duros sobre el panel que nos permite ser interrumpidos por un new challenger de Kyoto mientras progresamos por el modo Arcade. Gloria bendita.

En cuanto a su vertiente desconectada, sin embargo, vuelven las dudas: el juego incorpora dos nuevas modalidades de relevancia, pero ninguna de ellas parece llamada a reinventar la rueda. No voy a negar que la primera, Combate Duo, no fuera algo con lo que soñamos muchos de críos: en 1991, la posibilidad de aliarnos con un amigo para partirle la cara a Bison de manera cooperativa hubiera estado bien alto en mi lista de prioridades vitales. Hoy, sin embargo, y a falta de profundizar con más libertad en sus mecánicas, se trata de una modalidad algo incómoda, que cumple lo que promete posibilitando el dos contra uno pero tiende a interrumpir nuestros movimientos con animaciones de espera forzadas (mi Guile, por ejemplo, mostraba una preocupante tendencia a detenerse para atusarse el pelo en los peores momentos imaginables), quien sabe si por una cuestión de equilibrio.

Más anecdótica aun es Camino del Hado, o dicho de otro modo ese famoso modo en primera persona que por algún motivo reserva incluso para sus tutoriales ese aspecto tridimensional que sí hubiera aportado verdadero valor añadido a Ultra Street Fighter II. Es un movimiento que desde su anuncio se antojó extraño, y que a la vista del resultado se confirma como un mero recordatorio de lo que podría haber sido un Street Fighter II tridimensional. Tras practicar unos cuantos movimientos especiales con el Ryu del nuevo milenio, el modo se limita a colocar la cámara en una posición subjetiva y arrojarnos unas cuantas oleadas de esbirros irrelevantes. Las patadas, los puñetazos o el mismo desplazamiento queda fuera de la ecuación, y nuestro papel se reduce a ejecutar el clásico trio de magias del karateka mediante unos controles gestuales que, lo habéis adivinado, fallan más frecuentemente de lo que deberían. No es un problema de falta de precisión, sino sorprendentemente de exceso de celo, y son esos mismos tutoriales los que confirman que es la posición ligeramente inclinada de nuestras manos la que no da el movimiento como correcto. Tampoco es especialmente grave; el modo en sí carece de verdadero interés, salvo el de servir de testimonio de una verdad universal, la misma que alimenta esta reedición y todas las que en un futuro pudieran llegar: que abajo, abajo derecha y derecha seguidos de puño es y siempre será la única manera correcta de lanzar un Hadouken.

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