Avance de Uncharted 4: A Thief's End
Yippee ki-yay.
Die Hard, o La Jungla de Cristal para los que nacimos en los ochenta, es la mejor película de acción de la historia.
Evidentemente me refiero a la primera (la buena, la de Hans Gruber, el edificio Nakatomi y el "ahora tengo una ametralladora, ho ho ho"), y es una afirmación que estoy dispuesto a defender con los puños ante cualquiera que opine lo contrario y mida menos de un metro setenta. En los días que me siento especialmente flamenco incluso podría jugar a arrebatarle la coletilla "de acción", porque el inmortal puñetazo en la mesa de McTiernan es una de las pocas películas que recuerdo que pueden presumir de cumplir absolutamente con todo lo que prometían. Evidentemente, y salvo honrosas y cromadas excepciones, cualquier comparación con el panorama actual es para echarse a llorar, y para muestra un botón, o más bien un juego: intentad recordar el nombre del protagonista de cualquier película similar de los últimos cinco años. Es un ejercicio interesante, y que arroja no poca luz sobre un concepto que se nos ha perdido entre tanta CGI y tanto chroma de baratillo: el carisma.
Una piedra filosofal tan abundante en décadas pasadas como extraña de ver en nuestros días, y que en el caso de Die Hard se basaba en una receta hoy por hoy impensable: convertir al personaje en una persona, sin más. Por eso nos acordamos de John McClane, incluso 28 años después de su estreno. Porque era un tipo normal en el lugar equivocado, porque aprovechaba las pausas entre tiroteo y tiroteo para echar un cigarrito, y porque iba descalzo y le dolían los pies. Recientemente, Jim Sterling diseccionaba en un vídeo la enloquecida maquinaria de marketing de Ubisoft analizando qué significa realmente la palabra "icónico", y se me ocurren pocos ejemplos más contundentes que esa camiseta de tirantes llena de mierda. Por eso McClane es inmortal: porque en un edificio lleno de terroristas, su única preocupación real era hacer las paces con su mujer, y porque al saltar desde una azotea repleta de explosivo plástico atado a una manguera de incendios, su única línea de diálogo es "por Dios, que no me mate".
Si hay algún tipo de magia en Uncharted, es precisamente esta. La de ser un juego enorme, excesivo, trufado de momentos en los que los edificios caen, los puentes se derrumban y los helicópteros de combate intentan llenarnos el culo de plomo, que sin embargo basa su verdadera grandeza en el chascarrillo y el diálogo intrascendente. Naughty Dog lo entendió todo hace ya mucho tiempo, y por eso sus personajes, de nuevo, importan: porque son personas, y no un mero amasijo de polígonos recubierto de neones y demás pamplinas. Nathan Drake es, en cierto modo, un John McClane calzado, un icono que no basa su estatus en una capucha o una gorrita ridícula. Un Han Solo con botas de montaña que se ríe en la cara de la muerte y liquida cientos de malos, pero que sabe hacerse verosímil en donde realmente importa: en su manera de tantear con la mano la distancia con la cobertura, y su forma de abatir los hombros cuando está cansado. Hay más espectáculo en cualquiera de esos detalles que en mil rascacielos en llamas, y por eso Uncharted es tan difícil de imitar: simplemente, se siente real, y de esos no nos quedan tantos.
Con estos antecedentes, imaginad mi reacción al plantarme en la sala de conferencias y escuchar caer la bomba: Uncharted se pasa al mundo abierto, o cuanto menos comienza a coquetear con un concepto ("una serie de pequeños sandbox interconectados", fueron las palabras exactas) tristemente famoso por su capacidad para diluir narrativas y distraer al jugador con cientos de actividades irrelevantes que impidan ver la desnudez del emperador. Sumando esto a la presencia de un gancho que ya asomó la patita en las betas multijugador y que creo que ya es razonablemente seguro entender como el nuevo arco (o la nueva visión detective), el escenario pintaba desolador: Uncharted vendiéndose a las tendencias, y convirtiéndose en una de esas aventuras homeopáticas que intentan vendernos a nosotros que disolver unas gotitas de experiencia en varias garrafas de nada multiplica los resultados. Al salir de allí, mi intención estaba clara: echarme al monte, y defender fusil en mano el último reducto de la linealidad, el argumento, el sentido del humor y el script bien entendido. Estaba realmente enfadado, creedme.
Y entonces pude jugar.
Pocas veces en mi vida he respirado más aliviado. Porque puede que sea innegable que aquí hay una tendencia, que la amplitud vende y que el "Uncharted de mundo abierto" queda fantástico en los titulares. Perfecto, todos para ellos. Porque aunque esto haga la labor más fácil a los chicos de marketing, lo importante es que en el juego todo sigue estando donde toca. Y sobre todo, que las nuevas incorporaciones (el sigilo, el terreno inabarcable, los trayectos alternativos) lejos de estorbar sirven para marcar aún más músculo, y para dar aún más relevancia a ese sentido de la escala que sabe entender que, incluso en mitad de un desprendimiento, aquí lo importante es ver a Sully y Nate discutir. En ese sentido, y acostumbrados a un libro gordo del sandbox que dicta que una pluma flotante es una manera aceptable de recompensar al jugador, es terriblemente reconfortante que podamos apartarnos del camino para buscar ruinas con tesoros, pero que el mayor de ellos sea desbloquear nuevas conversaciones. De nuevo, Naughty Dog lo ha entendido todo. Pero vayamos por partes.
La primera es el Jeep, que ya nos dejó alguna caidita de ojos en el E3, aunque la mayoría entendiéramos que se limitaría a uno de esos set pieces con un principio y un final definidos, una persecución cerrada y poco más. Aun no sabemos hasta que punto se extenderá al resto de capítulos del juego, pero a tenor de lo jugado ya podemos asegurar que la cosa va mucho más allá. Puede que en el fondo todo sea un guiño a esa teoría que dice que ahora tocaba un Uncharted de karts, pero la conducción es, al menos en esta demo, un pilar de la experiencia tan importante como el propio combate a pie.
Suena terrorífico, lo sé, hasta que uno vuelve a reparar en lo realmente importante. En que Uncharted no es disparar y escalar murallas, sino perder el control del coche y que Sully te eche la bronca, o discutir durante un nivel entero si pagar un extra alquilando un coche con cabrestante no es hacer el imbécil. La experiencia en esencia es la misma, aunque el escenario evidentemente cambia, abrazando con una amplitud inédita el hecho de que ahora llevemos dos pares de ruedas. Es una manera de justificar el mundo abierto que convierte al coche en una prolongación de Nate, respetando los puentes que se caen y sustituyendo las repisas quebradizas por superficies llenas de barro donde la tracción se va de vacaciones. Un festival de físicas y porquería que reproduce lo que llevamos haciendo toda la vida: encontrar el camino, preguntarnos como llegar ahí arriba, improvisar. Evidentemente, unos escenarios de este tamaño (en este caso, una mezcla entre jungla, desierto y patatal de segunda B) aumentan las posibilidades, pero más allá de la distracción y el desvío temporal la experiencia sigue siendo gloriosamente lineal: llegar del punto A al B, haciendo un uso ocasional de un cabrestante (hicimos bien en pagarlo) que sirve para resolver puzzles y ascender por superficies particularmente puñeteras, y que viene a hacer las veces del garfio que el propio Nate lleva en la mano. Nos faltó ver el combate, pero sabemos que lo habrá: puede que ahora tengamos un hermano, pero nuestro verdadero gemelo es el coche, y no podrían parecerme mejores noticias.
Pero de vez en cuando va bien estirar las piernas, y una vez a patita se rebela la otra gran novedad de esta supuesta entrega final: una aproximación al combate que apuesta por introducir el sigilo y no deja una sola casilla sin marcar; ahí están los indicadores de detección, la posibilidad de anular una voz de alerta con un disparo certero en el último segundo o una fase de marcado de los enemigos que implica avistarlos desde la lejanía para controlar sus movimientos después. Algo así como un Metal Gear un puntito menos lisérgico que ve a Nate avanzando de cuclillas y escondiéndose en la maleza, pero que por suerte no altera demasiado el sabor: entrar a saco sigue siendo tan buena opción como siempre, y hablamos de ese tipo de infiltración basada en posicionarse y encontrar rutas, no en esperar. La secuencia planteada en la demo (el asalto a una torre rodeada de un par de edificaciones menores y un buen trecho de terreno virgen) era lo suficientemente breve como para sacar demasiadas conclusiones, a excepción de las esperables: que el gunplay sigue siendo tan efectivo como siempre (aunque con novedades: atención a la mirilla y su manera de representar la dispersión de las balas), y que alguien debería dedicarle una plaza a los animadores de Naughty Dog. Drake nunca incapacita a un rival por la espalda de la misma manera dos veces, y su manera de revolverse y recargar el arma cuenta más sobre el personaje que la mayoría de cinemáticas que recuerde. En lo que sí merece la pena detenerse es en la mezcla de sigilo e inteligencia artificial: pese a ir acompañados de Sully y Sam, y a que la cosa vuelva a ir de escabullirse de cobertura a cobertura, baste decir que alguien ha tomado buena nota del fiasco de Ellie en The Last of Us.
De los gráficos no voy a hablar, porque dudo estar a la altura y porque me niego a ensuciar el trabajo de estos señores habiendo vídeos en internet. Pero quiero volver a insistir en la importancia de los detalles, porque la distancia de dibujado impresiona, pero el movimiento de un retal de cuerda en el cinturón de Nate lo hace mucho más. Esos son los detalles que cuentan, en los que no se fijan los demás. Y si algo me ha quedado claro tras este primer contacto es que, en esta ocasión, un terreno más grande solo es una excusa para ver más bandadas de pájaros y mas ardillas cruzando la carretera, y que el foco sigue estando donde tiene que estar: en el ritmo, en la camaradería y en el cariño infinito hacia unos personajes que parece que esta vez nos dicen adiós de verdad. La confianza tendría que ser infinita, y por eso, al terminar, no podía evitar sentirme sucio. Y hablo de haber dudado, porque tras una hora jugando en el barro terminar lleno de porquería era lo normal. A fin de cuentas, es lo que hacen los héroes de verdad. Que se lo digan a John McClane.