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Análisis de Uncharted: El Legado Perdido

Tócala otra vez.

Eurogamer.es - Recomendado sello
Naughty Dog recicla sin miedo para ofrecer otra ronda más de lo mismo, pero más de lo mismo es mucho cuando hablamos de Naughty Dog.

En una de las escenas inaugurales de Uncharted 4, la del reencuentro, los dos hermanos se sientan en un banco mirando al mar y Sam le pregunta a Nate por todo lo que se ha perdido. Es una escena entrañable, cercana, una de las muchas que vertebran, alejadas de los tiroteos y las repisas resbaladizas, uno de los arranques más fabulosos que servidor recuerda en el medio. También es una pequeña revolución: Naughty Dog no es Telltale, y hasta ese momento la saga nunca nos había pedido tomar decisiones. Pero allí estaban, tres opciones de diálogo a cuál más inconcebible resumiendo tres de los juegos de nuestra vida y peleando por ser la elegida para romper el hielo. Sam apura la última calada de su cigarrillo y sonríe: "empieza por lo mejor". Aquí, como en los partidos del Cádiz, el resultado era lo de menos: lo importante era decidir qué experiencia nos había marcado más a nosotros. He encontrado El Dorado. He explorado Shambhala. He descubierto la Atlántida de las arenas. Se les hizo de día, claro, pero lo que no explica nadie es por qué un señor con semejante currículum se gana la vida rescatando contenedores oxidados del fondo del rio. A eso le llamo yo una reunión familiar.

Es una pregunta que vuelve a la mente cuando, tras una de las numerosas escenas de acción de este Legado Perdido, una sudorosa Nadine se sacude los restos de polvo y metralla del pantalón y deja caer que le está cogiendo el gusto a esto de buscar tesoros, y que puede que lo considere como un empleo a tiempo completo. Es importante resaltar aquí que Nadine no es profesora de inglés, ni recepcionista de un resort de verano: es una mercenaria, un fusil de alquiler curtido en los conflictos más sangrientos del globo, y aun así no podemos evitar sentir un respingo y temer por su seguridad. Nos preocupamos porque unas cuantas horas a solas con ella nos han servido para tomarla un renovado cariño, pero también para confirmar todas nuestras sospechas: en el universo de Uncharted, ponerse unas botas de montaña y salir por la puerta un martes por la mañana implica, con un margen de error del cero por ciento, descubrir una civilización perdida, echarle el guante a un artefacto mitológico y sobrevivir de milagro a cientos de tiroteos y a una sana ración de derrumbamientos masivos. Uncharted, lo queramos o no, se ha convertido en un capítulo de los Power Rangers.

No es necesariamente una mala noticia. Principalmente porque la receta funciona, y porque cualquier atisbo de incredulidad debería haber saltado por la ventana desde el momento en que conseguimos encontrar el tesoro de Sir Francis Drake y ningún presidente nos llamó para felicitarnos. Así funcionan las películas de aventuras, y también los estudios con gran parte del trabajo hecho y pocas ganas de asumir riesgos. El Legado Perdido es, por si alguien todavía albergaba dudas, exactamente más de lo mismo, es más, no se avergüenza ni un poquito de serlo; es un capítulo más del serial, un bebé gracioso poniendo la mueca que le funciona, el doctor House encontrando la inspiración mientras juega al póker con Wilson. Y lo es desde el momento mismo en que su historia empieza a rodar: una pareja de sidekicks con incontinencia verbal, un villano muy leído enfrente, y una carrera contra reloj para hacerse con el McGuffin de Ganesh y desentrañar los secretos del reino de Hali Badu, sus once monarcas y sus dos capitales perdidas en el corazón de la India. Y como siempre, resulta absolutamente apasionante.

Que Naughty Dog dieron con la tecla hace mucho tiempo debería ser ya evidente, y la prueba más contundente es un episodio que sigue sabiendo robar corazones con solo un sencillo minijuego de abrir cerraduras en el casillero de las novedades. Es cierto que está el asunto del mundo abierto, pero de eso hablaremos más tarde: de momento puedo adelantaros que quizá sea la peor parte, porque Uncharted, sorpresa, sigue siendo mejor cuando lo apuesta todo a la más gloriosa linealidad, cuando enlaza una persecución con dos tiroteos, un chascarrillo, una mano que te salva de la muerte en el último segundo y una vista desde lo alto del precipicio que hace perder la respiración. Por eso da igual que recicle texturas, que reutilice enemigos y que nos devuelva al mismo jeep, con el mismo cabrestante en el morro y un bidón parecido en la parte de atrás. Porque lo suyo, incluso por encima de las propias mecánicas, es el ritmo, los diálogos y el carisma, a doble tinta y en fuente Impact. Y de eso sigue teniendo para regalar.

De ahí que, puestos a buscar el aplauso fácil, esta cuarta entrega y media no se contente con referenciar a A Thief´s End (me niego a utilizar el subtítulo castellano), y deje unas cuantas caídas de ojos para las entregas que vinieron antes. Ni puedo ni quiero revelar nada, obviamente, pero estas cerca de siete horas (me temo que el estudio exageraba aquí, pero hoy en día quién no lo hace) saben tanto a secuela directa a DVD como a recopilatorio de grandes éxitos, y puede que por eso, porque había que dejar espacio para los set pieces y los cameos, la narración en sí misma se sienta tan apresurada. De nuevo, no es una mala noticia: lo mejor que se puede decir de la historia de Chloe es que deja con ganas de más, y que le queda grande a un juego de cuarenta euros. Aquí había potencial para una entrega numerada, y si se echa en falta algo son precisamente los tiempos muertos, los momentos de calma apurando un cigarrito sentados en un banco del muelle. Naughty Dog, diría que muy acertadamente, no ha querido renunciar a la escala, y para contar lo mismo en un envase más manejable reduce el elenco de personajes y los lleva de acá para allá sin apenas momento para un respiro. Y es una pena, porque esos pequeños momentos eran el alma de Uncharted 4, y los que han conseguido colarse aquí no bajan el nivel ni un poco.

Supongo que por eso me importa Nadine. Solo han necesitado siete horas para vendérmela, apoyándose en una Chloe monumental y en una tercera pata del banco que no rebelaré sin la presencia de mi abogado. Y en momentos, claro, porque junto con las texturas y los modelados el estudio se ha asegurado de rescatar esa tendencia a utilizar los trayectos en coche para hablar del pasado o hacer chistes sobre la Wikipedia. Recuerdo haber afirmado en su momento que Nate y Sully funcionaban porque no eran personajes, eran personas, y con esta aventura la nueva pareja protagonista se ha hecho merecedora de tal distinción. Cada una acarrea lo suyo, y los diálogos (repite por ahí Tom Bissell, casi nada al aparato) siguen navegando como nadie esa esquiva línea entre la camaradería, el punchline deliciosamente barato y la confidencia a corazón abierto. De hecho, unos pocos más siguen siendo la mejor recompensa, y el mayor aliciente de ese mundo abierto que por lo demás casi podría confundirse con Madagascar. Es cierto que es bastante más grande, y bastante menos lineal, y que el detalle con el que alguien se ha molestado en colocar cada piedra y cada riachuelo y cada pequeño charco de barro es una cosa de locos, pero en la práctica el término le queda bastante grande. Es abierto, en el sentido de que nadie nos guía, pero no es un mundo: los mundos están vivos, son emergentes, resultan imposibles de controlar. En la jungla de la India no sucede nada de eso, y si resolvemos un puzle o nos metemos en un tiroteo será porque hemos visto un camión y nos hemos decidido a investigar una zona debidamente acondicionada para acogerlo. Hay unas cuantas, pero el juego solo nos obliga a visitar tres para poder progresar (bromea con ello, incluso) y el tiempo extra que queramos invertir investigando que es lo que esconden aquellas ruinas corre completamente por nuestra cuenta. Generalmente son meros coleccionables, regalitos brillantes y ruedas dentadas que apelan a nuestro completismo y a la promesa de un regalo mayor para los verdaderamente aplicados. Personalmente, ya digo, me quedo con ese triángulo que dispara una nueva conversación como premio por mirar bajo la catarata, y con el hecho de que las cosas vuelven rápidamente a su cauce.

Puestos a aumentar el tiempo de juego creo que la mejor noticia de todas es que El Legado Perdido sea a la vez una campaña chiquitita y un multijugador enorme, uno que promete incluir de serie todo el contenido del muy disfrutable online de la entrega madre. Y digo promete, porque mucho me temo que todavía nos quedan unos días para poder revivir nuestras tardes de gloria en esos catorce mapas y esas seis modalidades de ladrones contra ladrones. Lo que sí hemos podido experimentar es el modo supervivencia, y más completamente su novedad estrella, unas arenas que vuelven a tomar el testigo de Gears of War para arrojarnos a la cara oleada tras oleada de mercenarios con ganas de marcha. El punto de giro sigue estando en un funcionamiento que varía constantemente los objetivos, y pasa en un periquete de la mera picadora de carne industrial a la designación de objetivos VIP, la protección de zonas o la recolección de tesoros repartidos a lo largo y ancho del mapa. Unido a lo que ya teníamos conforma una oferta bastante seria, aunque de nuevo el acabado general vuelve a pagar el pato y el listón técnico pierde bastantes enteros respecto al Uncharted que se juega en solitario. Por suerte, si de algo puede presumir este juego es de margen de seguridad en ese apartado, y quien vaya a la tienda a por una nueva ración de gráficos increíbles no va a sentirse decepcionado. Como de costumbre hay momentos más espectaculares que otros, pero no todos tienen que ver con cataclismos y grandes derrumbamientos. De hecho, un par de días después de terminar el juego lo que no consigo quitarme de la cabeza es una estatua de bronce arrancada de cuajo y tendida sobre unas escaleras de mármol, y los diez minutos que pasé orbitando la cámara a su alrededor, incrédulo. Esto era el fotorrealismo, ya hemos llegado, el último que apague la luz.

No tan deprisa. Antes, y ya que sacamos el tema de las oleadas, un último tirón de orejas para esos episodios finales que a veces confunden el desafío con un escuadrón de veinticinco señores armados hasta los dientes. No son todos, gracias a Dios, pero con demasiada frecuencia los entornos bien diseñados y esa multiplicidad de caminos y estrategias que descorchó Uncharted 4 se ven sustituidos por unas cuantas esponjas de balas armadas con recortadas y miniguns, y la fuerza bruta siempre ha sido el recurso de los perezosos. Y duele ver signos de pereza aquí, porque al fin y al cabo estamos hablando de Naughty Dog. El Legado Perdido, con toda su épica y su carácter y sus exquisitamente coreografiadas sinfonías de destrucción, recuerda muchas veces a ese futbolista de pelo lacio y talento infinito que no da más asistencias porque no quiere, o a esa banda que vuelve a salir al escenario tras veinte minutos de aplausos y toca otra vez su hit mientras masca chicle y mira despreocupadamente al tendido. Como crítico no es algo que me guste alabar, pero las mentiras me gustan aún menos. Y la mayor de todas sería negar que solo hace falta escuchar las primeras notas para empezar a mover los pies.

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