Avance de Uncharted: The Nathan Drake Collection
La fortuna de Drake.
Volver a sentarse a jugar un Uncharted es una experiencia curiosa. Acostumbrados como estamos a una industria basada en la urgencia, en la que cada nuevo lanzamiento se publicita como el acontecimiento más importante de nuestras vidas hasta que finaliza su campaña de pre reservas, resulta irónicamente difícil enumerar títulos que realmente perduren, que tengan la personalidad suficiente para echarse un catálogo a las espaldas y conseguir marcar una época. Resulta difícil encontrar iconos, en definitiva, lo que no deja de tener su parte dramática si a uno le da por hacer memoria y recordar a esas mascotas de antaño, esos monigotes que amén de protagonizar títulos excelentes conseguían resumir el carácter de una plataforma y de generaciones enteras de jugadores. Pero no se trata únicamente de carisma. Aunque podríamos afirmar que Nate es a Sony lo que en su día Sonic o Mario fueron para las dos grandes, lo que hace verdaderamente especial a cada una de sus entregas es que están construidas a base de momentos, de situaciones que pasan la prueba de la memoria con muchísima más soltura que cualquier cosa que consumiéramos (el verbo no es casual) hace apenas un par de meses. En cierto sentido, sentarse hoy a los mandos es como volver a casa. Como reencontrarse con un viejo amigo, uno de esos que no necesitan de actualizaciones constantes en Facebook para pegarte un abrazo y preguntarte que como te ha tratado la vida tras tantos años sin veros. Y por eso Uncharted es una saga que importa.
Por eso, y aunque todos estemos de acuerdo en que el asunto de las remasterizaciones es uno de los signos de la bestia que están convirtiendo esta generación en una mala caricatura de lo que nos prometieron, apenas bastan un par de minutos para olvidarse el ceño fruncido en los otros pantalones y dejarse llevar. Porque uno puede reunir un montón de razones la mar de serias acerca de tiempos de desarrollo y costes de producción y reutilización de assets, pero yo no conozco a nadie que haya visto En busca del Arca Perdida una sola vez. Uncharted juega en esa liga, y por eso una remasterización tiene todo el sentido del mundo. Es una alquimia compleja, una receta del éxito a la que desde luego no le faltan imitadores y que, a la vista de los resultados de unos y otros, debería darnos una medida de lo difícil que es ser Naughty Dog.
Dicen que el diablo está en los detalles, y puede que la fórmula de la que hablamos tenga mucho más que ver con esto que con un apartado técnico de órdago o un diseño especialmente inspirado. Por decirlo de manera llana, Naughty Dog no se equivoca, y las raras veces en que lo hace tiene ese especial talento para sacar provecho de ello y hacer pasar por un triunfo lo que para otros sería el momento de desconectar el teléfono y enterrar la cabeza en la arena. Mucho se ha hablado de esa inoportuna desconexión del mando que obligó a reiniciar la demo de la cuarta entrega al cierre de su conferencia del E3, y particularmente soy de los que opinan que fue una jugada estudiada para ahorrarse de un plumazo millones de hilos sobre material prerenderizado y gifs de aquel tráiler de Killzone 2. De la misma manera, y donde otros hubieran optado por una demostración de dos horas, o un picadito de greatest hits que mostrara como se comporta la nueva iluminación en el desierto o el pelo de Drake en una cinemática tras la secuencia del tren, aquí han bastado diez minutos. Los diez minutos que dura la escena del helicóptero de Uncharted 2.
Y es una decisión inteligente, porque condensa en un solo impacto todo lo que hace grande a esta saga. Y porque lo hace además siguiendo otra máxima de la serie, que es atajar el eterno debate de la duración ofreciendo experiencias que duran exactamente lo que tienen que durar para dejarnos con ganas de más. Tanto es así, que aproveché para jugar dos veces, y recomponerse tras sendas bofetadas de adrenalina sin poder continuar la partida deja muy poco espacio para la crítica. Uno podría pensar que el golpe será menor, porque lo hemos jugado mil veces, pero un helicóptero de combate derribando un edificio, nuestro edificio, es una de esas cosas que nunca se vuelven viejas. Y por el camino escalamos, y al llegar a la cima volvemos a quedarnos rendidos ante una ciudad y una distancia de dibujado que vuelve a volar por encima de los aburridos debates técnicos para demostrar que existe solo para que creamos que estamos allí. Y las repisas y los balcones de madera vuelven a caerse, y volvemos a agarrarnos en el último segundo, y volvemos a ver esa piscina en la azotea que nos hace esbozar la misma sonrisa de complicidad. Y todo vuelve a ser un espectáculo de primer nivel, aunque cuesta un montón fijarse en los nuevos modelados o en los beneficios de la nueva iluminación, porque nos persigue un helicóptero y porque Uncharted 2 tiene la extraña virtud de permanecer en la memoria como un juego que no podía verse mejor. Un juego que hemos ido remasterizando en nuestra cabeza cada vez que salía a la calle algo supuestamente superior, y que al menos en la mía se veía en su día tal y como lo he jugado hoy. Hasta que he vuelto al original, y me he dado cuenta de mi error.
Ya digo que es complicado hablar de técnica cuando uno se pone delante de una experiencia así, y aunque entiendo que hablando de un remaster es un punto obligado, en el caso de Uncharted parece incluso de mala educación. Sin embargo, si hablamos de poner números desnudos en el tapete, y de factores meramente técnicos que justifiquen volver a pagar por tres juegos que todos tenemos en la estantería, hay un factor que no se puede ignorar. Hablamos, como no, de esos gloriosos sesenta fotogramas por segundo que como en el caso de The Last of Us te golpean en la cara mucho antes que un aumento de resolución y que si bien no son imprescindibles tienen ese endiablado efecto de convertir automáticamente en injugables todas las entregas de Playstation 3. Puede que resulten menos cinemáticos, puede que no estemos hablando de un Bayonetta, y puede que puestos a elegir entre esto y el músculo gráfico los 30 fps fueran un compromiso más que razonable en la pasada generación, pero una vez pagada la entrada VIP hay que ver lo bien que sienta pedirse las copas de dos en dos. Es la misma orgía visual de siempre moviéndose con suavidad cristalina, y poniéndole de paso las cosas muy difíciles en lo estrictamente visual a un catálogo "realmente" next gen que tampoco es que estuviera presentando mucha pelea para empezar. Un logro técnico más complejo de lo que pudiera parecer, y un pequeño lujo que acaso tiene un poco más de sentido que en la aventura de Ellie y Joel, en un juego más enfocado a la acción y a que Nate resuelva las cosas apuntando a la cabeza de la gente mientras se derrumba el cuarto de estar.
La ventaja de todo esto, además, es que sabemos exactamente qué nos vamos a encontrar. Que solventadas las dudas sobre su comportamiento en lo técnico y sobre como lucen las azoteas de Nepal en una máquina de 2015, podemos poner la mano en el fuego por un sistema de combate, un sentido del espectáculo y una colección de chascarrillos que seguirán funcionando como una bomba hoy y dentro de veinte años. El juego, los juegos, van a ser de diez, y esa es una seguridad que en esta generación se está vendiendo muy cara. Y tendrá sus extras, y su modo foto, como las reediciones en Blu Ray que la gente compra para escuchar los comentarios del director o porque no sabe en que estantería del trastero olvidó su VHS. Pero más allá de estos detalles, su verdadera fuerza está en tres juegos que son ya tres pedazos de nuestra vida. Ese es el verdadero legado de Drake, su verdadera fortuna. Y sea en la plataforma que sea, sería de locos no aprovecharla.