Análisis de Unravel
Buscando en el baúl de los recuerdos.
En un capítulo de Juego de Tronos, Tyrion Lannister invoca la ley del juicio por combate para salvar la vida y Bronn, mercenario con olfato para las buenas amistades, sale en su defensa. La pelea resultante es sucia, con el susodicho evadiendo a su rival a través de trampas y triquiñuelas y, cuando finalmente consigue vencer, le corta el cuello para después arrojarlo por la trampilla del Nido de Águilas. Lysa Tully, señora del lugar, le mira con asco y espeta: "No lucháis con honor", a lo que Bronn, sin darle importancia, responde con un cansado "no", señala al vacío más allá de la trampilla y termina: "Pero él sí". Unravel es un título muy emocional y muy sentido; ya desde su inicio está dando las gracias, gracias de verdad por jugar a este juego. Su protagonista, un adorable muñeco de lana, es absolutamente inofensivo, se asusta con nada y no para de tropezar como si fuera un niño pequeño paseando por el campo. Cuando Martin Shalin presentó su creación y, por qué no, a su hijo, en el pasado E3, se percibía su honestidad y cariño, aquí destiladas en cada detalle de su bucólico universo. Si tan sólo la emoción a secas valiese...
Se ha citado la simplicidad plataformera como uno de los principales inconvenientes de Unravel, pero ni la sofisticación de Rayman Origins, Shovel Knight o Guacamelee combinados sería capaz de resolver su problema. Tan sólo lo haría más sofisticado. A pesar de las apariencias, este juego está más cerca de títulos como Flower, que no buscan tanto una complejidad mecánica como su expresividad. Los mundos por los que Yarny, el muñeco protagonista, se pasea, son recuerdos de una familia, viajes al campo y la playa y, más tarde, el cementerio. Hay una visión naíf que filtra sus paisajes por unas lentes de videojuego ochentero y convierte a los cangrejos que pellizcan los dedos cuando caminas por la orilla en enemigos que te golpean brutalmente contra el suelo si te pillan, a los molestos mosquitos de un viaje al pantano en una carga literal que impide moverte. Lo importante no es utilizar las habilidades de Yarny para crear puentes, trampolines y resolver puzles, sino habitar estos espacios, conocerlos y sentirlos. Conforme avanzamos en nuestro viaje, cada uno de los escenarios un nuevo recuerdo, nos encontramos con las memorias de viajes y hechos pasados, que nuestro avatar atesora con su innegable ternura y delicadeza, pero la relación entre estas visiones y nuestras acciones hace que la experiencia se acerque a la de un parque temático. Mira, ahí conocí a tu madre, y aquí te llevamos a hacer senderismo por primera vez ¿No te hace ilusión verlo?
No necesariamente. Como canción de amor a la naturaleza, Unravel es un prodigio. Incluso los cangrejos no dejan de ser esas estúpidas criaturas que se mueven de lado, y la mayor amenaza al pobre Yarny es, no es coña, un hámster que acaba tosiendo como si fuese un dibujo animado. Trata con mucho mimo a la fauna y flora e, incluso cuando los cuervos se abalanzan sobre nosotros, no deja de ser un juego acompañado de una música emocionante, pero no épica. Recuerda que eres un muñeco de lana. Pero Unravel también habla sobre la muerte y la pérdida. Al menos, eso pretende. Por mucho que cambies la hierba por el óxido, no hay nada en su mundo que hable expresamente sobre la añoranza y el final. Sigue siendo ese viaje en paralelo, siempre hacia la derecha, esta vez por interiores o paisajes nevados, pero sin mayor indicación de lo que está ocurriendo que la ocasional visión. Y entonces es un parque temático.
Flower no triunfó ni es recordado sólo porque sintiera y nos quisiera hacer sentir. Era una obra meditativa, pero dirigida: en sus momentos de belleza se expandía en vastos horizontes de verde y rosa y blanco y amarillo, y cuando entraba la mano del hombre en el campo, aparecían esas estructuras negras que te hacían daño al chocar y mataban el sonido, el color y la alegría. Limbo, sin ser excepcional, ofrecía un descenso al infierno que pasaba por muertes frustrantes, violentas y numerosas en paisajes claroscuros. Pero la búsqueda por emocionar de Unravel es errática. Sentida, sí, pero por momentos excesiva. Se ve en esas notas que adornan las páginas del álbum de fotos que poco a poco va completándose, en su final. Quiere que lloremos, aunque no por manipularnos. Pero para hacernos sentir hay que llegar a nosotros, y los saltos y las cuerdas no consiguen mucho si no consiguen integrarse.
Hay amor en Unravel. Hay vida, un relato personal, un equipo que parece haber puesto mucho de su parte. Es fácil enamorarse de este juego porque Yarny es muy cuco y no hay una sola gota de cinismo, pero se necesita más para hacer algo excelente. Quizá si no pensara como un videojuego y en vez de poner saltos y puzles hubiera sido honesto consigo mismo y buscar cómo sumergirnos en las historias de esta familia. Quizá si no se viera cegado por su propia belleza y quisiera preguntarse cómo hacernos sentir qué es perder a alguien, entrar en la casa donde vivía y no escuchar más que tu propia respiración... Cae en la misma trampa que Ponyo en el Acantilado: se centra tanto en pensar como un niño que se olvida incluso de pensar en su propia lógica, en su coherencia y si los distintos elementos encajan los unos con los otros. Aún así esta película tiene una de las escenas más emocionales que he visto jamás: una conversación en código morse entre padre e hijo y, después, marido y mujer. No puedo verla o pensar en ella sin que se me haga un nudo en la garganta. Quizá el problema lo tenga yo, que no soy capaz de apreciar esa belleza en el resto del metraje. Serán cosas del cinismo.