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Avance de Unravel

Instinto maternal.

Uno de los resortes más eficientes a la hora de generar empatía es el instinto de protección respecto al débil, al pequeño, o en general a quien consideramos vulnerable de una u otra manera. Es algo tan antiguo como David contra Goliat, un fenómeno que comprobamos cada vez que un equipo de segunda división B avanza un par de rondas más de lo esperado en la copa del rey, y que ha dado lugar a toda una narrativa basada en equipos de bobsleigh jamaicanos y personajes anime que se levantan una y otra vez porque son muy amigos de sus amigos y tienen buen corazón. Y es un fenómeno que podría explicar bastante a las claras por qué Martin Sahlin, hasta hace unos meses un completo desconocido, se ha convertido de la noche a la mañana en una de las personas más queridas de la industria del videojuego. Que no se me entienda mal, no quiero decir con esto que el señor Sahlin no tenga ni media torta, y es probable (muy probable) que pudiera partirme la cara con extrema facilidad, pero tiene algo que los demás no tienen: se pone extremadamente nervioso hablando en público. En una industria acostumbrada a señores trajeados que salen a vender motos con la sonrisa de los domingos y un lenguaje corporal estudiado al milímetro, Sahlin es solo un desarrollador al que le tiemblan las rodillas mientras intenta hablar de su juego, porque le está mirando mucha gente. Donde otros nos llenan la cabeza con los "pushing the boundaries" y "reinventing the genre", el tiene un muñeco. Un pequeño muñeco de lana que le tiembla tímidamente en las manos y que bien podría ser la mejor baza de una Electronic Arts que, como Ubisoft, parece dispuesta a atacar un pedazo del pastel del mercado indie. Porque uno puede dudar todo lo que quiera de las grandes corporaciones, pero a Sahlin solo dan ganas de darle un abrazo.

Es una estrategia la mar de efectiva que, a la vista de los primeros compases del juego y no sin cierta ironía, parece ser exactamente la misma que impulsa al juego en su camino a hacerse un huequito en nuestros corazones. Pongámonos en situación. Tras una escueta cinemática inicial en la que una entrañable abuelita cargada de ovillos asciende con dificultad unas escaleras, uno de ellos se escapa, rodando lentamente fuera de plano hasta el exterior. Nuestro héroe despierta en el rellano, y completamente desorientado comienza a caminar hacia delante, siempre de izquierda a derecha, alejándose cada vez más de la casa. Es solo un muñeco de lana, un muñeco pequeño perdido en un mundo enorme que duda a cada paso y avanza porque no puede hacer otra cosa. Aún sigue unido al ovillo, y con cada centímetro que avanza se va deshilachando más y más, y es más delgado, y está más expuesto, y tirita mientras esquiva a los coches porque se ha puesto a llover y apenas le queda lana. Y lo último que queremos en el mundo es que le ocurra nada.

Se trata de una manipulación sentimental de primer nivel, pero funciona, vaya si funciona. En cierto sentido, el cordel de lana que le une constantemente con el margen izquierdo de la pantalla actúa a modo de cordón umbilical con el jugador, un jugador que siente una responsabilidad enorme y que respira aliviado cada vez que encuentra una nueva madeja que permite al muñeco ganar algo de peso y continuar su camino. Así, y mediante un desarrollo articulado en torno a puzzles espaciales que podría recordar a Limbo, a Nihilumbra y a un buen número de títulos más, vamos sorteando diferentes obstáculos, y aunque el desarrollo es de lo más sosegado cuesta reprimir el instinto de tirar del hilo y devolver al pequeño a casa, porque aunque el error es la madre del aprendizaje, es realmente duro ver a nuestro muñeco ahogarse porque no hemos sabido colocar bien unas manzanas. ¿Un juego sobre la paternidad? Es una lectura más que posible.

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En lo jugable, como digo, tampoco parece que vayamos a presenciar una revolución, y todo indica que este Unravel será uno de esos juegos que trasciendan más por su apartado artístico y por una cierta sensibilidad en lo narrativo que por un conjunto de mecánicas que vayan a sacudir los cimientos de absolutamente nada. Básicamente estamos hablando de puzzles, de físicas, y de todas las posibles permutaciones que se le puedan ocurrir a uno entre una hebra de lana, un par de chinchetas y unos cuantos objetos que responden a la gravedad. Si queremos bajar de un árbol, usaremos el cordón para descolgarnos. Si lo arrojamos a un saliente afilado, podremos usarlo para ascender. Si lo asimos a los dos extremos de un acantilado podremos usarlo de puente, y si lo tensamos se convertirá en una cama elástica para alcanzar lugares más elevados. Así, al menos en los primeros niveles, se van sucediendo un buen número de mecánicas que deberemos combinar entre sí y con diferentes objetos del escenario, un escenario sobredimensionado en el que un cubo abandonado en mitad de la carretera se convierte en una muralla infranqueable y una matrícula doblada por la mitad puede servirnos de trampolín si sabemos colocar contrapesos con inteligencia. Es un desarrollo sencillo, agradable, muy acorde con la ambientación general y que sabe ponernos en más de un aprieto pese a su aparente amabilidad, obligándonos a buscar soluciones originales y a echar mano del pensamiento lateral en más de una y más de dos ocasiones.

En cuanto a lo visual, nos encontramos con un juego simplemente cumplidor en el apartado técnico que se apoya en el mencionado plus de emplear como piezas básicas del puzzle objetos de uso cotidiano para dar rienda suelta a la creatividad. Además, y muy acertadamente, hace uso de una profundidad de campo intencionadamente exagerada que deja fuera de foco tanto los elementos en primer término como los que se alejan más de un palmo del plano jugable, ayudando a vender la mencionada sensación de vulnerabilidad y de ser muy, muy pequeñito. Como todo el resto de su propuesta, si destaca por algo es por su capacidad de transmitir emociones, pasando sin esfuerzo de la sonrisa cómplice mientras hacemos rápel para descender de una regadera a la más sincera angustia cuando se desata una tormenta y nuestro pequeño amigo intenta calentarse con sus bracitos. Es un enfoque de diseño más centrado en la atención al detalle que en resultar efectista, y aunque probablemente hubiera acaparado más titulares de estar basado en trazos de tinta, acuarelas o escenarios de gominola, es una solución perfectamente funcional y que no le resta ni un ápice de encanto pese a su aparente normalidad.

De cualquier modo, lo que un primer acercamiento deja claro es que se trata de un tipo de juego que necesita de mucho más que unas breves partidas para juzgar. Los pilares son simples, sí, y bien podría darse el caso de que la propuesta se agotara antes de despegar. Pero es igual de posible que con el paso de las horas continuaran aflorando mecánicas, o puzzles especialmente inspirados, y el paseo inocente de los primeros momentos acabara cristalizando en un desafío digno de recordar. Lo que podemos afirmar seguro es que han sabido dar en un clavo, el de las emociones, que bien podría sustentar por sí solo un juego que, como el señor Martin Sahlin, solo busca contar su historia sin que los mastodontes que le rodean le intenten pisar. Un juego pequeñito al que, como a su protagonista, solo dan ganas de abrazar.

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