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Análisis de Vikings: Wolves of Midgard

Más clic que Famobil.

Fiel exponente de su género, Wolves of Midgard reduce mecánicas y otros elementos al mínimo, ofreciendo lo justo pero no suficiente.

Hay algo interesante, aunque también perverso, en el uso del clic como herramienta principal de diseño en un juego. No es descabellado pensar que cuando David Brevik, quien trabajaba en el estudio antes conocido como Condor y posteriormente como Blizzard North, implementó el sistema para Diablo pensaba más en la correlación golpe-efecto representada en pantalla que en esa suerte de retribución inmediata, casi más cercana al trabajo que al ocio, en la que acabaría derivando. Pocas veces se ha visto en el medio una conexión tan clara, tan directa, entre recompensa y esfuerzo, hasta el punto de que numerosas compañías han diseñado juegos y experiencias enteras basadas en ese único proceder, poniendo un objetivo claro delante de nuestras narices y dejando que seamos nosotros mismos los que asumamos, motu proprio, nuestro papel de picapedreros digitales; una comparación en principio absurda que ha llegado a ser literal en otros países, rizando así el rizo del sistema económico imperante en el siglo XXI.

Como buen representante del género Vikings: Wolves of Midgard hace poco por alejarse de esta concepción. Al contrario, la abraza y nos invita a caminar con él la fina línea entre la diversión y el síndrome del túnel carpiano. Huelga decir que no solo se apoya en el ratón y en la acción directa para construir su obra, pero diminuir su importancia puede ser hasta contraproducente, ya que a diferencia de lo conseguido por Diablo, el juego hace escasos esfuerzos por envolver su base con adornos que den valor adicional al producto final. Y si bien por un lado se agradece que se despoje de añadidos innecesarios, también es cierto que la falta de algunos de estos le impide alcanzar la excelencia que acompaña a las obras de Blizzard.

Podemos encontrar en él lo básico: La creación del personaje es limitada por ceñirse a rasgos del imaginario vikingo, pero se compensa con un inventario amplio y personalizable que nos invita a buscar constantemente los mejores atributos con el fin de convertirnos en una nórdica máquina de matar. También cuenta con pequeños elementos de gestión y desarrollo, representados en forma de personajes a los que surtir con materias primas para expandir sus negocios y obtener beneficios materiales en forma de nuevos objetos o puntos de experiencia -lo que acaba por dar una mayor importancia a la rapiña, tan típica de los pueblos escandinavos-. Todo ello sin mencionar nuestros golpes y/u objetos especiales, acciones que distraen nuestra atención al teclado o distintas partes del mando y que dependen de la deidad a la que adoremos, de hacia dónde estamos enfocando nuestro árbol de habilidades o del tipo de arma que empuñamos.

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En ese sentido quizás molesten más las oportunidades perdidas que las omisiones directas. Contar con una ambientación y una mitología tan golosas para acabar ofreciendo cuatro o cinco frases mal contadas antes de cada misión es desafortunado, pero no tanto como la sensación de repetición que nos invade escasas horas después de comenzar nuestra partida. De poco sirve tener unos jefes finales trabajados y con diversos patrones de ataque si todo lo que los precede es prácticamente igual, si el camino que nos lleva a ellos está plagado de objetivos secundarios similares y enemigos diferentes en apariencia pero clónicos en comportamiento o si incluso las pocas ideas interesantes que parece tener, como el efecto en nuestro protagonista de los elementos que definen cada nivel (frío en zonas de nieve, vapores tóxicos en cuevas), nos obliga siempre a refugiarnos en zonas repartidas desigualmente por el mapa el tiempo justo para que cesen dichos efectos y podamos así seguir aporreando el ratón como si no hubiera un mañana.

Aunque podría decirse que la comparación anterior con Diablo es injusta, que Blizzard lleva ya tiempo refinando la fórmula y cuenta con muchos más medios que el modesto estudio responsable de este, su mención no es solo por ser el pionero, sino también por ser el referente. El mimo y el cuidado que envuelve los juegos de Blizzard no es fruto únicamente de sus altos valores de producción, sino también de cuidar cada detalle al mínimo, desde las cinemáticas hasta el diseño de niveles, el sonido o su relación con el jugador; y esto es algo en lo que Vikings se queda a medias, con una historia casi testimonial, un carisma prácticamente inexistente y detalles inauditos como una traducción al español tan desganada y necesitada de un parche en el momento de probarlo que tuve, no es broma, que ponerlo en inglés para poder entenderlo correctamente. Tampoco el apartado técnico es como para echar cohetes, y aunque los bugs y demás situaciones desconcertantes están presentes de manera relativamente reducida -podría contar con los dedos de una mano las veces que he tenido que reiniciar-, difícilmente será de esos que entran rápido por los ojos.

Por lo demás, Vikings: Wolves of Midgard roza lo justo los objetivos mínimos para no representar lo peor de su género. Decía al principio que hay algo perverso en el clic, y es lo sencillo que resulta convertirlo en algo adictivo, capaz de justificar desde la construcción de un imperio de galletas a la guerra entre las fuerzas de la luz y las de la oscuridad. Aquí, aún echando en falta cosas, como modos que vayan más allá de la típica arena con hordas o de un multijugador cooperativo que no se limite a tirarnos más enemigos, sirve para que quien estuviera interesado en él por lo que es, desnudo y sin grandes alardes, disfrute desconectando el cerebro y dejando encendido lo justo para manejar cuatro números, seguir golpeando los periféricos y avanzar con la monotonía de un trabajador cumpliendo su jornada laboral. Buscar algo más es arriesgado, y entenderlo fuera de algo tan primitivo, tan directo y superficial, imposible.

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