Volviendo a Castlevania: Symphony of the Night
Λolʌᴉǝupo ɐ Ɔɐsʇlǝʌɐuᴉɐ: Sʎɯdɥouʎ oɟ ʇɥǝ Nᴉƃɥʇ.
Me parece particularmente bonito pensar que, si tuviésemos que hacer una enumeración de todos los elementos de Castlevania: Symphony of the Night que son inusuales, extraños o arriesgados, los primeros minutos del juego serían, sin duda alguna, el elemento que encabezaría la lista. La historia de Alucard no comienza con él mismo, sino con las desventuras de otra persona: los primeros minutos del juego nos ponen en la piel de Richter Belmont, en los compases finales del anterior título de la saga, Rondo of Blood, y sin introducciones ni explicaciones, nos enfrenta al jefe final de este último juego. Es una batalla bastante complicada que, si bien no podemos perder, nos juzgará duramente: las estadísticas con las que Alucard comience dependerán de cómo de bien seamos capaces de defendernos en esta situación extraña.
En una maniobra digna de Hideo Kojima, jugamos unos primeros minutos con un estilo más clásico, más similar a las entregas anteriores de la saga, para después descolocarnos por completo y enfrentarnos a una situación y una dinámica totalmente nueva. Más allá de la anécdota, este primer tramo del juego es particularmente brillante porque suena a declaración de intenciones: asienta la naturaleza rupturista del título, nos prepara para un viaje en el que nada es lo que parece y casi todo tiene más profundidad de la que esperaríamos a priori. No es para menos, porque Symphony of the Night marca un punto pivotal en la historia, no sólo de la saga Castlevania, sino también del género metroidvania. Este juego es, en gran medida, responsable de la relevancia que esta franquicia sigue teniendo en el mundo de los videojuegos a día de hoy, a pesar de la ausencia de lanzamientos relevantes en los últimos años, hasta tal punto que incluso quien no lo haya jugado conocerá, más o menos, cuáles son los puntos fuertes del título. Por un lado, nos encontramos de frente con la renovación drástica de la estética de la saga, que está aquí menos occidentalizada y se vuelve más estilizada, quizás, a algunos ojos, incluso extravagante; tanto es así que la versión del juego que se lanzó en norteamérica apostó por una portada diferente, una vista simple del castillo en el que transcurre la acción, por miedo a que la ilustración de Alucard que aparecía en las ediciones japonesas y europeas pudiese echar para atrás a los jugadores más tradicionales. La banda sonora orquestada y la enorme atención al detalle en los fondos, que combinan elementos 3D y pixel art de forma muy inteligente para crear profundidad y movimiento, consolidan esta nueva apuesta por una atmósfera y un ritmo totalmente diferente a lo visto hasta entonces.
Las diferencias con las entregas anteriores se hacen patentes desde el primer momento: en lugar de ponernos en los zapatos de un miembro del clan Belmont - predestinados, históricamente, a asesinar a Drácula - esta vez interpretamos al hijo del vampiro legendario: Alucard ya no combate utilizando el más que clásico látigo sino que puede escoger entre una amplia variedad de armas con diferentes rangos y movimientos, lo cual redefine nuestra relación con el espacio y los enemigos. Además de eso, poseemos poderes sobrenaturales que, una vez desbloqueados, nos permitirán ver el escenario con otros ojos a través de las formas de lobo, murciélago y niebla; subiremos de nivel derrotando enemigos, podremos comprar nuevas armas, armadura y pociones, y el avance, no lineal, hará que el mapa completo esté disponible para nuestro uso y disfrute desde el primer momento, aunque algunas zonas estarán selladas hasta que encontremos el objeto adecuado que nos permita acceder a ellas. Este último elemento le daba al juego, en su contexto - con la saga Metroid en pausa desde el lanzamiento de Super Metroid, en el año 1994, y que no volvería a estar activa hasta el año 2002 con Metroid Fusion - un matiz diferencial muy potente: comenzaban a perfilarse los elementos sobre los cuales, a día de hoy, se asienta el género metroidvania.
Por este y otros motivos, el nombre de Symphony of the Night es tan grande que es difícil no temer, aproximándonos de nuevo al título a día de hoy, no temer un tanto que no sea capaz de sostener la leyenda, que nuestros recuerdos del castillo maldito estén en gran parte apoyados sobre los fortísimos brazos de la nostalgia.
Vamos a ser honestos: lo primero que llama la atención cuando volvemos a jugarlo después de mucho tiempo es que los elementos RPG de Symphony of the Night no terminan de funcionar. No es tanto un problema de equilibrio, o de concepto - aunque ambos existen, y nos darán varias dificultades y alegrías durante el progreso del juego - sino porque colisiona frontalmente con este sistema de progresión mediante objetos que comentábamos antes. El mapa está diseñado para que podamos avanzar no tanto siendo cada vez más fuertes, sino con el equivalente videojueguil de ser más astutos, es decir, teniendo más habilidades que nos permitan reinterpretar los niveles con otra óptica, acceder a recovecos o pasillos por los que antes no podíamos cruzar. Si combinamos esto con el sistema de niveles, la dinámica se convierte en un tanto irregular: tenemos, además, que buscar armas que estén bien, mantener un nivel aceptable para poder enfrentarnos a los jefes, y combinar apropiadamente el equipamiento. Eso da lugar, en ocasiones, a situaciones un poco caóticas: a veces nos enfrentaremos a jefes o zonas que no estamos todavía preparados para enfrentar, y nos veremos obligados a dar un rodeo o dejarlo para más tarde, buscando rutas alternativas. Más frecuentes aún son las situaciones en las que superemos una fase particularmente difícil o frustrante para encontrar detrás de ésta un callejón sin salida con nada más que un arma que, en general, será peor que la que ya llevemos.
Solo quiero quitarme esta cuestión de encima cuanto antes porque soy plenamente consciente de que estoy haciendo el más injusto de los análisis, que es el que se hace fuera de contexto, a años vista, ya entendiendo y habiendo asimilado ya el progreso que muchos de los elementos que aquí se introducen han generado. Podría quejarme de la cantidad de pasillos vacíos, con apenas uno o dos enemigos, que tendremos que recorrer obligatoriamente en múltiples ocasiones, o de algunos tramos de plataformas que son complicados de una forma un tanto arbitraria, por combinar el movimiento horizontal y vertical de forma caótica; pero ninguno de estos errores termina por empañar la experiencia por completo porque en el fondo incluso los fallos, los elementos más rudos, conforman una experiencia completa que quizás no es extremadamente refinada, pero sí tiene ganas, intenciones y más potencial oculto que explícito.
Hay un tema más que, cuando hablamos de Symphony of the Night, se suele considerar un fallo de diseño: durante la partida nos enfrentaremos en múltiples ocasiones a enemigos muy grandes en apariencia y tamaño que derrotaremos en tan sólo uno o dos golpes, mientras los adversarios más pequeños tienden a ser más complejos de derrotar, bien por la cantidad de daño que necesitamos hacerles para que mueran o porque sus patrones de ataque y movimiento son mucho más complejos. Aun así, no puedo evitar interpretar esta característica de forma un poco contextual: este Castlevania, al fin y al cabo, basa la mayor parte de su atractivo en la subversión de expectativas. Por los pasillos del castillo nos encontraremos a monstruos gigantescos que son más bien débiles pero aun así - por los conceptos que tenemos asimilados del propio lenguaje del videojuego - nos asustan, añaden un factor un poco más tenebroso a un entorno que ya de por sí debería resultar inquietante, incómodo; pero al final, como la mayoría de nuestros miedos más irracionales, no son para tanto si los miramos de cerca.
Al margen de los defectos que comentábamos, si algo destaca aquí es la versatilidad que el juego ofrece al jugador. Estoy segura de que aquí no os digo nada nuevo, pero si juego con otra persona al lado, y en un momento dado nos cambiamos el mando, generalmente ejecutaremos el progreso de forma distinta, priorizaremos zonas diferentes, superaremos los desafíos en nuestro propio orden, como si interpretásemos a dos Alucard diferentes. Lo bueno es que no pasa nada: el juego acepta los inputs que tú quieras darle sin rechistar, como si entendiese que va a ser jugado por muchas personas y no le importase, estuviese dispuesto a acogerlas a todas, dejar que hagan del juego su hogar. No hablo de hogar porque sí: es que, si lo pensamos, el título transcurre en un espacio cerrado, con pasillos y escaleras y habitaciones, y del mismo modo en el que hay habitaciones de nuestra propia casa en las que nos sentimos más cómodos, o que asociamos a diferentes acciones, Castlevania, mediante la estética, mediante el diseño, propicia que sintamos unos sitios más familiares que otros, que los interpretemos a nuestra manera. Le comentaba a un amigo que mi sala de guardado favorita es una que está en la parte inferior del castillo, bajo unas escaleras: al entrar y salir, nos cruzamos con un enemigo que me parece particularmente simpático, una mesa encantada que nos ataca lanzándonos objetos telequinéticamente. Yo me siento cómoda aquí, pero él me comentaba que siempre evitaba activamente guardar en esa sala, y sin embargo se sentía seguro en la de más la de arriba del todo de la torre, que a mí me da incluso un poco de vértigo. Mi castillo y su castillo son castillos diferentes, cada uno filtrado por nuestros gustos, nuestros sesgos personales y nuestras experiencias con el juego.
Tiene sentido que el título juegue con este concepto de familiaridad con el entorno: al fin y al cabo, estamos caminando por nuestra propia casa. La historia gira alrededor de la premisa de que Richter Belmont invoca el castillo en un intento de resucitar al Señor Oscuro; la reaparición del hogar de Drácula hace que Alucard, el hijo medio humano de éste, despierte de un letargo en el que llevaba sumido cientos de años para investigar qué ha sucedido. Todo esto, que está oculto tras una narrativa y estética más grandilocuente, no deja de ser una historia de un hijo que vuelve, después de muchos años, a casa de sus padres, y encuentra que todas las cosas están en su sitio, pero también hay una atmósfera diferente, que ha vivido y evolucionado sin él. Así, Alucard resignifica el castillo que ya conoce bajo un filtro diferente, el de los acontecimientos que han sucedido después de tantos años; nosotros cogemos un espacio en el que tenemos relativa libertad y también lo hacemos nuestro, investigamos las esquinas, decidimos qué rutas nos parecen más sencillas y seguras y cuáles preferimos evitar. El esqueleto básico del mapa es una estructura circular, y esto facilita que casi todas las zonas puedan accederse desde al menos dos caminos distintos; que podamos, en todo momento, movernos por el castillo en nuestros términos. Más allá de esto, el detalle que me hace sonreír todas las veces es uno tontísimo: al principio del juego, de forma casi obligatoria, recogemos una reliquia que sirve única y exclusivamente para que nos aparezca en la parte inferior de la pantalla el nombre de cada enemigo al que nos enfrentamos. Se puede desactivar desde el menú, pero jugar sin ella me hace sentir incómoda, como si faltase algo: al final siempre pienso que, si todos estos bichos están habitando mi casa, merodeando por mis pasillos, y no tienen ningún plan de irse, qué menos que saber cómo se llaman.
Quizás es precisamente por eso por lo que es tan sorprendente y chocante cuando desbloqueamos el verdadero final de la primera parte del juego, y empezamos a jugar en el castillo invertido. Se han escrito ríos de tinta sobre esta decisión, claramente arriesgada y ambiciosa, pero a mí me llama la atención particularmente por la sensación de incomodidad que genera. No sólo porque los enemigos sean más difíciles, y la navegación más compleja, sino porque estamos caminando de nuevo por el mismo lugar al que llevamos una decena de horas acostumbrándonos, aprendiéndonos sus complejidades, pero de una forma totalmente distinta. Se siente en cierto modo como si un día entrase a mi habitación, y todo estuviese exactamente igual, excepto los libros de mis estanterías, que alguien había desordenado por completo.
El tema de los finales alternativos es, indudablemente, algo que tratar aparte: bajo nuestra perspectiva de jugadores, que el juego tenga una segunda parte que sólo se desbloquea realizando una secuencia concreta de acciones, y que es larga y compleja como la principal, puede parecer algo obvio o no demasiado sorprendente en nuestros estándares actuales. Vivimos, al fin y al cabo, en la época del New Game+, los DLC y el contenido adicional casi garantizado en los grandes títulos. Mi reacción cuando jugué Symphony of the Night por primera vez fue acabar el juego cuando aparecieron los créditos, y no fue hasta mucho tiempo después cuando aprendí que me había perdido la mitad de la experiencia: a día de hoy, es casi cultura popular, y la información es fácilmente accesible, pero no sería sensato distanciarnos de las circunstancias en las que se toma esa decisión.
Es curioso, aun así, cómo el filtro de la actualidad cambia nuestra perspectiva sobre este tipo de cosas: el verdadero contenido adicional, bajo los estándares de hoy, quizás serían las pequeñas cosas, los secretos. No puedo contar con los dedos de la mano la cantidad de veces que me he sorprendido porque el juego prestase atención a algún detalle pequeño, inane, que había visto sólo de casualidad. En este sentido, el port para PlayStation 4 - que, a todas luces, no se diferencia mucho de las versiones anteriores para PSP y PSVita - tiene un añadido crucial: el uso de los logros. Cuando comencé a jugarlo, esperaba inconscientemente que los trofeos fuesen apareciendo conforme avanzaba, obtenía objetos clave o derrotaba a jefes obligatorios, pero cuatro o cinco horas después de empezar la partida, apenas había obtenido uno o dos. Entonces tuve un momento de epifanía a este respecto: los logros de esta versión de Symphony of the Night no están pensados para recompensar nuestro avance sino nuestra curiosidad, nuestras ganas de golpear paredes secretas, buscar escenas opcionales, descubrir nuevos escondrijos o conocer a nuevos personajes.
E incluso aunque, en muchas circunstancias, el Symphony of the Night que he rejugado en el año 2018 no ha conseguido cumplir mis expectativas, estar a la altura de mi nostalgia y de mis recuerdos, lo que me ha reconciliado con él a pesar de los fallos, los sistemas que no han envejecido bien, han sido las cosas nimias, lo opcional, lo vacío: la forma en la que nuestro familiar murciélago se alegra al vernos cuando nosotros también nos convertimos en bichillos alados; todas las sillas en las que te puedes sentar porque sí, la pequeña probabilidad de que cuando una medusa nos convierte en piedra, Alucard se transforme en una gárgola. La cantidad de veces que he pensado "¡no me puedo creer que alguien se haya encargado de programar esto!" pesan, al final, más que un millón de mecánicas anticuadas o enemigos tediosos: dan ganas de seguir buscando, de seguir explorando, sumergiéndonos y perdiéndonos en el castillo que, allá por el año 1997, le dió la vuelta a todo.