Volviendo a Devil May Cry
Let's rock.
La cinemática inicial del primer Devil May Cry es una de las piezas audiovisuales más absolutamente horrendas que recuerdo haber visto en mi pasado reciente. Aun así, nunca soy capaz de pulsar el botón para saltarla cuando arranco el juego, y siempre termino viéndola entera. Como no descubrí esta saga hasta unos años después de que naciese, no sé muy bien cómo se interpretaría esta imagen en su momento, pero en el año 2019 resulta estética y narrativamente terrorífica. Produce, incluso, un poco de incomodidad de segunda mano, como si estuvieses presenciando a alguien mientras lanza un chiste bienintencionado del que nadie se ríe. Supongo que es por esa forma tan particular en la que desde el primer instante el juego pone todos sus esfuerzos en hacerte ver que estás jugando a un título que es adulto, que es guay, que es moderno, que es innovador y molón, que no querrías que tus padres te pillasen jugando. El tono se irá moldeando con el tiempo e irá adquiriendo características más concretas; Dante tendrá una personalidad más definida, quizás más carismática que en su inicio, y la estética abandonará las cámaras fijas y los colores apagados pero nunca se dejará ir del todo de sus colores característicos, el rojo y el azul.
El caso es que, si lo miramos con los ojos del presente, el primer Devil May Cry es un juego extraordinariamente cutre. Es obtuso, pretencioso, considerablemente feo, y bastantes escenas son grimosas más allá de lo razonable.
No lo querría jamás de otra manera.
No es una cuestión meramente estética, claro: lo cierto es que hay muchísimos elementos que, bajo los estándares actuales, podrían potencialmente hacerlo casi impracticable para el jugador contemporáneo. Desde la perspectiva de la cámara, extraña en muchas ocasiones, hasta la falta de precisión de las combinaciones de botones y los controles terribles y redundantes de las partes submarinas. Incluso así, el juego que prácticamente inventó un subgénero propio dentro del hack and slash sigue teniendo un algo que lo hace extraordinariamente divertido, lo suficiente como para que nos importen un poco menos sus esquinas, las grietas, los reversos más toscos. Si bien es cierto que veinte años después, no queda ningún elemento novedoso o rupturista que nos vaya a sorprender, y las cosas que inventó ya han sido asimiladas más que de sobra por otros títulos y por el propio género - se viene a la cabeza Bayonetta, en concreto, pero no es la única saga - sí es cierto que no hace falta rascar mucho para poder apreciar lo que sí sigue teniendo el mismo valor que entonce: su esencia, el espíritu genuino, el puñado de buenas intenciones y las ideas y las ganas que siguen subyaciendo en el juego y que son, al fin y al cabo, quienes lo hacen verdaderamente divertido. El juego parece ávido de enseñarnos todas esas cosas nuevas que ha descubierto que sabe hacer, de dejarnos deleitarnos entre sus habitaciones y sus caminos y sus batallas y sus jefes, y en esta emoción contagiosa, y aunque tengamos que pelearnos con los controles o las cámaras, es difícil no querer seguir jugando.
Es curioso que haya utilizado esta palabra, "divertido", para hablar de Devil May Cry, porque la primera vez que jugué al título que abre esta saga - con once o doce años, podría jurar - lo hice con el corazón en un puño, aterrorizada por todos y cada uno de sus escenarios. Durante años he recordado a algunos de los enemigos como monstruos terroríficos, y sus escenarios como lugares de pesadilla. Os reconoceré que una parte del miedo que me daba el juego venía del hecho de que era prácticamente una niña, y otro poco viene intrínseco a las propias raíces del juego, al núcleo de este que fue creado cuando todavía estaba pensado para ser un nuevo Resident Evil 4 dirigido por Hideki Kamiya. En un momento en el que la propia saga Resident Evil estaba dejando atrás cada vez más explícitamente el género de terror en favor de más acción, Kamiya - Dios le bendiga - se sacó de la manga un prototipo que daba un giro descabellado a este mismo concepto. La idea fue descartada por alejarse demasiado de la premisa de la saga principal, pero todavía podemos observar algunas trazas de la franquicia de terror de Capcom en su tendencia a entorpecernos el paso con puzzles y, sobre todo, en esos ángulos de cámara claustrofóbicos. La cámara fija, si bien tenía una motivación claramente narrativa en origen, terminó cumpliendo en Devil May Cry un propósito más utilitario: lo que el juego nos deja ver delimita nuestra aproximación al escenario. Los mapas son lo suficientemente complejos como para que tengamos que esforzarnos un poco para explorarlos por completo, y la sensación de que siempre puede haber algo esperándonos en una esquina que nos hemos olvidado de escrutar bien crea una atmósfera muy particular.
Como el periplo de Dante ha sido tan influyente en el género hack and slash, mi primera tentación fue centrar este texto en hablar de sus mecánicas: de la combinación entre espada y pistola, de los movimientos y de los combos. Tras terminar de rejugarlo, entendí que tiene mucho más sentido desplazar la atención hacia el que ahora entiendo que es el elemento cohesivo de todo el sistema de juego: el salto. En su nivel más básico, fuera del combate, el salto nos sirve para movernos por el escenario, para encontrar zonas secretas o recoger objetos y, sobre todo, para orientarnos; en caso de estar perdidos, nuestro primer impulso será intentar saltar lo más alto posible, subirnos en muros o escalar plataformas. El juego sabe guiarnos bastante bien, colocando orbes rojas - moneda del juego - en los sitios en los que tenemos que fijarnos para facilitarnos el camino, pero a veces será el propio salto el que nos oriente. Ocurre muchas veces que nos perdemos un poco, utilizamos una pared para tomar algo de impulso, la cámara cambia durante unos instantes y vemos, casi por el rabillo del ojo, el lugar al que queremos ir, y eso nos permite seguir avanzando.
El salto también es una parte fundamental del combate. Devil May Cry se apoya bastante en la forma en la que Dante salta - una vez, y después una segunda voltereta con unos frames de inmunidad - para marcar el ritmo de cada batalla, especialmente en los encuentros con muchos enemigos o los combates contra los jefes. Movernos por los aires también le da teatralidad a los elementos visuales de la lucha, conformando, ahora sí, el que es verdaderamente el elemento diferenciador y paradigmático de la saga: el concepto de "stylish action", la voluntad de jugar de forma llamativa, buscando no necesariamente ser eficiente sino más bien ser visualmente satisfactorio. Cuando le preguntan a Kamiya sobre este concepto suele contestar que viene de la época de los arcades, cuando los buenos jugadores solían tener una fila de personas detrás viéndoles jugar para aprender, que hacía que cuando él se encontraba esta postura no sólo quisiera jugar bien sino también hacer cosas chulas, fardar un poco delante de los demás de sus habilidades y que éstos quedasen impresionados.
Pero jugar bien es costoso, y Devil May Cry, en sus dificultades más elevadas - e incluso en las normales, en ocasiones - puede llegar a ser verdaderamente arduo. No satisfecho con esto, el juego te está juzgando todo el rato: el medidor de combos en la esquina superior izquierda informa constantemente sobre la habilidad con la que nos estamos despachando a los oponentes que se nos lanzan encima, y la pantalla final de cada misión nos muestra el tiempo que hemos tardado, el rango que hemos obtenido, y nos ofrece recompensas acordes a ambos parámetros. Es tan explícitamente juicioso que centrarnos simplemente en superar los desafíos en vez de en jugar cada vez mejor es casi contraintuitivo; a mí, que no me han importado nunca los logros, me resulta imposible no intentar llegar a la puntuación más alta en el medidor de combo en cada enfrentamiento, y maldecir un poco cuando no lo consigo.
Todo esto, la voluntad de jugar bonito y la voluntad de jugar mejor, hacen que la característica definitoria de este juego sea precisamente tener una capa de complejidad oculta, que cuesta encontrar y requiere mucho esfuerzo por parte del jugador; pero el tiempo que invertimos también se ve recompensado fácilmente, tanto de forma visual como con ganancias explícitas. Es una idea llamativa, especialmente si nos fijamos en que, a pesar de ser un título complejo, Devil May Cry no es particularmente difícil de terminar. Antes de un enfrentamiento importante o duro casi siempre tendremos posibilidad de comprar objetos de mejora, orbes amarillos que nos permitan continuar si morimos y pociones que podremos tomar en cualquier momento de la batalla con solo abrir el menú. Es permisivo con la vida que nos ofrece, y en muchas ocasiones tendremos zonas que parecen creadas única y exclusivamente para facilitarnos la recuperación si la necesitamos. Hay jefes que pueden costarnos, pero más bien por el orgullo de querer hacerlo bien que por sentirnos atascados y atrapados en una parte del juego con una dificultad con la que no estamos cómodos. En caso de frustración, siempre podemos volver atrás, comprar pociones y pasárnoslo con fuerza bruta, pero en general no querremos hacerlo: jugar bien, esquivar y atacar y disparar cuando toca es suficiente recompensa en sí misma como para que queramos conseguirlo por nosotros mismos, sin ayuda.
Rejugar la trilogía original de Devil May Cry, no obstante, es una experiencia particularmente irregular a día de hoy. Si bien el título original tiene mucho de lo que enamorarse, la secuela, que ni siquiera caló particularmente bien entre el público en su momento, es especialmente difícil de digerir. Con diferente equipo creativo, y muchos cambios en los personajes y dinámica, tiene un sistema combate más completo que está totalmente desaprovechado, y no termina de compensar un diseño de niveles y enemigos nada inspirado. La posibilidad de jugar con dos personajes diferentes - Dante y Lucia - tampoco es un aliciente, precisamente por añadirle un intento de narrativa más seria que elimina la esencia de la historia anterior, es decir, la falta de pretensiones. Dante se encuentra encajado en una historia que no es suya, terminando por ser poco más que un antihéroe que está de paso que el héroe que aspiraba a ser en el primer juego.
Devil May Cry 2 no funciona en lo narrativo, pero tampoco en términos de mecánicas. Si nos llevamos algo de esta entrega, no obstante, es la implementación más profunda de la idea de "juggling", es decir, golpear al enemigo para mantenerlo en el aire de forma en la que no pueda contraatacar y golpearnos de vuelta. Antes sólo levantábamos a los enemigos con movimientos específicos, pero ahora cualquier golpe, incluso los disparos de las pistolas, pueden hacerlo volar. Una incorporación que, si bien es un paso hacia delante, hubiese sido definitivamente mejor y nos hubiese permitido hacer uso de nuevas estrategias y aproximaciones al combate si el juego se hubiese esforzado un poco en ello mediante una aproximación más inteligente a la colocación de los enemigos. En la práctica, hacer combos en Devil May Cry 2 es más complicado que en ninguno de los otros juegos por la distribución extraña tanto de los mapas como de los oponentes.
Devil May Cry 3, por otro lado, hace que el viaje - un viaje irregular, con un comienzo bonito y un paso intermedio bastante catastrófico - termine mereciendo la pena por el destino. Y es curioso precisamente por el contexto que rodea a esta tercera entrega, porque de algún modo parece un juego que hubiese tenido muchísimas probabilidades de haber terminado por no existir. Tras un título que funcionó muy bien, y una secuela tan perezosa que es inexplicable, hubiese sido particularmente sencillo para Capcom dejar que Devil May Cry muriera, pero Devil May Cry 3 no sólo existe sino que es la entrega más brillante de la saga porque es capaz de entender cuáles son los problemas del juego anterior y trata de solucionarlos, añadiendo por el camino un puñado de elementos nuevos que perfeccionan la fórmula y la convierten en, si no exactamente, casi lo que es a día de hoy.
Por un lado, hay un cambio drástico en el tono. No sólo se eliminan las aspiraciones a una historia más seria y pausada de la anterior entrega, sino que se llevan por completo al extremo contrario: la cinemática inicial, una ensalada de tiros y espadazos con trozos de pizza volando por el aire, es icónica de la saga en parte porque parece idiosincrática. Con la excusa de ser una precuela, una especie de historia de origen, nos presenta a un Dante más joven, infinitamente más vacilón y mamarracho, que se ríe en la cara de los demonios y aproxima cada batalla con una media sonrisa, socarrón y pagado de sí mismo como él solo. En su lanzamiento, en el año 2005, más cerca de la década actual que de los años noventa, la estética y las hechuras del juego original están cada vez más cerca de quedarse completamente desfasadas. Uno pensaría que quizás esta tercera entrega podría haber apostado por renovarse y adaptarse a los nuevos tiempos, pero en lugar de eso decide abrazar sus señas de identidad con fuerza y un pelín de autoconsciencia. Dante se ríe de todo pero un poquito también de sí mismo, y es quizás esta pizca de ironía y autocrítica lo que nos faltaba para que fuese del todo creíble: ahora lo feo, lo hortera, lo pasado de rosca ya no es solo estética sino espíritu, es una filosofía concreta de diseño que supedita todos los elementos del gameplay al protagonista carismático y faltón, a lo visualmente llamativo de patear demonios con una espada-guitarra eléctrica.
También hay un montón de cambios en el combate, por supuesto. Una revisión de la estética y el discurso hubiese sido llamativa, pero es la renovación mecánica la que consolida al juego como la obra maestra del género que es. Básicamente, añade más de todo: más combos, más armas, más posibilidades de enlazar unos ataques con otros, más enemigos que derrotar, y quizás el punto más importante, menos interrupciones. Si la mayor parte de Devil May Cry 2 la pasábamos recorriendo escenarios vacíos, Devil May Cry 3 nos tira a la cara un puñado de enemigos nada más comenzar. Podríamos discutir que las cinemáticas son más largas, o que la trama es más profunda, pero lo cierto es que incluso si esto es así, las partes de acción y las de reposo están mejor separadas que nunca, no solapándose de tal manera que parezca que se interrumpen constantemente. Abandonamos los escenarios abiertos y volvemos a espacios cerrados, semi-claustrofóbicos, en los que tendremos que abrirnos paso a espadazos. El movimiento limitado por los pasillos hace que nos centremos en lo que de verdad importó siempre: el medidor de estilo, el combo, el encadenar un golpe con otro para alargarlo el máximo tiempo posible, aunque eso implique hacer maniobras un poco rebuscadas o utilizar no necesariamente los ataques más potentes sino los más útiles respecto al movimiento en el espacio y el ritmo.
A este respecto, hay dos añadidos pivotales que condicionan todo el ritmo del combate. Por un lado, la posibilidad de cambiar de arma dentro del propio enfrentamiento. Hay más pistolas y espadas que nunca, pero también más posibilidades para que no queramos aferrarnos a una sola sino ir alternándolas. En el menú podemos elegir dos de cada y cambiar entre ellas con un solo botón; esto nos permite, por ejemplo, empezar un combo con una espada, disparar con una pistola, seguir con otro arma, rematar con una escopeta. Sin entrar ya en el complejo sistema de contraataques, que también existe, este elemento ya nos da un millón de capas más dentro del propio juego, nos insta a usar la imaginación y probar todo lo que se nos ocurra.
Además, esta vez Dante empieza con cuatro estilos de combate distintos - Trickster, Swordmaster, Gunslinger y Royalguard - cada uno con sus fortalezas, sus ventajas y sus dificultades. Algunos enemigos están creados para ser particularmente complicados si usas un estilo concreto, y cada uno de los jefes tiene una ventaja y una desventaja clara a alguno de ellos, así que parece lo más lógico que estemos constantemente probando y cambiando entre ellas. Lo bonito de Devil May Cry 3, en concepto, es que pone un montón de herramientas en nuestras manos y nos permite utilizarlas a conveniencia. Sabe recuperar la esencia, eso que hace especial al primer juego: que el propio acto de combatir sea la recompensa en sí misma.
Es por eso que, si lo ponemos en contexto, Devil May Cry 3 fue y es un juego extraordinariamente ambicioso. Coge un sistema muy bien pensado pero razonablemente simple y añade una capa de complejidad a todos sus elementos: al combate con espadas y al combate a distancia, al movimiento y a la aproximación a los niveles, a los combos, al esquive. Incluso los elementos que se añadirían más tarde - Devil May Cry 4, por ejemplo, nos da la opción de cambiar entre estilos en medio del combate utilizando la cruceta, sin tener que entrar al menú - parecen simplemente una evolución lógica de lo aquí planteado, de esta refinación de la fórmula que parece haber por fin desarrollado a su máximo exponente el concepto original.
Pensándolo, me parece acertado pensar que los juegos de la saga Devil May Cry sólo son buenos cuando apuntan alto, cuando intentan innovar y apuntar en nuevas direcciones, aunque eso signifique, en ocasiones, que muerdan más de lo que pueden masticar. Tanto el 2 como posteriormente el 4 fallaron en esas ganas de ser más, de buscar un nuevo giro, de darle una vuelta de tuerca al concepto, y precisamente por eso no son en general tan bien recibidos. El primer y tercer juego, por otro lado, rebosan ganas de intentarlo, incluso cuando los medios técnicos del momento no acompañan. Y es por eso que, aunque a día de hoy la trilogía pueda parecer desfasada en muchos sentidos, volviendo a ella seguimos encontrando cosas a las que agarrarnos, que nos reconfortan y nos dan ganas de seguir jugando. Quizás le falten elementos narrativos reseñables o mecánicas a las que a día de hoy ya estamos acostumbrados, pero en ningún momento cabe duda de que estos dos juegos en concreto tienen el corazón en el sitio correcto. Parece mentira, pero incluso en una historia sobre demonios y fuerzas sobrehumanas del mal, al final era eso lo que importaba: las ganas de hacer más, de ser mejores, de explorar donde antes no llegábamos.