Volviendo a Metal Gear Solid 2: Substance
Un juego adelantado a todos los tiempos.
Metal Gear Solid 2 fue un juego incomprendido. En un medio entrando en su madurez, una producción mainstream y de alto presupuesto arrastraba las expectativas de tener que ser profundo e inteligente, adulto, por decirlo de ese modo, pero de una forma cómoda. Digerible. Común. El público esperaba de Metal Gear Solid 2 que fuera Metal Gear Solid, pero con mejores gráficos y un par de mecánicas nuevas no demasiado novedosas; esperaban vivir exactamente lo mismo que vivieron en Metal Gear Solid, esa misma emoción, esa misma confusión, ese no entender del todo qué está ocurriendo, pero sintiéndose Solid Snake, el soldado legendario, luchando en una misión imposible.
El problema es que Hideo Kojima no es amigo ni de las expectativas ni de la nostalgia. Por eso, en vez de hacer el juego que la gente quería, hizo el juego que quería hacer él. El juego que quería hacer él, para «desgracia» de los jugadores, era uno que partía de la idea de que la verdad absoluta no existe y que todas las convicciones ya asumidas y defendidas como absolutas son siempre una trampa conceptual en la cual nos encerramos a nosotros mismos. Algo muy diferente, y mucho más sesudo, de lo que esperaba el público.
También hay que tener en cuenta que todo esto tiene un contexto. Metal Gear Solid, desarrollado por Konami y dirigido por Hideo Kojima, se publicó el 3 de septiembre de 1998 en Japón, el 21 de octubre de 1998 en Estados Unidos y el 22 de febrero de 1999 en Europa. 1998, por seguir contextualizando, también es el año de juegos como Soul Calibur, MediEvil, Half-Life, Baldur's Gate, Tenchu: Stealth Assassin, Radiant Silvergun o Banjo-Kazooie. Y aun con una competencia absolutamente feroz, consiguió ganarse el corazón del público. Algo normal, porque su perfecta conjunción de narrativa excepcional, gráficos de infarto, presentación cinematográfica y desarrollo sin igual tanto del género del sigilo como de las mecánicas del videojuego como herramienta narrativa - hoy no toca hablar de la escena de la tortura, solo recordarla - lo convirtieron en un hito de igual o mayor calado que los otros hitos del videojuego aparecidos en este mismo año. De ahí que las expectativas con Metal Gear Solid 2 fueran continuar las aventuras de Solid Snake de un modo lo más lineal posible. A fin de cuentas, el primero ya era perfecto, y no se puede mejorar, o siquiera cambiar, la perfección.
De hecho, durante la primera hora, el juego parece cumplir todas las expectativas de los jugadores de la época. Comenzando con una cinemática gloriosa de Snake tirándose al vacío desde un puente y haciéndose invisible durante la caída, en una nada velada referencia a Ghost in the Shell - con el cual tendrá puntos de contacto en sus temas -, este juego, aparecido tres años después del original, nos daba a entender que Kojima había escuchado las plegarias de los gamers. Tenía mejores gráficos. Había nuevas mecánicas, como colgarse de salientes o hacer fotos. Todo era más fluido, elegante y complejo. Y la historia acompañaba: un grupo terrorista ha secuestrado un carguero y nosotros, el mítico Solid Snake, tenemos que liberarlo, pues en realidad su objetivo es robar el Metal Gear que están transportando secretamente.
Hasta aquí todo bien. Sigue según lo previsto durante un rato; nos infiltramos, descubrimos que Ocelot vuelve a estar involucrado, fotografiamos el Metal Gear y enviamos las fotos mediante una interfaz cómica donde Otacon juzga nuestras habilidades como fotógrafo, algunos soldados se duermen o hacen vida a pesar de estar en medio de unas maniobras porque Kojima no concibe a sus personajes, por secundarios que sean, como meros obstáculos, y el codec vuelve idéntico, salvo que en esta ocasión nuestra asistencia en el campo es el ya mentado Otacon. Pero ocurre algo raro en el juego. Quizás sea el tramo shooter en el que disparamos a docenas de enemigos en un pasillo. Quizás la sensación de que, una vez dentro del barco, la oposición parece absolutamente marginal. Por otra parte, somos Solid Snake. Los enemigos normales no pueden ni tocarnos, pero el primer combate contra un boss, Olga Gurlukovich, y si nos descubren los enemigos, que llaman a refuerzos que aparecen en formación y con escudos antidisturbios para evitar nuestros disparos, sí resultan difíciles y retantes. En ese momento nos relajamos. Nos damos cuenta de que lo otro es sencillo porque somos el legendario héroe de Shadow Mosses. ¡Nos pasamos el Metal Gear Solid original! Es normal que no podamos morir fácilmente. Y entonces ocurre el giro radical que hizo que miles de gamers clamaran por la cabeza de Kojima: Solid Snake fracasa.
No es solo que Ocelot consiga robar el Metal Gear Ray, es que además se produce una fuga en el barco que produce un vertido de crudo que provoca una catástrofe medioambiental. Pero no pasa nada. Es el principio. ¡Es normal que fracasemos de entrada, porque sirve para elevar las apuestas! Pero entonces llega un flashforward; han pasado dos años y tenemos que adentrarnos en Big Shell, una plataforma de procesamiento para limpiar los vertidos de crudo, porque, durante una visita del presidente James Johnson, el grupo terrorista Sons of Liberty se ha apoderado del lugar. Esto nos obliga a nosotros, como parte del grupo FOXHOUND, a liberar a los rehenes, al presidente y detener la catástrofe ecológica que pretenden perpetrar los terroristas.
El problema es que aquí ocurre algo raro. La escena introductoria se parece a la escena introductoria de Metal Gear Solid. Con nuestro protagonista buceando para adentrarse en el lugar, oímos su voz hablando a través del codec. Es ronca, como la de Snake, pero no es idéntica. Su figura, aunque indudablemente atlética, es mucho más estilizada. Y si bien es cierto que también tiene el pelo un poco largo, lo que vemos por debajo de la máscara no es un mullet, sino un trozo de melena blanca. Todo esto se confirma cuando por fin se adentra y, como en el original, al quitarse la máscara descubrimos que es, bueno, desde luego que no Solid Snake. Porque, según nos cuenta el comandante a cargo de la misión, Solid Snake está muerto.
Jugar a Metal Gear Solid 2: Sons Of Liberty en la época de su lanzamiento fue una experiencia inigualable. Se ha hablado largo y tendido sobre su narrativa y su estructura, el apabullante dominio de lo meta que ya demostraba Kojima por aquél entonces y su colosal apartado técnico. Pero todo ese discurso estaba por llegar cuando este veinteañero impresionable introdujo el DVD del Santísimo Grial del Kojimismo en su ahora vetusta pero robusta PS2. Los recuerdos se pelean y atropellan para ver cuál llega antes a la superficie de mi memoria si intento poner por escrito qué sentía en esos momentos: los cientos de horas junto a Raiden y Snake, los escalofríos que nunca dejaron de recorrer mi espalda al ver esa intro que nunca me saltaba y que está llena de detalles, humo y espejos, recorrer todas las papelerías y tiendas a la caza de su guía, desesperarme al no recolectar algunas dog tags o al darme de cabezazos contra las pruebas virtuales en la versión Substance y, sobre todo, quedarme pálido cuando al Coronel se le va bien fuerte la castaña. Podría seguir así horas y horas porque, del mismo modo que Hideo Kojima llenó de increíbles detalles su obra, Metal Gear Solid 2 llenó mi vida de experiencias imborrables. Antes de jugar a Metal Gear Solid 2 me gustaban mucho, muchísimo, los videojuegos. Después de sumergirme a fondo en Metal Gear Solid 2 estaba completamente enamorado del medio y de todas sus posibilidades.
- Pablo Casado
El protagonista de Metal Gear Solid 2 se llama Jack, nombre en clave, Raiden. Es alto, delgado, guapo, tiene una lustrosa media melena blanca y es tan pálido que uno casi se plantea si no tendrá anemia. No es Solid Snake, pero idolatra a Solid Snake. Ha completado todas sus simulaciones VR, como lo hicimos nosotros en el Metal Gear Solid original, y si bien es su primera misión, tiene muchas ganas de ponerse en los zapatos de su gran héroe... con desiguales resultados.
A partir de aquí, ya es un Metal Gear avant la lettre. Nos infiltramos, hay giros, más giros, aparecen caras conocidas, hay involucrado un Metal Gear y organizaciones conspirando por apoderarse del mundo. Mecánicamente es prodigioso, sus animaciones siguen siendo extraordinarias veinte años después, la inteligencia artificial de los enemigos da sopas con honda a la mayor parte de inteligencias actuales y su historia y narrativa siguen siendo del futuro, pero la gente se quedó solo con una cosa. Este no es Solid Snake. Este tío es un novato y aun encima, parece una chica. Hideo Kojima, nos has «estafado».
Esto hizo que el recibimiento fuera tibio. Siendo amables. El público se dividió rápidamente entre gente que amaba el juego por lo que era y gente que lo odiaba por lo que no era. La prensa, por desgracia, no fue muy diferente. A excepción de muy contados periodistas, como Tim Rogers en su fundacional texto Dreaming in an Empty Room, que desgranaría punto por punto toda la filosofía (francesa) detrás del título, las críticas fueron en general o entusiastas o demoledoras, pero nunca excesivamente profundas, o siquiera interesadas en entender por qué el juego era de ese modo y no más como el original. O como la idea que se habían hecho del original, algo que se resumiría perfectamente en las palabras de Jeremy Parish en su análisis para 1UP.com al definir el juego como «demasiado vanguardista - demasiado inteligente - para su propio bien». En otras palabras, tanto una parte de la crítica como del público lo consideraron demasiado inteligente y ambicioso como para no acusarlo de pretencioso por no ajustarse a sus expectativas, algo que será una constante en todo el trabajo de Kojima a partir de entonces.
Irónicamente, si obviamos que el protagonista es Raiden, Metal Gear Solid 2 se juega y se siente como un Metal Gear Solid, solo que refinado. Todo aquí está depurado con respecto del original. Pero la cuestión radica ahí: si de verdad nos interesa el juego, no podemos obviar que el protagonista es Raiden.
Si algo tienen en común todos los juegos de Kojima es que sus mecánicas están siempre perfectamente integradas dentro de su narrativa. El sigilo, el no matar si no es estrictamente necesario y los gadgets demenciales son normales en un juego que trata sobre un soldado legendario que no deja rastro de su existencia. El tener que controlar nuestros pasos, producir infraestructuras para facilitar el tránsito y gestionar nuestro equipamiento son mecánicas necesarias cuando personificamos a un hombre que está reconstruyendo un país tras una catástrofe como es el caso de Sam Porter Bridges en Death Stranding. Y eso es algo que en Metal Gear Solid 2 lleva un paso más lejos al hacer que no solo sean las mecánicas, sino también las convenciones mismas del videojuego.
Raiden no es Solid Snake; ni tiene su apoyo táctico ni es un soldado legendario. Aquí no hay tono épico ninguno. De hecho, todo el mundo toma por el pito del sereno al pobre Raiden. No es sólo que desconozca la verdadera función de su misión, algo en lo que Snake también tiene experiencia, sino que es manipulado y engañado por, esencialmente, todos y cada uno de los personajes del juego. Raiden es un pelele. Pero precisamente, en el sentido no necesariamente despectivo del término: es utilizado por los demás, contra su voluntad. Eso explica todo lo que ocurre en el juego. ¿Por qué Fatman, un experto en demoliciones, pone bombas donde pueden ser encontradas? Porque en realidad, está poniendo a prueba a Raiden. ¿Por qué nos dicen las cosas que necesitamos solo cuando ya hemos pasado de largo de esos lugares, obligándonos a hacer un backtracking no solo absurdo, sino también peligroso? Porque no tenemos un sistema operacional competente y tenemos que ir improvisando con lo que nos ofrece otro espía que no debería estar ahí, un comandante que pasa de nosotros y una novia más interesada en discutir nuestra vida sentimental que en ejercer de enlace de inteligencia. Raiden es una persona que está viviendo la simulación de un acontecimiento.
Yo, personalmente, no tengo claro si Metal Gear Solid 2 llegó a mi vida en el mejor o en el peor momento posible. Quizás no mucha gente sabe esto, pero jugué el juego muy tarde: mi interés por la saga surgió alrededor de 2011 o 2012, y más o menos en esa fecha me acerqué a esta entrega por primera vez. No creo que 2012 fuese un mal año para los videojuegos, pero sí lo fue para mi percepción de ellos: seguía devorando títulos independientes y retro a todas horas, pero una serie de sinsabores con los títulos triple A de los últimos años había minado mi confianza en ellos. Me costaba creer que entre los alardes técnicos, los presupuestos descabellados y las pretensiones del medio de ser más serio y más adulto que nunca pudiese existir todavía esa chispa que me había enamorado de él originalmente. Metal Gear Solid me gustaba, pero quizás no tanto como para justificar acercarme a un título que yo siempre había percibido lleno de polémica y opiniones enfrentadas. Al final todo se decidió por culpa de un amigo demasiado entusiasta, apareciendo por la puerta de mi casa con una copia de la colección remasterizada para una PlayStation 3 que en ese momento tan apenas sí usaba.
Creo que, en el fondo, fue todo culpa de Raiden. No me sorprendió el tramo inicial, en el que juegas con Solid Snake - diez años después del lanzamiento, no había impacto alguno en esa maniobra tan absolutamente comentada entre los aficionados a los videojuegos - pero sí me sorprendió conocer al verdadero protagonista de Metal Gear Solid 2. Ya entendía y reconocía perfectamente a Snake: serio, hastiado, luchando en guerras que no son suyas, en el fondo sólo queriendo un respiro, un poco de hueco en el mundo para descansar y ser él mismo. Pero a Raiden no le conocía. A Raiden le sentía. Triste, inseguro, no siempre dispuesto a aprender o ceder en sus propósitos, en ocasiones más opaco o terco de la cuenta. Navegando a ciegas un mundo del que no sabe mucho, aprendiendo como puede; generalmente más capaz de lo que se da crédito a sí mismo. Raiden no es, ni puede ser jamás, el héroe en el que queremos convertirnos. Está demasiado ocupado siendo una nota al pie de página en una maraña gigante de personas, conexiones e intenciones políticas que se nos van de las manos. Un continente perfecto para reflejar nuestras dudas, nuestras ansiedades y nuestros miedos. Un personaje, paradójicamente, también perfectamente odiable: a veces es duro mirarnos al espejo. Pero es esta inevitable incomodidad hacia él la que hace que precisamente lo que se nos cuenta tenga empaque: cuando el juego se rompe, cuando nos expone la dolorosísima verdad de que las cosas y el mundo no son, necesariamente, lo que nosotros pensamos, golpea extraordinariamente fuerte. Pero no estamos solos: nos sentimos comprendidos por él. Y me gusta pensar que, de alguna manera, Raiden también se siente comprendido por nosotros.
- Paula García
Esa es la idea regidora de Metal Gear Solid 2. Los acontecimientos que ocurren en Big Shell son reales, pero solo dependiendo del punto de vista de quien mire. Para los terroristas son reales, porque siguen un plan específico (tamizado por agentes cuádruples y traiciones dentro de las traiciones) que les llevará a un fin personal. Para Raiden son semirreales, porque no siente que esté personificando a Solid Snake, su héroe, como pensaba que lograría hacer al estar en el campo, a pesar de que todo es una réplica de los acontecimientos del juego original. Para los Patriots es todo una ficción, porque en realidad han engañado a todos haciéndoles creer que sus actos tienen alguna importancia, cuando todo no es nada más que una simulación para comprobar si pueden controlar las acciones incluso de los agentes disidentes más peligrosos. Porque el fin último de los villanos en las sombras no es conquistar el mundo, sino controlar la narrativa.
En otras palabras, Metal Gear Solid 2 trata sobre cómo la realidad no existe. Cada persona ve una versión diferente de las cosas y ninguna es estrictamente verdad, porque una realidad absolutamente objetiva sería la suma de todas esas verdades, contradictorias entre sí. ¿Qué es la historia sino el relato que hemos decidido aceptar como verdadero, incluso si nuestras pruebas de ello son siempre tangenciales y basadas en lo que la gente que vino detrás de nosotros decidió dejar por escrito y lo que el tiempo no ha aniquilado con su mera presencia? ¿Qué es la realidad sino aquello que nos afecta personalmente, cambiando nuestra vida y nuestra forma de pensar en los demás y nosotros mismos, incluso si los demás no lo han experimentado?
La última hora y media de Metal Gear Solid 2 es esto. Reflexiones filosóficas posmodernas que nos demuestran que todo lo que ha ocurrido hasta entonces era un experimento mental que luego se justifica en una catarsis que incluye varios discursos extraordinariamente lúcidos. Pero también la historia de como Raiden es capaz de hacer algo que Solid Snake ha aprendido, también, por las malas: que la libertad es algo que se ejerce, no que se tiene. Como, precisamente, al no haber una realidad absoluta, puede decidir quién es, qué quiere ser, cuál es su identidad. Todo esto se formaliza en una muy discreta mecánica dentro del juego.
Nada más empezar, el MGS2 nos pide nuestro nombre, nuestra fecha de nacimiento y nuestra nacionalidad. Esto no parece tener ninguna importancia. Muchos juegos hacen cosas similares y, si bien es cierto que la saga Metal Gear no tiene nada que ver con que nosotros nos personifiquemos en nuestro personaje, no le damos importancia. Por eso introducimos nuestros datos y, probablemente, lo olvidamos. Hasta que al final del juego, cuando Solid Snake increpa a Raiden que quién es, cuál es su verdadero nombre, nosotros, pero también Raiden, nos damos cuenta que tiene unas placas de identificación al cuello. Entonces Raiden las coge, las lee y ve nuestro nombre, nuestra fecha de nacimiento y nuestra nacionalidad. Algo a lo que responde diciendo que no sabe quién es esa persona, arrancándose las chapas y lanzándolas lo más lejos de lo que es capaz.
A partir de ese momento, ya no controlaremos a Raiden dentro del juego. Sólo veremos lo que resta de historia en forma de cinemáticas. Porque él, simbólicamente, ha asumido la agenda sobre su propia vida. Se ha deshecho del control de los Patriots, ha dejado de ser un muñeco de pruebas para Solidus, ha decidido asumir una identidad propia al aceptar a Rose, pero también ha roto con nosotros, quienes le controlábamos en las sombras. Igual que Solid Snake finge su muerte al principio del juego para poder cumplir su misión al deshacerse de aquello que le lastraba como soldado: nuestro control sobre sus movimientos.
Metal Gear Solid 2 trata sobre la desinformación, la no existencia de la verdad absoluta y la realidad como constructo, pero su tema es la libertad. Su subtítulo, Sons of Liberty, se refiere a Snake y Raiden. Dos personas que aprenden que la libertad no radica en hacer lo que quieren, sino en asumir una posición crítica donde pueden discernir lo que es importante y lo que no para crear su propia perspectiva de las cosas, definiendo de ese modo una identidad personal. Dejar de ser peleles que solo cumplen órdenes, que son esclavos de su pasado o de ideas regurgitadas por otros, que realmente nunca se han parado a pensar.
Por eso resulta tan triste la recepción que tuvo el juego en su momento. Porque lo que Hideo Kojima quería narrar es algo que tenía un correlato en las mecánicas, pero también en lo que ofreció a los jugadores. Metal Gear Solid 2 nos quita el control de Snake porque se libera de nuestro control. Nos da el control de Raiden porque es una persona que es controlada por todas las personas que le rodean, precisamente, porque no tiene una identidad. No es nadie. Y solo es alguien cuando empieza a tomar decisiones sobre lo que es verdad, lo que es justo y lo que quiere para su vida y para aquellos quienes le rodean. Algo que los jugadores y buena parte de la crítica no hicieron; se les enseñó Metal Gear Solid, les gustó y quisieron más de lo mismo. No debatieron con las ideas de Metal Gear Solid 2. No debatieron con su forma. Simplemente, se negaron a que les dieran un juego que no fuera un constante cosquilleo de endorfinas fruto del control mental de un diseñador que sabe perfectamente que teclas tocar para que se sintieran satisfechos, aunque fuera a costa de no contar nada. Y Hideo Kojima no estaba interesado en hacer eso, creando una obra de arte en el proceso, no un simple mecanismo de control para abrir las carteras de aquellos que alguna vez llegaron a pensar con los videojuegos.