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Volviendo a Resident Evil VII

Estaba tomando cañas.

Volviendo a es una sección en la que recuperamos juegos ya publicados para ver cómo han evolucionado con el paso del tiempo y comprobar si mantienen su vigencia y siguen siendo recomendables a día de hoy. Hoy regresamos a la mansión de los Baker y a Resident Evil VII, aprovechando que justamente se cumple un año de su lanzamiento.


Pocos gestos representan mejor el terror actual en el medio como abrir una puerta. Una acción inocua, cliché dentro del género desde hace décadas, que con el auge de los juegos en primera persona y la realidad virtual está viviendo una verdadera época dorada. Detrás de esas tablas de madera maciza, como si fuera un concurso familiar televisivo, puede encontrarse cualquier cosa: en ocasiones, un monstruo sediento de sangre -la nuestra, concretamente-; en otras, y no por ello menos terrorífico, nada. Es un miedo atávico, primitivo, cuya explotación depende únicamente de la mano encargada de disponer todas las piezas en el escenario, quien puede jugar esa carta como algo crudo y visceral o como algo psicológico y diseñado para remover nuestra conciencia o nuestros nervios en vez de nuestras literales tripas.

Resident Evil VII emplea indiscriminadamente ambos métodos, también como manera de distanciarse de su propia idiosincrasia. La necesidad de revitalizar la franquicia tras el relativo fiasco, al menos de crítica, de Resident Evil 6 llevó a Capcom a plegarse a las modas, y es evidente que títulos como Outlast, Amnesia o ese experimento jugable que fue P.T. (quien, a su vez, parecía intentar un movimiento similar con Silent Hill) acabaron permeando en su concepción, pesando más que un legado cuya evolución a lo largo del tiempo ha evidenciado un elemento capital por encima del resto: la relación intrínseca existente entre el espacio y el terror.

El cine, sobre todo, lleva tiempo explorando las dinámicas entre entorno y miedo. Obras cumbre como Alien: El Octavo Pasajero (1979) o Tiburón (1975) funcionan no solo por introducir entes invencibles, auténticas fuerzas de la naturaleza, frente a meros seres humanos; sino también por confinarlas en sitios relativamente compactos para explotar así la indefensión que sentimos al no ver escapatoria de un abrupto e inevitable desenlace. Otra opción, igualmente eficaz, es situar la acción en localizaciones cotidianas y familiares para incrementar nuestro malestar al no encontrar consuelo ni en aquellos lugares en los que deberíamos de sentirnos seguros. Historias clásicas como Poltergeist (1982) o recientes como Expediente Warren (2013) cogen el viejo arquetipo de la mansión encantada y lo trasladan a una casa corriente, buscando el desasosiego de un público que, lejos de lo que le sucedía con anterioridad al vislumbrar ominosos castillos o tétricos manicomios, ahora puede situarse en la posición del personaje en pantalla y pensar "podría ser yo".

Es especialmente relevante para nuestro discurso que los zombis siempre hayan mostrado una cierta dependencia del lugar para hacer efectiva su amenaza, de manera similar al gigantesco escualo al que hacíamos referencia antes y a diferencia de otros entes de pesadilla como los hombres lobo o los vampiros. Su nacimiento en los bosques y plantaciones de Haití y su desarrollo en los agobiantes pantanos de Louisiana debido a la masiva afluencia de inmigración haitiana presenta ya este vínculo entre monstruo y emplazamiento, con seres de paso automático y hambre voraz que asaltan a pobres incautos en clara desventaja, al sufrir los inconvenientes de un entorno incómodo y hostil frente a criaturas que no se detienen por nada. Su paso a entornos más urbanos, sin embargo, requiere una reformulación: o se incrementa el tamaño de la horda para potenciar ese carácter implacable o, necesariamente, debemos limitar de nuevo el radio de acción tanto del monstruo como de la víctima. George A. Romero, referente en el género dentro del ámbito cinematográfico, supo ver esta problemática y resolverla de manera eficaz, con dos películas iniciales -La Noche de los Muertos Vivientes (1968) y El Amanecer de los Muertos (1978)- en las que la trama se desarrollaba en una vieja casa y en un centro comercial; y dos posteriores -El Día de los Muertos (1985) y La Tierra de los Muertos Vivientes (2005)- en las que la desproporción entre el número de zombis y el de humanos es tal que no solo se mantiene vigente el nivel de amenaza, sino que además permite hacer un comentario mordaz sobre los hábitos destructivos de la sociedad moderna incluso contraponiéndola a aquella formada por engendros cuyo único fin pasa por nuestra desaparición.

Que la diferencia entre la quinta o sexta entrega y otras sagas no tan centradas en el terror dentro de la compañía como Dead Rising sea mínima no es más que la consecuencia de una evolución menos preocupada por la coherencia narrativa que por crear una experiencia jugable eficaz.

Los paralelismos entre la obra de Romero y la saga de Capcom son más que evidentes. El primer Resident Evil (1996) destaca al no querer ejercer un terror violento y directo y dar más peso a su ambientación, amparándose en el fantástico diseño de niveles de una Mansión Spencer llena de secretos, pasadizos y puzles. La suma de habitaciones y pasillos claustrofóbicos, un sistema de control ortopédico que nos acompañará prácticamente hasta la cuarta entrega y un número de enemigos limitado sobra para remitirnos, en cuanto a sensaciones, a esa casa abandonada de la primera película del director neoyorquino y a su ambiente lento y agónico. Muy distinto es el caso de Resident Evil 2 (1998), ya que el aumento de la escala con la introducción de Raccoon City obligó, en primer lugar, a expandir el número de enemigos; y en segundo lugar, a introducir un personaje (Mr. X) que traiciona todas estas reglas básicas de espacio y volumen para generar terror de una manera distinta: concentrando en su ¿persona? esa idea de fuerza imparable ante la que nuestras acciones son inútiles -concepto que se retomaría muy poco después en Resident Evil 3: Nemesis (1999)-.

Este crecimiento progresivo de la amenaza, evidenciado a partir de la cuarta entrega, nace por tanto no solo de la mejora tecnológica, sino también de un cambio en cuanto a localización y qué mecánicas deben emplearse para convertirla en efectiva sin frustrar en exceso al jugador. A medida que se generan escenarios más grandes y abiertos se hace necesario introducir en ellos más enemigos, y a su vez más herramientas con las que combatirlos. Que la diferencia entre la quinta o sexta entrega y otras sagas no tan centradas en el terror dentro de la compañía como Dead Rising sea mínima no es más que la consecuencia de una evolución menos preocupada por la coherencia narrativa que por crear una experiencia jugable eficaz. Todo ese paralelismo con la filmografía de Romero se pierde al crearse una desconexión entre monstruo, protagonista y entorno; no necesariamente por añadir de manera individual una cantidad ingente de zombis, modificar la cámara/el punto de vista o cambiar pasillos y estancias cerradas por ciudades con mucho más recorrido.

En esto destaca especialmente Resident Evil VII, en entender que para cumplir su propósito de inquietar a la persona frente a la pantalla primero debe acomodar los distintos elementos que forman el juego al espacio representado. Recuperar el esquema de la mansión decrépita nos devuelve de lleno a la estructura pasillera, y para sortear el hecho de que ahora nuestro protagonista puede moverse con cierta libertad nos presenta a unos enemigos, la familia Baker, cuyo concepto es básicamente el mismo que el de Némesis o Mr. X en las primeras entregas: seres inmortales y muy poderosos cuyo avance es casi imposible de detener. Además, que el protagonista sea una persona con capacidades relativamente normales hace saltar por los aires la importancia extrema de la habilidad, centrando el discurso en ese elemento de supervivencia que acompañaba al nombre del género en los videojuegos y que se había perdido por el camino.

Resident Evil VII rompe con muchas de las cosas que dieron a conocer a la saga, pero también adapta las fórmulas más actuales a un conjunto mucho más personal y lógico una vez situado dentro de unos límites razonables.

Hay otros elementos jugables que inciden en esta coherencia entre terror y acción. El enfrentamiento contra un elemento X, en este caso los Baker, cuyo desenlace depende a menudo de los pasos que hemos dado antes nos obliga a estar en tensión incluso en aquellos momentos en los que no están cerca. A esto ayuda también el cambio de perspectiva a primera persona, que aquí sí tiene una importancia capital en aspectos que se refieren no solo a la inmersión. Volviendo al ejemplo de la puerta, la imposibilidad de saber si detrás se encuentra uno de esos monstruos con piel de humano convierte cada movimiento de pomo en, literalmente, una situación de vida o muerte. Que el medio que nos ocupa permita nuestra participación obliga además a añadir capas, beneficiando a una ambientación que puede prescindir de trucos baratos y generar una sensación de angustia eficaz, especialmente al usar la VR para eliminar barreras entre jugador y protagonista. De eso se trata, de jugar con nuestras expectativas, de agarrarnos constantemente por el cuello y apretar lo justo para que el efecto sea tan incómodo como placentero; no de situarnos frente a toneladas ingentes de carne de cañón con un arma y obligarnos a participar en un juego macabro de tiro al plato.

Resident Evil VII rompe con muchas de las cosas que dieron a conocer a la saga, pero también adapta las fórmulas más actuales a un conjunto mucho más personal y lógico una vez situado dentro de unos límites. Límites razonables, diseñados para convivir en un contexto que, pese a lo aparentemente caótico de la premisa -la resurreción de los muertos y el fin de la sociedad tal y como la conocemos, nada menos-, requiere de un cierto control para funcionar correctamente. Puede parecer demasiado exigente, pero conviene recordar que en las historias de zombis los protagonistas no son ellos, sino los supervivientes. Por eso hemos de prestar especial atención a la relación entre ambos, más allá a la existente entre una bala y su cabeza o a su boca y nuestro cerebro; y por eso se hace necesario enfatizar cómo influye el entorno en la historia y sus intérpretes. Aquí radica el éxito de esta entrega, cuya ruptura en definitiva no es tanto abandonar sus señas de identidad como regresar veladamente a lo que la marcó en sus orígenes, aunque sea bajo el paraguas de cientos de pequeños cambios cosméticos.

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