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Volviendo a Super Mario Bros. 3

Hasta Nooki.

Cuando era pequeño a menudo me quedaba embobado mirando una alfombra en particular de mi habitación que, desde una perspectiva cenital, mostraba las carreteras y los edificios de una pequeña ciudad. Aunque sabía cómo funcionaba el asunto a través de mirar a mis padres y ya, solía jugar a conducir por esos caminos asfaltados de mentirijilla y a moverme de un lado a otro inventando pequeños objetivos y misiones por medio; a veces con pequeños coches de juguete, otras usando los dedos. Estoy seguro de que no era, ni de lejos, la actividad más saludable a la que podía dedicar mi imaginación -no la más higiénica, desde luego-, pero sí una de las más creativas, ya que me permitía no solo interactuar con elementos reales a los que dotaba de características ficticias, sino también construir alrededor de ellos una narrativa propia, que apoyada en lo tangible de todas esas piezas hacía que mis historias fuesen más ricas, más reales.

No es un salto lógico insalvable el que podemos hacer entre esto, una chorradita habitual para cualquier chaval en su niñez, y el funcionamiento del mapa de Super Mario Bros. 3: un lugar ahora común dentro de la saga pero extremadamente novedoso en aquel momento, en el que espacio e historia confluyen de manera totalmente ajena a lo que venía siendo hasta entonces la estructura tradicional de un Super Mario. Porque entre casillas, caminitos y lugares específicos hay escondidos distintos componentes que expanden los límites del juego, funcionando por tanto no solo como el elemento que vertebra todas las fases sino también como espacio con entidad propia, capaz de sostener por sí mismo la narración de la aventura y dejando al resto de niveles la responsabilidad única, aparentemente, de divertir -algo no del todo cierto, pero que comentaré más adelante-.

Entendiendo que los loas a Shigeru Miyamoto sean unánimes, especialmente en una Nintendo primigenia y más en lo que se refiere al diseño de los juegos de Mario -para colmo, el desarrollo de SMB3 coincide en el tiempo con el de Zelda II: The Adventure of Link, con quien comparte tanto un mapa con vista cenital como las fases con desplazamiento lateral, desconcertantes de ver aún a día de hoy-, lo cierto es que no podemos empezar a comprender el mérito de Super Mario Bros. 3 sin hablar de Takeshi Tezuka, un genio cuya llegada a la compañía nipona vino precedida de un desconocimiento absoluto sobre videojuegos -en una entrevista concedida a la propia Nintendo cuenta que ni siquiera tenía una NES cuando le contrataron y que tardó un tiempo en comprarla- pero que, en menos de 2 años y tras su notable participación en varios juegos de entidad dispar, ya ejercía como co-director de la franquicia.

Tezuka, al igual que el propio Miyamoto, parecía saber que el punto fuerte de aquellos juegos, algo que acabaría definiendo la filosofía de la compañía en años venideros, residía en la capacidad imaginativa de sus creadores; en someter el proceso creativo a un torbellino constante de ideas que solo eran aparcadas al comprobar que eran imposibles de ejecutar, y en capturar todo aquello que nos fascinaba de pequeños. Que Super Mario Bros. 3 representa mejor que ningún otro título esa manera de entender los juegos suena a bravuconería, pero hay motivos de sobra para defender esta postura.

Una de las múltiples razones por las que podemos decirlo está relacionada precisamente con Tezuka, de quien Katsuya Eguchi, en aquel momento diseñador de SMB3 y más tarde creador de Animal Crossing, cuenta que quería ponerle ojitos a todo cuanto elemento apareciese en pantalla, teniendo que ponerle freno el resto de implicados para apelar a un público más variopinto en cuanto a edad. Esto, que no deja de ser una anécdota inofensiva en apariencia, entronca bien con el aire "peterpanesco" que acaba exudando el título. De hecho la famosa leyenda urbana, confirmada hace escasos años por el propio Miyamoto, de que todo el juego es en realidad una gigantesca obra de teatro encubierta, hace que brille con más fuerza si cabe ese espíritu juguetón de los creadores, y sus ganas de romper los límites establecidos en anteriores entregas.

Volviendo al mapa, es por eso que aunque parece haber una clara separación en cuanto a la función de los espacios -el mapa se encargaría de contener la historia, de servir de índice para los distintos capítulos y de representar visualmente el camino trazado por el héroe; los distintos niveles servirían para exponer mecánicas y plantear un desafío al jugador-, ambos forman parte del mismo ente: una epopeya en forma de espectáculo donde todo sorprende, emociona y quiere contar algo, sin necesitar de recurrir para ello a un guión muy elaborado o a extensas líneas de diálogo. Y para sostener esa fantasía son tan importantes, que no quepa la menor duda, los momentos en la caseta de Toad en los que jugamos a distintos minijuegos o poder utilizar objetos que rompen la progresión de manera radical como los ojos en las nubes, los tornillos sujetando los bloques o el gigantesco telón que da la bienvenida al jugador al levantarse.

Todo este encanto que no habría sido posible sin la existencia de lo que ellos llamaban las Map Room, salas dedicadas única y exclusivamente a digitalizar los enormes mapas dibujados a mano por Eguchi o Hideki Konno, director adjunto del proyecto. Esta peculiar y arcaica manera de trabajar permitió dos cosas: la primera, imbuir el juego de un componente artesanal, que casa a la perfección con esa idea de poner en escena una obra; y la segunda, quizás más relevante, dejar al equipo de diseñadores libertad suficiente para desatar su imaginación y que la inspiración se abriese paso, viniese de donde viniese. Buen ejemplo de ello son los Boos, que debutan en esta entrega basados, de entre todos los lugares y todas las personas, en la esposa de Tezuka, una mujer con un carácter muy tímido y reservado que no sospechaba que acabar explotando en un arranque de ira, harta de que su marido llegase a casa tarde de tanto trabajar, acabaría dando forma a un adorable fantasma redondito que intenta ocultarse cuando lo miramos fijamente y nos persigue con intenciones aviesas nada más darle la espalda.

Y es que a medida que examinamos el juego, tres décadas más tarde, nos damos cuenta de que nada de lo que está ahí, por disparatado que parezca, es accidental: todos y cada uno de los elementos novedosos de SMB3 responden a una pregunta y/o a una inquietud, incluso aquellos que parecen fuera de lugar. Sin ir más lejos el traje de Tanooki, uno de los símbolos que todavía colean de esta entrega, no fue más que la manera del equipo de afrontar la intención de Tezuka de romper la horizontalidad de los niveles y, simultáneamente, incorporar una acción con la que golpear a enemigos más allá del salto. Algo que, a mayores, también sirvió para -mediante una ruptura, en una deliciosa ironía- perfeccionar unos controles pensados para una perspectiva mucho más vertical, prácticamente isométrica, que acabaría desechada en favor del imperecedero punto de vista horizontal.

Ese fue en realidad el mayor problema, conseguir que cualquier idea de las muchas que se iban lanzando indiscriminadamente durante sus largas jornadas de trabajo tuviera un propósito que superase lo meramente lúdico. Un reto del que consiguieron salir airosos, aun cuando numerosos rumores aseguran que escuchar a Miyamoto caminar por los pasillos de Nintendo en aquel momento era sinónimo de echarse a temblar, temerosos de que entrara con nuevas propuestas y desafíos que sumar a los ya existentes.

Parte de todo esto es lo que mantiene el estatus de Super Mario Bros 3. como una de las mejores entregas de la saga y también como uno de los mejores juegos de la historia: su habilidad a la hora de desafiar los límites que ellos mismos habían fijado pocos años antes, su capacidad para dar a luz y amamantar una filosofía que todavía sigue vigente y una pasión desmedida que les condujo a abanderar el "pensar fuera de la caja", como dirían los ingleses, en un momento en el que la industria apenas había dado sus primeros pasos. Herramientas de sobra para crear un título que, con más de una veintena de entregas dentro de la familia -algunas de ellas ciertamente originales-, sigue sintiéndose un poco como una rara avis.

Pero para mí, como persona que lo descubrió con apenas 5 o 6 años recién cumplidos gracias a la NES que tenía mi vecino, va incluso más allá: Super Mario Bros 3. es una de mis primeras tomas de contacto con un medio interactivo, algo que repercutiría en mi pensamiento posterior como individuo de manera irreversible. Un aprendizaje casi forzoso de sentimientos y emociones para el que, por la imaginación contagiosa que derrocha, acaba resultando -sin ser necesariamente infantil- uno de los títulos más propicios. La mejor opción, en definitiva, para ese niño con su alfombra; el mismo que acababa recorriendo con sus dedos los caminitos en la pantalla del televisor imaginando, y también viviendo, nuevas aventuras.

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