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Volviendo a World of Warcraft con WoW Classic

Parte honorablemente, camarada.

En Ventormenta nunca llueve. No tanto así en sus proximidades: allí sí es bastante común encontrarnos algún que otro chubasco mientras paseamos. Pero cuando recorres el camino de piedra que une Villadorada con la capital del reino de Azeroth, es como si la presencia de ésta última fuese más fuerte que las inclemencias del tiempo. Al cruzar su pórtico siempre escampa: la lluvia deja paso a un sol suave que hace que la vista sea parezca un poco más digna, más noble, más de otro mundo.

Ahora mismo, en septiembre del año 2019, sé perfectamente que esto es elemento añadido a la programación del juego. Hace diez años o más, me parecía simple y llanamente magia. La Paula del pasado no dejó jamás de sentirse abrumada, desde la primera vez que pisó la ciudad hasta la última, por esa manera en la que el sonido de las gotas de agua contra la piedra deja paso a otra cosa. No debí ser la única a la que este recuerdo se le quedó clavado en el corazón porque, cuando inicié mi partida en WoW Classic, aparecí al lado de un puñado de jugadores que comentaban animadamente esto mismo: la forma en la que resulta un tanto esperanzador saber que, pase lo que pase, y aunque vengan tiempos más oscuros, en Ventormenta siempre brillará el sol.

Al crear mi personaje no mantuve el nombre que utilicé antaño porque era un chiste de mal gusto que no sobrevivía ni por accidente a los estándares actuales, pero una cosa sí tenía clara: sería Alianza, humano, paladín. Me pareció importante que mi yo virtual de WoW Classic estuviese hecho a imagen y semejanza del primero que utilicé hace ya muchos años, aunque eso significase perder largos minutos de intentar recordar a duras penas qué peinado utilizaba. Supongo que, si iba a embarcarme en este viaje de la nostalgia, tenía que hacerlo con todas las de la ley.

Mientras creaba el personaje me sacudió, por primera vez, la consciencia de algo. Nunca había pensado, hasta ese momento, que mis recuerdos de aquellos tiempos en los que corría del instituto a casa, tiraba la mochila en el suelo de mi habitación y encendía World of Warcraft para jugar hasta las tantas se habían convertido ya en nostalgia. Lo que mi cabeza tiende a entender como "nostalgia" son las historias sobre esperar a que se carguen los juegos del Spectrum, recibir una Game Boy como regalo de la comunión o realizar las doce pruebas de Hércules para escuchar ese disco de punk nuevo del grupo de que te gustaba. Nunca había evocado la nostalgia como algo con cara de jueves, viernes por la tarde con mi mejor amiga de aquel entonces al otro lado del teléfono - ya había sistemas de llamada online, pero mi conexión no los soportaba al mismo tiempo que el juego - hablando de cualquier cosa mientras derrotábamos el jefe que tocase, dejando deberes sin hacer, comiendo con sólo una mano y a toda prisa mientras manejábamos el teclado con la otra.

Hasta que no volví a escuchar la voz del narrador de World of Warcraft explicándome una historia que ya conocía con ese deje en la entonación, como salido de un sueño, no se me había ocurrido que ya pudiese estar autorizada a contar, con ese tono tan característico de batallita de adulto, que pasé meses jugando a escondidas por las noches para subir de nivel, en secreto, un personaje para que mi primer novio pudiese jugar raids conmigo; aquella vez en la que me gustaba un chico y me dejó de gustar por la manera en la que trataba a otros personajes online.

Para gran parte de la generación de los noventa - la que nació en los noventa, no necesariamente la que los vivió - muchas de las anécdotas que contaremos a nuestros hijos, a nuestros nietos o a los jóvenes, en general, vienen de la mano de patios de recreo virtuales que ya no se pueden tocar. Veo claro ahora como nunca que seguramente le contaré a las generaciones venideras que yo quedaba a las cinco en Bosque del Ocaso para charlar un rato y quizás subir algún que otro nivel; entiendo que, aunque a veces se nos olvida, el concepto de nostalgia no es estático sino maleable y se transforma a diario y hemos llegado ya, como por arte de magia, al momento en el que los años 2000 son algo a reivindicar en este ámbito.

Me gustaría decir que tiene algo que ver con la preservación histórica, pero todos sabemos que sería, como mínimo, una mentira piadosa. Porque si los jugadores llevan reclamando que se pueda jugar a WoW Classic desde prácticamente la expansión, año tras año mientras el juego ha ido mutando es por eso, por nostalgia: por la conciencia repentina de que, por sus propias características, nuestro juego de adolescencia es un lugar al que no podemos volver. A mis veinticuatro años puedo volver a jugar a Tetris o a Pokémon Azul o a Minish Cap o a ese juego de Hamtaro de la Game Boy Advance, pero World of Warcraft es un abstracto, algo de lo que siempre guardaré recuerdos pero que no está a mi alcance revisitar de adulta.

Y lo curioso es que precisamente aquello que hizo que World of Warcraft fuese pivotal a mis doce, trece, catorce años es también el motivo por el que ya no lo puedo recuperar. Nos gustó WoW porque era un juego online, uno que dejaba un mundo abierto en nuestras manos y un montón de posibilidades, espacio infinito para crear historias en él. Un mundo de eterno diálogo, tanto con el juego como con sus jugadores, que hacía al mismo tiempo las veces de reto inconmesurable y de banco en el parque junto a nuestros amigos. Su universo es lo suficientemente profundo, y sus elementos RPG lo suficientemente complejos como para poder pasar cientos y cientos de horas discutiendo estrategias y posibilidades para nuestros personajes; y simultáneamente, se nos iban las horas sin hacer absolutamente nada, sentados en medio del camino, discutiendo sobre cuál era nuestro disco favorito de este u otro artista.

También, por esto mismo, World of Warcraft siempre ha sido un lugar en eterna mutación. Es cierto que no es el primer GaaS (Game as a Service) que existió, ni siquiera el primer multijugador online, pero además de su longevidad, sí debemos reconocerle, al menos, el ser el primero en adquirir una popularidad tan notoria como para condicionar todo lo que vino después. En el año 2004, cuando conquistamos los cuatro reinos por primera vez, el concepto general que teníamos de un juego era radicalmente diferente a lo que se presentaba aquí. Para mí, los juegos habitaban en cartuchos y discos, no eran susceptibles a cambios - para mejor o para peor - y conservar su recipiente físico podría, en teoría, hacer que pudiese volver a él cuando quisiese. Los juegos como World of Warcraft, no obstante, expandían los horizontes de nuestras posibilidades. Crecían mensualmente, a veces incluso de forma semanal, y los jugadores se agolpaban a las puertas de los servidores después de cada actualización o expansión para devorar rápidamente todo lo nuevo.

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Ahora estamos más que acostumbrados a esto, a sabiendas de que los parches y las mejoras son la norma, y que un videojuego que jugamos de salida puede haberse convertido en algo totalmente diferente un año después. Pero World of Warcraft fue el primer título que me hizo entender que, en el mundo de los juegos que cambian y se actualizan constantemente, la vida no deja de abrirse paso cuando tu no estás. Que el hecho de que yo ya no mire no va a hacer que las cosas dejen de moverse. Y precisamente por eso, a partir de cierto punto, volver a jugar a un juego que un día adoré se planteaba para mí como un imposible: el WoW que existe ahora mismo - la versión "retail", como la llaman los fans ahora - es exactamente el juego que amaba, y al mismo tiempo ya no lo es en absoluto.

Hasta hace unos días, pensaba en World of Warcraft de la misma manera en la que pienso en el primer bar en el que salí de fiesta. Ese bar ahora está cerrado, y ya no podré volver más. Y me da pena, por lo simbólico, por los recuerdos que me suscitaba pasar por su puerta accidentalmente, de camino a otro sitio; pero en el fondo, y siendo totalmente sincera, es francamente difícil que el hecho de que ya no exista me apene. Porque, a la hora de la verdad, lo que me ataba a ese sitio era todo contexto: no el lugar, ni sus características, sino las cosas que sucedían y sucedieron allí. Esas cosas, pase el tiempo que pase, no podré volver a vivirlas. Y ese lugar, y de la misma manera que World of Warcraft, también cambió y evolucionó después de que yo lo abandonase: no necesariamente desaparece sino que se convierte en otra cosa, porque su vida no son tus historias, tus necesidades y tus expectativas, sino las de todas y cada una de las personas que lo habitan, que entran y que salen, que cambian con el tiempo y con el mundo.

El jueves pasado volví a Ventormenta como si no hubiese pasado un solo día.

Y confieso que respiré hondo, como si volviese a casa después de un viaje muy largo.

Volver a caminar por un lugar que pensabas que ya no ibas a poder recuperar es un poco extraño. Aparecí en Villadorada al mismo tiempo que otra decena de jugadores; un montón de personajes agolpándose alrededor del primer NPC que te da las misiones iniciales. Si todo aquello parecía más bonito de lo que recordaba no es por el amor, pienso, sino porque es la primera vez que entro en este universo con un ordenador que me permite cambiar de ventana y escuchar música simultáneamente sin colapsar. Miro el juego con ojos nuevos y lo que veo me hace sentir pequeñita, desarmada de una forma inesperada: yo, que venía perfectamente mentalizada para asimilar que quizás una cosa que he amado con locura no era en realidad tan buen juego, me encuentro a mí misma con los ojos un poco húmedos cuando veo ese lugar tan absolutamente lleno de vida. De gente que corretea aquí y allá, veteranos que ayudan a los nuevos, personas que no jugaron en su día, llenos de dudas, personas que han vivido aquí más tiempo que en el mundo físico resolviéndolas.

Es un poco como cuando, en una de estas series dramáticas y largas, que terminan con los personajes con más heridas en el cuerpo y en el alma de las que empezaron, volvemos al principio de todo, a los tiempos cuando aún eran dulces. A Harry Potter haciendo amigos en el Expreso de Hogwarts, a Neo retrasando la alarma del despertador al comienzo de Matrix, al equipo de la Nostromo desperezándose después de un sueño profundo, a quien sea que fuese vuestro personaje favorito antes de que la vida y el conflicto le pasase por encima. Es puro y es imperfecto y generalmente no tan bien hecho, no tan bien escrito, no tan bien grabado, pero nos calma el alma porque existe y eso es más que suficiente, con esa tranquilidad que transmiten los comienzos.

Lo curioso es que, mirándolo a día de hoy, en este estado "vainilla", es muy, muy fácil ver por qué este juego funcionó en su momento, y por qué a día de hoy no se encuentra pasando, precisamente, sus días de gloria. Está claro como nunca que sus virtudes y sus defectos salen del mismo sitio, están intrínsecamente enraizados en el corazón de la idea, y es casi imposible que uno u otro sean extirpados.

World of Warcraft, en su lanzamiento, y consciente de que su mejor baza era construir un mundo en el que pudiésemos movernos como quisiéramos, donde era menos importante el jugar que el estar, está estructurado alrededor de un sistema de misiones bastante repetitivo y un combate que hoy es a todas luces lento y tosco, y que estaba pensado para afrontar todos los desafíos en compañía. Conforme el juego creció y la base de jugadores cambió, empezó a enfocarse más al jugador que quería pasar el tiempo en solitario o con amigos. No dejó de haber quien mantuviese la comunidad viva, claro, pero incluso con eso el juego tendió casi siempre más al individualismo.

Los jugadores que han seguido ahí desde siempre, o al menos desde hace ya años, han ido adaptándose poco a poco a esta nueva forma de proceder. Y por eso volver ahora a esta versión hace que sorprenda cuantísimos de sus elementos están pensados para disfrutarse única y exclusivamente en compañía. Desde las clases y los oficios hasta todas y cada una de las misiones que conforman los veinte primeros niveles, pasar por el inevitable inicio de nuestra construcción de personaje es una tarea que, en WoW Classic, solo puede hacerse en compañía. Y de repente, nos acordamos de eso. De lo necesarias que eran las hermandades, agrupaciones de usuarios que comparten un chat interno, un banco de objetos y demás privilegios; de la cantidad de ocasiones en las que nos ha salvado la vida un compañero o simplemente un jugador amable que pasaba por ahí. Y de la cantidad de bien que podemos hacer a los demás utilizando nuestras características para hacerles la vida más sencilla.

Y supongo que es por esto que llevamos días viviendo fenómenos llamativos, que en realidad tampoco sorprenden de verdad a quienes lo estamos viviendo desde dentro. Aquellos que hemos vuelto al universo de WoW tenemos, por cada artículo sobre usuarios haciendo fila ordenada para matar un NPC, otras cinco historias de personas dedicándose a crear objetos para los nuevos, o mostrando modales y respeto por los demás a una escala que ya no recordábamos. Esa cortesía, esa etiqueta, no surge sino del cariño a un juego que, aunque pueda ya no seguir vigente, tiene una premisa que, por estar basada en la ayuda y el apoyo mutuo, es muy difícil que muera: por mucho que los tiempos y los usuarios sí vayan a evolucionar.

Y es cierto que, en un mes, igual ya no hay nadie jugando. Igual incluso sucede antes. Al final, da igual. Lo importante es que está. Que vuelve a existir. Que hemos probado que es posible que World of Warcraft no sea solo un recuerdo: que sea un lugar real al que podamos volver. Que nuestras historias y nuestras aventuras siguen teniendo una casa, aunque también sea efímero esta vez.

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