Watch Dogs
¿El móvil te hará libre?
Este análisis forma parte de la sección de Game Over.
19 minutos y 27 segundos es, al parecer, lo que tardarán en desfilar ante tus ojos los créditos finales de Watch Dogs. Sin embargo, el hecho de que en conocer a la nutrida plantilla que ha participado en su desarrollo inviertas casi el mismo tiempo que en disfrutar de un episodio de Parks and Recreation es algo no debe sorprenderte en absoluto, ya que forma parte del ADN de un título que, desde que desencajó mandíbulas en el E3 de 2012, se ha movido permanentemente en cifras mastodónticas.
Si te gustan las hamburguesas y tienes más de seis años, entonces ya has vivido lo suficiente como para saber que jamás conseguirás llevarte a la boca un Big Mac como los que salen en la tele, y Watch Dogs pertenece a esa estirpe. Entre aquel espectacular vídeo que dilató las pupilas de media industria y el juego que hoy circula por los circuitos de millones de máquinas, existe el downgradenazo que media entre el flequillo de Nicolas Cage y la cruda realidad. El primer proyecto Next Cross Gen de Ubisoft ha perdido fuelle gráfico por el camino, aunque puede presumir, al menos, de mantener intactas todas las mecánicas publicitadas en su código final. Hito inalcanzable para algunos pero que no deja de ser hasta cierto punto contraproducente, ya que lo cierto es que, en esencia, poco más de lo visto en Los Ángeles de Rockstar podrás experimentar en la Chicago faraónica y ultradetallada que los arquitectos de Ubisoft han edificado para tí, lo cual habla bien de los responsables de diseñar el spot y regular del equipo de desarrollo.
Los principales problemas de Watch Dogs no tienen tanto que ver, por tanto, con la publicidad engañosa como con lo que verdaderamente importa; y comienzan por un argumento en el que subyace una sugerente reflexión acerca de la tecnología como herramienta de poder, pero que pronto se diluye en un folletín de traiciones, personajes planos, la profundidad emocional de un anuncio de El Corte Inglés e ingentes toneladas de hackeo, esto es, minijuegos, para acabar desembocando en un chucknorriesco "yo contra el barrio sistema", que remite directamente a ese cine de superhéroes grave y afectado, que se toma tremendamente en serio a sí mismo cuando en realidad te está contando la misma cantinela de siempre.
La recreación de la ciudad es, eso sí, soberbia. La vitalidad que alcanza a transmitir convierte el simple acto de recorrer sus calles en un fascinante espectáculo en el que puede intuirse a ojo de buen cubero las ingentes cantidades de dinero y recursos invertidos en este apartado. Watch Dogs es un triunfo absoluto de la ambientación, pero para su desgracia no deja de ser un videojuego y, por tanto, aunque la atmósfera desempeña un papel crucial a la hora de erigir la experiencia, no lo es todo o, al menos, no es lo más importante. Es ahí donde es posible atisbar cierto acartonamiento en el juego de Ubisoft.
El smartphone de Aiden Pearce, principal reclamo publicitario y, a la postre, piedra angular de la disertación, proporciona una sensación de poder sobre el entorno fantástica, casi omnipotente. Tras un inicio que resulta abrumador por la enorme cantidad de contenido y posibilidades interactivas, bastan sin embargo unas pocas horas para comprobar que esa exuberancia tiene algo de aparente o artificioso más que de real u orgánico y que el título, consciente quizás de esta circunstancia, procura huir hacia adelante apelando al tamaño de sus números.
Es enorme la cantidad de objetivos secundarios, coleccionables, huevos de pascua, minijuegos, etc. que esconde en el interior de sus tripas esta Chicago de Ubisoft, pero esa circunstancia no logra ocultar, sin embargo, la reiteración de determinados patrones en la construcción del discurso, que abusa más de la cuenta del esquema infiltración-hackeo-huida-persecución en coche. Un punto de partida que no resulta en realidad desdeñable, pero que acusa en cierta medida el hecho de que su implementación sea bastante similar y que el engranaje narrativo interno de cada una de las misiones no siempre logre camuflar de forma satisfactoria esta circunstancia. Así, si decides prescindir de objetivos secundarios y centrarte en la historia principal, probablemente acabes mascando más de la cuenta cierta sensación de reiteración.
No ayudan demasiado aquí las mecánicas, que paradójicamente resultan lastradas hasta cierto punto por el pepino que tiene por móvil Aiden Pearce. El hecho de que gran parte de la jugabilidad converja en él hace que la cosa acabe sintiéndose un tanto angosta, en el sentido de que sus futuristas prestaciones sirven como coartada a los diseñadores para llenar la pantalla de toneladas de interfaz con objeto de indicar -y, por tanto, dirigir o acotar- las acciones del jugador. Tan fantástico gadget termina percibiéndose, en consecuencia, como excesivamente circunscrito a determinadas situaciones, lo que explica la insistencia del juego en las persecuciones en coche, el hackeo de cámaras, etc. Su uso premiará, además, tu rol como espectador antes que como jugador. Resulta realmente espectacular escapar de tus perseguidores manipulando semáforos, reventando tuberías, activando púas de seguridad y, en definitiva, sembrando el caos en las calles, pero lo cierto es que para hacerlo tan sólo habrás de pulsar un botón cuando el juego lo indique, esto es, simplemente has de solventar un QTE encubierto por la narrativa o, si lo prefieres, integrado en el informatizado universo del juego.
Algo más satisfactoria desde un punto de vista lúdico resulta su utilización en las fases de sigilo. Sin embargo, la ausencia de un sistema que te informe con precisión acerca de tu grado de ocultación unido a la complejidad de los escenarios, hará que en más de una ocasión te pillen con el carrito del helado, por lo que con frecuencia aquello que iba para infiltración limpia acabará en una orgía de muerte y destrucción. Los intercambios de plomo son, por fortuna, dinámicos y entretenidos. Los enemigos, más diestros al apretar el gatillo que cuando toca patrullar, flanquean, arrojan granadas y convierten en factor de riesgo el hecho de permanecer tras la misma cobertura más de la cuenta, aunque adolecen de escasa variedad y el progresivo incremento de la dificultad viene dado más bien por el de su número y su resistencia al plomo.
Watch Dogs no constituye desde un punto de vista global un mal título, pero es inevitable sentir cierta insatisfacción tras finalizarlo. Smartphone mediante, estaba llamado a reinventar un género pero acaba derivando en un cóctel de acción-sigilo que se siente demasiado teledirigido y más clásico de lo que pueda sugerir en un primer momento. La diversión nace del diseño, de la ejecución antes que de la repercusión de un acto y, en este sentido, dejar la ciudad de Chicago a oscuras no tiene porqué ser necesariamente más gratificante que saltar sobre un champiñón. En última instancia el teléfono móvil de Pearce aporta un toque de distinción tan simple que deviene en complemento llamativo antes que en núcleo o pilar básico de la jugabilidad. Un todopoderoso power up en forma de botón contextual que te permitirá de forma sencilla, predefinida y cuando el juego lo permita desencadenar el efecto que toca, engalanando, así, una premisa clásica que nunca llega a convertirse por completo en algo distinto.
Es terrible la filosofía que subyace tras un juego que tiene la delicadeza de impedir que te cruces más de una vez con el mismo peatón y pone punto final a una persecución cuando alcanzas el punto del mapa en el que tus perseguidores, a dos metros de distancia, olvidan súbitamente que existes. La que te otorga la posibilidad de vigilar a través de la red de cámaras de seguridad los movimientos de un tipo que se encuentra en la otra punta de la ciudad, para ser sorprendido mientras tanto por otro en cuya presencia no has reparado porque, absorto en la pantalla del móvil, has perdido por completo la noción de tu entorno. La que te permite acceder a información clasificada, escudriñar en la intimidad de ciudadanos, controlar helicópteros o, si te lo propones, hasta satélites, pero te impide cargar con un fiambre para ocultarlo de tus enemigos. Es la filosofía que deposita una ciudad en la palma de tu mano y a tí en la de un diseño ramplón e inferior a su envoltorio. La que convirtió aquel vídeo que te dejó sin aliento en 2012 en el juego con el que Ubisoft aún no aprendió a hacer un sandbox.