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Avance de Watch Dogs 2

Revienta el planeta.

En la San Francisco de Watch Dogs 2 todos los coches tienen turbo. Y cuando hablo de turbo no me refiero a un raquítico pico ocasional de velocidad: absolutamente todos los vehículos, desde los super deportivos a las camionetas destartaladas, incorporan un carísimo sistema de inyección de óxido nitroso capaz de convertir al utilitario más cochambroso en un misil tierra aire. Puede que no suene excesivamente realista, pero al fin y al cabo estamos hablando de un videojuego, y todos estamos acostumbrados a cierto nivel de concesiones a cambio de molar muy fuerte. Más allá de eso, lo verdaderamente fascinante del asunto es que ninguno de ellos lo tenía antes de que llegáramos nosotros; que antes de subirnos al coche, ese complejísimo sistema de tubos, bombonas y válvulas de presión no estaba ahí. Es algo que hemos hackeado debajo de su capó.

Porque efectivamente, somos ese tipo de hacker. Un ser de poderes casi divinos, un semidiós, que no solo se limita a vulnerar las fronteras de lo digital. Con un par de inputs despreocupados en nuestro movil podemos declarar a alguien culpable de asesinato en primer grado, pero también hacer estallar la red de tuberías subterráneas cuando nuestro objetivo cometa el error de acercarse demasiado. Somos superhéroes, y es importante que hagamos pronto las paces con esta idea: como sucediera con su primera parte, y más aun, quien llegara aquí con la esperanza de encontrar realismo se va a llevar una sonora decepción, y cuando la cosa va de superpoderes se hace menos extraño que todo el mundo vaya disfrazado.

El asunto es que, tras un par de horas de partida, me cuesta acabar de verlo como una mala noticia. Quiero decir, soy perfectamente consciente de que la idea del hacker realista, al menos sobre el papel, vende un montón; de que todos tenemos muchas ganas de ver algo así, y de que tras el fiasco de Mr Robot este tipo de cosas duelen un poco más. Sin embargo, quizá ya va siendo hora de plantearnos si sería realmente divertido, si encarnar a un señor rodeado de monitores viejos compilando código e intentando tirar abajo un password por fuerza bruta es algo verdaderamente atractivo. Puede que lo sea, y puede que haya ahí potencial para cientos de juegos muy serios sobre el control y la vigilancia, pero no para uno de Ubisoft. Para un sandbox que juguetea con esos conceptos, y que pese a venir apadrinado por una gran multinacional chapotea en algunos charcos comprometidos como la relación de los hacktivistas con el anarquismo, pero que al final solo busca conducir coches rápidos y verlo todo explotar.

Por eso, a la hora de buscar referencias cinematográficas creo que hay una que viene al pelo, y sobre todo teniendo en cuenta el giro en cuanto a tono de una segunda entrega que parece abandonar el drama familiar y las historias de venganza a un lado de la carretera y se muestra más desenfadada, más luminosa, como la propia San Francisco. Hablo, como no podía ser de otra manera, de Hackers, esa joya olvidada en algún altillo de la década de los noventa en la que una por entonces desconocida Angelina Jolie recorría el metro de Nueva York en patines y se encaramaba a azoteas embutida en un traje de neopreno para hackear mejor. Watch Dogs 2 interpreta ese mundo de la misma manera: como un universo de interfaces futuristas y locales llenos de graffitis solo para iniciados en los que la pandilla protagonista devora pizza tras pizza hasta que consiguen dar con un agujero en la seguridad; un mundo en el que la potencia de tus herramientas depende exclusivamente de la cantidad de colores fosforescentes que muestra su animación de inicio, y en el que llevar pintas guapas da la verdadera medida de tus conocimientos. A fin de cuentas, nadie quiere ser como el tipo con la horrible camisa rosa que aparece en la portada de la guía IBM de PCs: todos hemos rajado un montón de las gafas con leds que exhibe uno de nuestros compañeros en los trailers, pero no me cabe ninguna duda de que Cereal Killer se enamoraría de ellas al instante.

La traducción jugable de todo esto, al menos tras los primeros compases, es que libre de la responsabilidad de imprimirle cierta coherencia al asunto el juego por fin nos permite hacer absolutamente lo que nos de la gana. No es una revolución, porque la primera entrega ya transitaba por esa línea y porque el juego, ahora con la vocación de franquicia enarbolada con ambas manos, sigue esa escuela tan Ubisoft de construir sobre los sistemas previos e ir sumando ladrillos hasta perfeccionar la receta. Watch Dogs 2 es claramente un hijo de su padre, pero también uno que ha aprendido unos cuantos trucos por el camino, y la mayor parte de ellos están orientados a ampliar las capacidades de una herramienta que ya era mortal de necesidad en su primera encarnación: nuestro teléfono móvil. Acceder a los secretos y a las cuentas corrientes mas íntimas de los viandantes sigue siendo tan sencillo como siempre, y aunque se podría seguir hablando de los problemas de disonancia que esto plantea, insisto, no es a eso a lo que estamos jugando. Por eso ahora el sistema va más allá, y nos permite con la misma facilidad manufacturar pruebas de tal o cual crimen para que sea la policía la que quite de en medio al guardia jurado que nos está haciendo la vida imposible, o ser incluso más rastreros y poner su nombre en lo más alto de la lista de ajustes de cuentas de una organización criminal. Con los vehículos pasa algo parecido, y a la habitual sartenada de jugarretas con semáforos y bocas de riego hay que añadirle la manipulación directa de los sistemas de nuestros perseguidores: si un coche patrulla nos está agobiando, no hay mejor solución que obligarle a pegar un volantazo a la derecha y posteriormente estrellarlo contra una camioneta de helados. Es una omnipotencia que ni siquiera necesita administrarse por turnos, y una simple pulsación de botón nos permite acceder a una rueda de poderes gestionados mediante cooldown para poder, por ejemplo, interferir en las comunicaciones de toda una plaza, o hackear decenas de vehículos a la vez.

No seré yo quien afirme que hacerle la puñeta a los viandantes no es una empresa tan noble como cualquiera, pero más allá de esto la principal aplicación de nuestros fenomenales poderes cósmicos es una manera de entender la infiltración que vuelve a erigirse como el principal hallazgo de la franquicia. Porque puede que en ocasiones sea necesario calzarse las deportivas y salir ahí fuera a ensuciarse las manos, pero si algo ha distinguido siempre a los hackers es la capacidad de colarse en los lugares más protegidos del mundo sin alejarse ni un metro de su bolsa de Cheetos. Watch Dogs 2 parece querer profundizar aun más en esa línea, y aunque solucionar ciertas misiones saltando de cámara de seguridad a webcam de portátil y tiro porque me toca sigue siendo una opción viable el juego basa ahora una parte importantísima de su diseño en dos nuevos añadidos que funcionan como un término medio, casando la infiltración física con una suerte de telepresencia. Hablo del drone y del coche a radiocontrol, un par de gadgets dotados de sus propios conjuntos de habilidades que pueden saltar, piratear, incapacitar e interferir comunicaciones y que nos permiten plantarnos en la puerta del recinto, sentarnos en el suelo, sacar el portátil y resolverlo todo sin jugarnos el físico ni un poquito. Así será, al menos, hasta el tramo final de muchas misiones, en el que una vez descubierto el pastel y vulnerado hasta el último cortafuegos tocará acercarse lo suficiente para poder iniciar el proceso de descarga y, probablemente, lidiar con unas cuantas oleadas de malos mientras se completa el proceso.

El precio a pagar por todo esto, amén de la propia verosimilitud, es un esquema de control que en ocasiones llega a hacerse algo cuesta arriba. Hay muchas cosas que hacer, muchos menús contextuales para hacerlas, y no es infrecuente ponerse a cubierto cuando quieres interrumpir una orden de alarma o disparar a una furgoneta cuando quieres cambiar de emisora en la radio. Supongo que simplemente se trata de echarle horas, y que tarde o temprano la memoria muscular hará su trabajo, pero en un primer contacto Wacth Dogs 2 no se antoja un juego sencillo. Y a fe que lo intenta: ahí está por ejemplo, un modo detective (ignoro si se llama realmente así, pero a estas alturas son muchos para llevar la cuenta) que codifica toda la imagen y muestra con colores vivos los elementos que pueden ser presa de nuestras artimañas. Si existe alguna limitación no llegué a darme cuenta, y no mantenerlo activado en todo momento se convierte casi en una cuestión de principios. Yo recomiendo intentarlo, porque sería una pena perderse un entorno que vuelve a demostrar por qué Ubisoft está donde está: puede que en esta ocasión nadie se haya atrevido a hablar de revoluciones gráficas, pero el armazón de un juego simplemente solvente en lo técnico soporta una reconstrucción de la ciudad y un sentido del detalle al que muy pocos pueden aspirar.

Puede que por eso nuestro protagonista, un entusiasta swagger con pinta de haberse escapado de un Apple Store, se ponga los cascos antes de cada misión. Porque entiende que nada de esto va en serio, que todo es un decorado, que los guardias no son guardias y que esta colosal exhibición de poderío y estos desbocados valores de producción son solo un escenario, un cajón de arena digital donde poner a prueba sus poderes y pasárselo bien. Que no es más que un videojuego, y como buen pirata informático, solo él es capaz de ver que tras el código son todo ceros y unos; que están ahí para retorcerlos, para jugar con ellos, y para dominar uno a uno todos sus sistemas, como los 1507 que en su día tumbó el personaje de Jonny Lee Miller. Al final, Lord Nikon tenía razón: él siempre pensó que era negro.

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