Análisis de We Happy Few
Alegre, pero no mucho.
A las puertas del laboratorio, un destartalado caserón en mitad de ninguna parte que solo destaca entre sus vecinos por los restos de chatarra que adornan su patio trasero, un par de trabajadores discuten acaloradamente. Una tubería rota parece ser la causante del alboroto, pero pese al lo tenso de la situación toda la escena resulta descacharrante: ambos visten trajes de chaqueta cómicamente harapientos, y mientras el primer operario recrimina a su compañero con esa mezcla de mala baba y educación que gastan los ingleses, este se limita a dar vueltas por el recibidor con una sonrisa estúpida, completamente drogado.
En estas llegamos nosotros, o más bien nuestro héroe, Arthur, un tipo en verdaderos apuros que necesita acceder al interior del recinto con urgencia por un asunto que no viene al caso, y el miembro más sobrio de la pareja no tarda en pararle los pies. El laboratorio está cerrado, la situación es un auténtico desastre, y si realmente quieres entrar más te vale echarnos un cable y localizar una válvula de repuesto con la que arreglar el desaguisado. Inmediatamente un nuevo waypoint aparece en el mapa, señalando una pequeña caseta situada en el mismo patio, a cinco o seis metros de distancia: recogemos la pieza, el becario gruñón repara la fuga, nuestro camino puede continuar. ¿Qué acaba de pasar aquí? La nada. La nada más absoluta.
Es un bucle, un engañabobos, un rodeo con el taxímetro en marcha y también, por desgracia, la unidad mínima de información con la que We Happy Few trabaja a la hora de diseñar misiones basadas en hacernos perder el tiempo. Y digo mínima porque en el fondo hablamos de un caso ideal, porque ni todos sus rodeos son tan inocentes ni todos sus bucles pueden desenredarse de un simple vistazo. Perder dos minutos recogiendo una válvula que solo existe para hacernos perder dos minutos es tan burdo como inofensivo, pero ese dibujo puede complicarse: puede retorcerse sobre sí mismo, puede esconder pequeñas muñecas rusas dentro de las muñecas rusas más grandes, y puede, como frecuentemente hace, terminar recordando a uno de esos sueños en los que tienes que llegar a algún lugar cuanto antes pero no dejan de surgir obstáculos que te impiden seguir el camino.
We Happy Few es así, una sucesión de grandes hitos argumentales y objetivos a largo plazo que dependen de conseguir un permiso que a su vez depende de otro pequeño recado que implica antes un favor personal y así ad infinitum, hasta que ya no recuerdas por qué demonios estás resolviendo puzzles de interruptores en el alcantarillado de la ciudad. Y el estudio no solo es plenamente consciente de ello, sino que sonríe de manera burlona y se anima con unos cuantos codazos de supuesta complicidad: unos minutos más tarde, tras resolver nuestro asuntillo en el laboratorio, un nuevo recado obligatorio nos obliga a recorrer la campiña de punta a punta recogiendo chatarra de exactamente tres coches abandonados, y el propio Arthur se pregunta en voz alta si no hubiera valido con solo dos. El humor autoconsciente está bien, pero quizá estaría aún mejor hacer las cosas como es debido.
No quiero ser mal pensado, pero es difícil no ver todo esto como relleno, como el músculo fofo y vacío de un proyecto que nació con las aspiraciones de un modesto sandbox de supervivencia y se ha visto obligado a ganar peso rápidamente para poder competir en las grandes ligas, las de las aventuras de mundo abierto convencional. Las de los Fallouts y los Skyrims, títulos a los que We Happy Few intenta imitar aunque sea a fuerza de meterse la camisa por dentro y comprarse una pajarita de pega, como hace el propio Arthur cuando toca mezclarse con la gente decente. En este caso, su manera de disimular esos orígenes más bien humildes es centrarse en la narrativa y en una pestaña de misiones principales y secundarias que engorda a cada paso que damos, pero a la vez espolvorearlo todo de esa supervivencia basada en barritas y porcentajes de la que sin embargo, en ocasiones, parece que se avergüenza.
Debemos beber, pero nunca vamos a morirnos de sed; debemos comer, pero no hacerlo solo implica una penalización pasajera, y aunque cada uno de los tres personajes protagonistas (más tarde profundizaremos en esto) viene con alguna que otra necesidad extra en general todo el sistema se limita a ser un quebradero de cabeza momentáneo, una razón más para rapiñar con todo lo que no esté atornillado al suelo o para tomar un pequeño desvío y dormir unas horas antes de afrontar el siguiente reto importante. Y no debería pasar de ahí, pero en ocasiones ambos diseños colisionan y el resultado es de todo menos elegante: está fenomenal basar gran parte de la experiencia de juego en el crafteo de nuestros propios recursos, pero interrumpir el flujo de una misión principal hasta que demos con los planos del traje de mecánico y recolectemos de manera totalmente aleatoria todos sus componentes solo genera frustración y cansancio.
Hay otras limitaciones, como por ejemplo el fastidioso toque de queda que reina en los núcleos urbanos y que invariablemente redundará en persecuciones absurdas cuando se nos haga de noche en el curso de alguna misión, pero si hablamos de medidores implacables y de sistemas que condicionan nuestra supervivencia quizá vaya tocando hacerlo del Joy, la base argumental de todo el invento y probablemente la mayor aportación del juego al género de los simuladores de recorrer el mundo salvando gatitos. El Joy, el Júbilo, la pastillita de la felicidad, un fármaco alucinógeno que sirve de base a la distopía que We Happy Few plantea de manera absolutamente genial desde su propio logotipo, con esa sonrisa forzosa que a la vez se resquebraja como un tiro en la cara: la de la felicidad y el olvido obligatorios, por imperativo legal. Quien consume la droga no ha perdido la guerra, ni echa de menos a sus seres queridos, ni repara en que los edificios están derruidos y no queda nada para comer; quien no la consume, sin embargo, es un aguafiestas.
Y a los aguafiestas se les caza y se les persigue, porque una nación feliz es una nación sin pasado y quien recuerda es el enemigo. Así comienza la historia, con un alegre trabajador que acude puntual cada día a su puesto censurando periódicos y que una fatídica mañana se topa con una noticia que no puede ignorar. Es Arthur, claro, un aguafiestas de nuevo cuño al que su decisión de rechazar la medicación no tarda en salirle cara. La primera consecuencia es el exilio y la supervivencia más allá de los muros, entre los parias, un entorno hostil en el que no es necesario drogarse pero algo tan simple como llevar una chaqueta decente puede costarte un buen navajazo. De vuelta a la gran ciudad las tornas se invierten, y pese a la aparente sensación de seguridad que reina en sus calles la constante amenaza de ser descubierto implica una angustia mucho mayor. Es la manera que el juego tiene para volver a flexionar sus sistemas, sus barritas, su interpretación de la supervivencia, obligándonos a estar atentos de cómo y dónde vestirnos y cómo y dónde drogarnos, y a gestionar en todo momento el uso (y el suministro) de una sustancia que nos permite encajar y pasar los controles con seguridad pero que a su vez implica pérdidas de memoria permanentes con cada dosis. Amén de una herramienta más que eficiente a la hora de generar tensión se trata de un absoluto hallazgo en lo narrativo, y para el recuerdo queda su genial resolución a nivel estético, pintando un mundo gris y mortecino de mil colores y alterando sutilmente la música o la arquitectura para que realmente sientas que todo va bien. Además, un juego que implementa la resaca como mecánica nunca va desencaminado.
Pero pronto comienzan los problemas, porque ponerse hasta el culo cada mañana no es la única costumbre de los Wellies, que así se hacen llamar los ciudadanos respetables y temerosos de Dios. En lo que supongo es una afilada y muy británica chanza acerca de nuestro comportamiento como sociedad y en lo que aseguro es una avería importante a nivel jugable, encajar como ciudadano implica respetar las buenas costumbres si es que no queremos ser linchados por una turba de ancianitas y oficinistas y acabar nuestros días desangrado en un callejón. Aquí no saludar al panadero implica jugarse la vida, y lo mismo sucede con otras costumbres bárbaras como correr, agacharse o saltar por la calle: una idea del millón que sin embargo vuelve a chocar frontalmente con la realidad de un juego extremadamente aficionado a esos bucles baratos, a pedirte que recojas un papel a un par de kilómetros de distancia y regreses de nuevo al punto de partida antes de permitirte continuar. Que regreses caminando pesadamente, sin armar escándalo ni correr un poquito en los desvíos para atajar, y quizá mostrando una fe excesiva en unos entornos cuadriculados y repetitivos que ni con todos los colorines lisérgicos del mundo podrían enmendar semejante tedio. Por fortuna no es para siempre, porque gastando suficientes puntos de habilidad en unos árboles de progresión que no inventan nada podemos evitar, por ejemplo, que correr por la calle escandalice a la gente o que nos afecte el toque de queda, algo que todavía estoy esperando que alguien explique de manera mínimamente coherente.
En cuanto al resto del árbol, lo esperable, o al menos en un principio: potenciadores del sigilo, aumentos de salud o capacidad de carga, maneras más efectivas de deshacerse de los incautos que pillemos de espaldas y sobre todo un buen puñado de habilidades que buscan aportar algo de enjundia a un combate cumplidor pero poco más. De nuevo el molde remite a Skyrim y a un esquema de guardias, ataques simples y ataques cargados que solo exige prestar atención a la barra de resistencia y a los empujones ocasionales, y que termina acusando la relativa escasez de armamento propio y ajeno. De ahí que me refiriera a un principio, a una primera vuelta en la que es sencillo sentir que los sistemas se agotan y que reserva el gran giro mecánico para el final: We Happy Few termina, o parece hacerlo, solo para volver a comenzar inmediatamente después encarnando a un personaje nuevo, y así hasta completar el trío protagonista.
No me gustaría dar demasiados datos sobre su funcionamiento e identidades, pero baste decir que estamos ante una de esas historias cruzadas que pese a jugarse de manera secuencial permite revivir los mismos acontecimientos desde diferentes puntos de vista. Quizá no del todo, porque las historias solo se tocan realmente en momentos concretos, pero cada nuevo capítulo apuntala ciertos sucesos, hace evolucionar ciertos rasgos y trabaja un tipo de cercanía con sus personajes que termina pegando muy duro. No es todo lo que el sistema de triple protagonista pone sobre la mesa, porque en lo mecánico cada nuevo reinicio baraja las cartas de cero y entrega un sandbox diferente, uno que no se basa solo en personajes fornidos pero lentos o débiles pero habilidosos a la hora de utilizar la química en su favor; esas diferencias están ahí, pero hay alteraciones más radicales y particularidades más profundas que no solo alteran la manera de jugar sino que definen de manera dramática a quien carga con ellas. Es complicado no hablar de más porque estamos ante material de primera, así que de nuevo me limitaré a decir que ninguno de nuestros protagonistas está solo del todo.
Y es entonces, cuando las barras y los porcentajes se convierten en rechazo, en culpa, en heridas que nunca cerraron y en responsabilidades más que reales, cuando te das cuenta de que todo ha merecido la pena. Puede que hasta el momento haya podido sonar negativo, porque We Happy Few tiene muchos problemas y el menor de todos ellos no es esa ambición mal medida, ni esas hechuras de juego grande que en la práctica acaba rellenando sus inevitables huecos con toneladas de nada, pero no es menos cierto que resulta mucho más fácil señalar errores de bulto que explicar por qué un juego así sabe ganarse el cariño. Explicar el carisma, la ironía, la sensibilidad, la inteligencia, y el enorme triunfo de un juego que quería jugar a la supervivencia e, ironías del destino, ha terminado encontrando en la narrativa su verdadera tabla de salvación. No en sus tuberías rotas y sus válvulas de repuesto, sino en sus parejas que discuten como solo los ingleses saben hacerlo; no en sus misiones, torpes y llenas de tópicos, sino en sus momentos. Momentos que sé que recordaré cuando todas esas caminatas interminables se hayan olvidado hace tiempo.
Y esa es la decisión final, la que recae sobre las espaldas de cada uno de sus jugadores: fabricar un sandbox realmente competente quizá hubiera requerido de un presupuesto mucho mayor, pero todos esos problemas tienen la importancia que cada uno decida darles. Nada nos impide ignorar esa realidad, encogernos de hombros y simplemente dejarnos llevar, y creo firmemente que quien sepa hacerlo recibirá el juego con un entusiasmo sincero. Un entusiasmo que me gustaría poder compartir, porque no hay nada que deteste más que convertirme en un aguafiestas.