Análisis de Wolfenstein: Youngblood
Dos escopetas tengo.
La primera vez que vemos a las protagonistas de Wolfenstein: Youngblood disparar a un soldado nazi es un momento un poco cómico, pero de alguna manera también enternecedor: Jess lo celebra gritando, contenta, y Soph intenta hacer lo mismo pero termina vomitando, entre vítores, por el impacto emocional que ese primer asesinato ha tenido sobre ella. Me parece entrañable, de algún modo - y no sólo porque, como le encanta contar al director de esta página, soy bastante propensa a vomitar en situaciones poco apropiadas - que el juego se esfuerce en expresarnos que las hijas de B.J. Blazkowicz, la leyenda andante del asesinato fascista videojueguil, no han tenido la ocasión de plantearse las implicaciones reales de acabar con la vida de otra persona hasta bien entrada la adolescencia. Me gusta porque plantea un montón de preguntas sobre ellas, sobre el universo en el que nos movemos - esa línea temporal paralela en la que los nazis ganaron la Segunda Guerra Mundial - y sobre los acontecimientos que los otros juegos ya nos habían enseñado. Durante un ratito, un primer tramo razonablemente lineal y no demasiado frenético, casi parece que además de un juego sobre derrocar al fascismo junto a un colega estamos a punto de presenciar una historia en la que dos chiquillas inocentes tienen, por primera vez, que enfrentarse a la realidad del contexto en el que viven.
Después de alrededor de una hora, cualquier atisbo del juego que estábamos jugando al principio desaparece, y lo sustituye algo totalmente diferente. El mensaje queda más o menos claro: nos han dado espacio para relajarnos, para acostumbrarnos al juego y a los personajes en un territorio más o menos neutro, pero Wolfenstein: Youngblood es otra cosa. Ni es ni quiere ser un sucesor a las entregas anteriores sino una especie de experimento que coge el núcleo jugable, uno de sus puntos fuertes, y su iconografía, otro de los elementos clave, y los utiliza para hacer cosas diferentes, con mayor o menor acierto.
Así que quizás podríamos empezar por explicar de qué trata este título, porque, de alguna manera, nunca terminó de quedar claro en ninguno de los anuncios hasta su lanzamiento. Youngblood es un juego cooperativo online que nos permite jugar con un amigo, o con un personaje controlado por la IA, a un montón de niveles y misiones predeterminadas y ubicadas en algún punto de los tres mapas, bastante grandes y variados pero bien contenidos, de los que consta el juego. Más que una experiencia lineal como la que proponen algunos juegos como A Way Out, toma la estructura de un MMORPG, o un looter shooter: esto quiere decir que, efectivamente, la forma óptima de pasarnos cada misión será jugar con un amigo, pero no tiene por qué ser el mismo amigo, ni tenemos que progresar la historia en mismo orden. Hay tres "raids" principales, una misión final, y multitud de secundarias: estas últimas nos servirán para subir de nivel antes de enfrentarnos a los retos mayores.
Es una solución relativamente ingeniosa a un problema logístico bastante evidente, claro: para jugar a un juego cooperativo lineal durante alrededor de quince horas tenemos que coincidir en disponibilidad y ganas con otra persona durante quince horas, y eso limita bastante el recorrido al que el título puede aspirar. También hace que el juego caiga antes en la repetitividad: al final, las misiones secundarias - que, en realidad, de "secundarias" tienen poco: si no las queremos hacer, será casi imposible que terminemos las incursiones relacionadas con la historia - son poco más que viajes de un lado a otro dentro de los mismos escenarios, una serie de situaciones diferentes que al final, en la práctica, se reducen a lo mismo: cargar el mapa de turno, asesinar a los soldados, recoger el objeto o eliminar al objetivo en cuestión, y volver a las "catacumbas", el área central desde el cual gestionaremos todas las operaciones.
En esta aspiración, presumiblemente bienintencionada, de que todos podamos jugar, independientemente de nuestras circunstancias y nuestro número de amigos disponibles, Youngblood se ve obligado a sacrificar algunas cosas. El primer elemento al que estamos acostumbrados, viniendo de los títulos anteriores del reboot de Machinegames, y que muere aquí por completo, es la historia: es cierto que hay interacciones constantes entre los personajes durante el combate, y que podemos recoger y escuchar documentos y pistas sobre el universo en el que nos movemos, pero a la hora de la verdad esto es un juego sobre dos chiquillas buscando a su padre, y no sucede mucho más que eso.
El peso, el núcleo del juego, por tanto, tendrá que ir apoyado por otras cosas. En este caso, en unas mecánicas de disparo y un gunplay que ya era sólido en las entregas anteriores, pero que ha sido refinado con varias mejoras. La más importante, y la que más se nota a la hora de jugar, es el hecho de que ya no tenemos que recoger la munición y la salud que nos dejan los enemigos que derrotamos a mano, pulsando un botón, sino que caminar por encima de ella la añade automáticamente a nuestro inventario. Así, ya no tenemos que molestarnos en pulsar el botón de acción frenéticamente en medio del combate para coger todas las recargas posibles, sino que podemos centrar nuestra atención en otras cosas; las batallas no solo son más ágiles, sino que tardamos menos tiempo en terminar de llevarnos las recompensas después de cada enfrentamiento.
Porque si de algo no peca Wolfenstein: Youngblood es de ser un juego lento. Partiendo de una base ya de por sí vertiginosa, que cuenta con la opción de gestionar los enfrentamientos en sigilo pero ésto casi nunca se presenta como la posibilidad más óptima, porque el fragor de la batalla acaba siendo, en última instancia, lo que mueve toda la experiencia. Aun así, sorprende lo ágil que puede llegar a ser el juego en cooperativo, independientemente de si jugamos con la IA como acompañante, con un amigo - la que, a todas luces, es la mejor opción - o con un compañero que hemos elegido mediante matchmaking.
Parte de esto es mérito del diseño de niveles, claro, que en esta ocasión corre a cargo de Arkane Studios. La aproximación al cooperativo es un tanto clásica, pero con un par de giros. Esto quiere decir que muchas veces nos encontraremos con puzzles que tenemos que resolver a medias: pulsar unos botones, resolver el código de una puerta, abrir una caja o levantar un objeto pesado entre los dos jugadores. Pero los escenarios también están pensados para que el posicionamiento y el movimiento a través de ellos tengan necesariamente que ser una cosa pactada, algo que ambos jugadores ponen en común antes de realizarlo. Casi todos los mapas tendrán, en todo momento, dos caminos paralelos por los que moverse; y en muchas ocasiones, varios niveles de verticalidad en los que nos tendremos que enfrentar a diferentes enemigos. Si uno de los dos personajes muere, el otro tendrá que resucitarlo antes de un tiempo límite; de no hacerlo, se consumirá una de las hasta tres vidas compartidas de las que disponemos, y cuando estas se acaben, supondrá el fin del juego y tendremos que volver al principio del nivel. Así que, aunque podamos proceder relativamente por nuestra cuenta, tendremos que estar siempre conscientes de la posición de la otra persona, no alejarnos demasiado, y estar dispuestos para echarle una mano si lo necesita.
De las interacciones de los jugadores con el juego, y de los jugadores entre sí mismos, surgen un montón de narrativas emergentes que terminan, al final, por ser lo más disfrutable de la experiencia. El correr desesperadamente al intentar salvar a nuestro amigo, o el aunar nuestros poderes para conseguir mejores resultados, los fallos catastróficos y las victorias por los pelos hacen que, quizás sin ser un título brillante, nos de momentos excelentes porque está pensado para fomentar, en todo momento, que hagamos uso de las armas que nos ofrece el estar en compañía.
Lo que pasa es que el juego está poblado de pequeñas decisiones que, a la larga, ensombrecen el conjunto. Al final, ninguno de sus defectos son muy graves: ni que los enemigos sean esponjas de balas, ni que los niveles sean limitados y haya poca variedad de misiones, ni que la historia carezca de la sensibilidad y la profundidad que vimos en The New Colossus. Es el conjunto de todas ellas, una encima de otra, lo que hace que el juego, a fin de cuentas, termine por no brillar tanto como podría. Sigue siendo un título agradable, divertido, con un humor muy macarra que es prácticamente imposible que no nos arranque, como mínimo, un buen puñado de sonrisas; también es difícil que camine a las espaldas de los dos juegos gigantes, carismáticos, encantadores y emocionantes que le preceden.